Alien vive
Alien: Covenant (2017) es la secuela de Prometeo (2012), ambas son una suerte de precuela de Alien, el Octavo Pasajero (Alien, 1979). Las tres, dirigidas por el inglés Ridley Scott, y se nota en comparación el estilo de este director, cuya carrera se encaminó -en un principio- como disruptiva, dispuesta a construirse en base a la vanguardia y al género, mancomunados. La primera de todas las películas de la saga Alien dejó una huella indeleble en el cine de ciencia ficción que buscaba escaparte a la etiqueta “clase B” para pertenecer a un status artístico más serio, según los cánones. Casi cuatro décadas más tarde, un nuevo eslabón en la franquicia tiene pocas probabilidades de mostrarse con el mismo tenor de quiebre, en comparación a ese film iniciático de 1979. Alien: Covenant busca pisar terreno firme, repite la estructura narrativa de una nave que desvía su curso por una situación extraordinaria, en este caso perece el capitán (James Franco en un cameo extraño) debido a una falla en el sistema de hipersueño por lo que el resto de la tripulación se debate si continuar el largo curso planificado (siete años) hasta llegar a un nuevo planeta llamado Origae-6, donde se espera construir una colonia. Cada tripulante está relacionado sentimentalmente con otro, lo cual afecta dramáticamente las decisiones, generadoras de acontecimientos para la trama, en especial cuando aparece un planeta más cercano pero desconocido que podría ser funcional a los objetivos de colonización.
Michael Fassbender reinterpreta a un “sintético” pero con otro nombre: aquí es Walter, pero su versión anterior (David) aparece como sobreviviente de la expedición de Prometeo. La avanzada tecnológica siempre apareció en la saga de manera ambigua, al menos para poner en crisis las ambiciones humanas con respecto a búsquedas que escapan la explicación lógica, una premisa puesta sobre la mesa en el prólogo de esta historia, la cual se queda en un debate filosófico tenue sin demasiado grosor. Los mayores problemas de Alien: Covenant están en la sobre explicación de los puntos grises de la saga, en especial cuando quiere unir todos los puntos de los hechos transcurridos entre el film anterior y este, y la sustancia de esas explicaciones surgen como conceptos teológicos y filosóficos que carecen de profundidad, porque el mayor déficit se halla en el cómo, en la atmósfera de seriedad que se le imposta a los diálogos de los personajes, en especial a los de Walter y David.
Las virtudes de Scott como un viejo lobo del cine industrial aparecen en las secuencias de acción, tensión y de algunas pizcas de terror. Hay en una escena particular una excelente recreación del espíritu slasher de los ‘80; desde la puesta de cámara, el montaje y el gore desmesurado. Un director que a sus casi 80 años decide apostar por un cruce entre la tradición de una franquicia (a la que le dio vida) y la innovación en su cine, adosándole a su estilo una impronta a contracorriente de la urgencia mainstream, por ejemplo al armar una diégesis con un eje de acción más propio de varias décadas atrás, sin apurarse en la presentación de personajes, objetivos y demás elementos argumentales. Es así que, si bien la saga no progresa hacia delante, deja espacio para expandirse y repensar el cine industrial. Para que profese, al menos, ligeras variaciones en búsqueda de la innovación en algún aspecto, en algún rasgo genérico o simplemente en los modos de hacer sin pertenecer necesariamente a un rebaño dominado exclusivamente por los intereses económicos. Los viejitos como el propio Scott, Scorsese y George Miller aparecen como los directores más audaces de la industria, liderando un camino que por ahora pocos deciden tomar.