Como Prometeo, Alien: Covenant se aleja de la feliz amalgama de ciencia-ficción y terror que caracterizó a la serie. Ridley Scott vuelve para darle una vida nueva al universo de Alien. El misterio de las primeras cuatro películas se reducía a cuestiones más bien geográficas y matemáticas: ¿en qué rincón de la nave acecha el monstruo? ¿A cuántos personajes va a destrozar, y cuántos podrán escapar? Esas premisas elementales ponían en movimiento el relato: el vértigo de la supervivencia no dejaba tiempo a las reflexiones sesudas. Algo de esa robusta salud narrativa menguaba en la cuarta, donde ya se subrayaba el tema de la identidad, el doble y el libre albedrío, pero no importaba demasiado: después de todo, la franquicia había caído en manos de Jean-Pierre Jeunet, tras haber pasado nada menos que por las de Ridley Scott, James Cameron y David Fincher (Jeunet, por su parte, iba a terminar filmando Amélie). Pero el regreso de Scott con Prometeo y ahora con Covenant es otra cosa.
Creador sofisticado y elegante que desaparece bajo la máscara del artesano, Scott, por alguna razón incomprensible, encauza la serie hacia una ciencia-ficción morosa y grave que gusta de los grandes temas. Todo puede resumirse en un cambio de escala: el nervio físico y el horror, señas inconfundibles de la serie Alien, dan paso a una solemnidad de ribetes metafísicos; la aparición del monstruo es un espectáculo secundario, el suplemento que motoriza los diálogos altisonantes sobre la vida y la creación. La primera parte cuenta la travesía de una nave que viaja a un planeta desconocido para establecer una colonia humana: Scott demuestra que es un narrador hábil capaz de trazar relaciones y conflictos al interior de un grupo en cuestión de segundos. Lo que sigue, con una parte de la tripulación en la superficie del planeta, es el punto fuerte de la película: la exploración de un mundo nuevo y la insinuación de un peligro terrible resultan fascinantes, como si el cine se hubiera inventado para filmar esa clase de cosas. Pero el misterio se disipa rápido y la película cambia el suspenso por una trama acerca de los la tragedia y la soledad de la creación que tiene como protagonistas excluyentes a dos robots interpretados por Michael Fassbender (como si no alcanzara con verlo actuar un solo papel). En medio de disquisiciones decimonónicas que incluyen menciones a Byron y a Shelley, los demás personajes pierden importancia y mueren como moscas sin llamar demasiado la atención. El monstruo, recurso último que las primeras películas economizaban sabiamente (salvo por la Aliens de Cameron, tal vez), acá se ve enseguida y mucho. La gran amenaza ya no es una criatura espacial asesina, sino un androide aburrido y con ínfulas de esteta que tiene el tiempo suficiente para jugar a ser un dios. El contexto tecnológico desaparece en el escenario más bien primitivo de las ruinas de una civilización extraterrestre: el guion lanza a los protagonistas a un tiempo originario en el que parecen reverberar mejor las dudas que aquejan al androide aprendiz de demiurgo que compone Fassbender. Todo va bien hasta que la película decide liquidar cualquier forma de intriga y opta por la seriedad. También hay una oposición entre ciencia y religión que no termina de explotarse y cada tanto se escucha o se habla de Wagner. Como todo buen narrador, Scott brilla cuando formula preguntas y aburre soberanamente cuando trata de dar respuestas.