Ahora el monstruo es la octava plaga.
Con unos colonos que buscan una suerte de nueva “tierra prometida”, Ridley Scott relega al monstruo al rol de un instrumento del mal.
El regreso de Ridley Scott a la saga Alien no podía ser más potente. Luego de la mínima desviación que representó Prometeo (2012), también dirigida por él, en Alien: Covenant la mesa simbólica vuelve a estar bien servida. Es cierto que puede considerarse a Covenant una sucesión de momentos que ya han sido parte de los capítulos previos, dándole un aire de remake indirecta. Sin embargo, su punto de partida permite un nuevo canal de lectura, al incorporar muchos elementos provenientes del relato religioso. De hecho, los protagonistas ahora son un grupo de colonos que se dirigen a un planeta distante, de características similares a la Tierra, en donde esperan darle un nuevo destino a la humanidad. Cualquier similitud con el mito de la “Tierra prometida” no es mera coincidencia.
Pero esta vez el monstruo juega un rol, sino secundario, al menos subalterno como instrumento del mal y el horror. Si al comienzo de la saga su presencia era percibida como pura irracionalidad (pura pulsión, podría decirse si uno se pusiera psicoanalítico), para pasar a exhibir cierta inteligencia e incluso a demostrar una innegable capacidad para la construcción de un estructura proto social (uno de los grandes aportes que James Cameron le hizo a la serie en su segundo episodio), esta vez la criatura aparece por primera vez subsumida a un orden superior que remite a la idea de lo divino, concepto que la película propone ya desde su escena inicial. En ella, el robot David descubre la ventaja que una conciencia artificial tiene sobre el elemento humano. Una diferencia básica en el vínculo que una y otra establecen respecto del conocimiento, porque mientras el cíborg conoce a su creador cara a cara (el ingeniero que lo diseñó), el hombre ignora todo en cuanto a su origen. Con lógica incuestionable, la inteligencia artificial detecta en ese déficit una debilidad estructural que, a diferencia de la relación amo-esclavo que lo liga a su creador, la coloca a ella en el primer escalón de la pirámide universal.
A partir de eso y siguiendo el mismo patrón lógico, David concluye que toda debilidad constituye una anomalía que debe ser eliminada en pos de alcanzar el ideal de perfección en que se cimenta siempre el concepto de lo divino. Y en tanto debilidad, esa ignorancia se convierte en indeseable. Un razonamiento que por un lado se acerca al fascismo, pero también a la idea de un Dios arrasador que no duda en destruir a sus criaturas falibles, ya sea con un diluvio, una lluvia de fuego o a través de siete plagas exterminadoras.
David representa esa voluntad divina que relega al monstruo a ocupar el lugar de la plaga, un instrumento de aniquilación de todo lo que es indeseable. En ese carácter se concreta además una vieja intención de varios personajes de la saga, la de convertir a la criatura en un arma biológica perfecta. Si la primera película fue rebautizada acá como El octavo pasajero, en referencia a la inesperada presencia del monstruo en una nave con siete tripulantes, aquí se lo podría considerar como la octava plaga, la definitiva, enviada para acabar de raíz con el problema de erradicar a aquellos a quienes se considera impuros. Una nueva solución final instrumentada por un nuevo ideal de superhombre, más superhombre que nunca.
A diferencia de otras deidades, capaces de usar en beneficio propio el dispositivo carnal de sus criaturas para reproducirse –algo de lo que se valieron desde Zeus y los suyos hasta el propio dios cristiano–, David es un dios estéril, impotente e incluso castrado, ya que no hay ninguna razón para que un androide tenga aparato reproductor. Por lo tanto, David no sólo es incapaz de reproducirse sino tan siquiera de consumar el acto, como queda claro en alguna escena cercana al desenlace de la historia. Quizás ahí se encuentre el núcleo duro de su perfección borgeana, ya que, a diferencia de los abominables espejos y de la cópula, David no sólo se encuentra incapacitado para reproducir lo humano, sino que puede convertirse en el hacedor de su exterminio. Es ahí cuando el rol simbólico de falo desencadenado, para aprovechar las oportunas palabras que alguna vez usó el escritor Elvio Gandolfo para describirla, vuelve a recaer sobre esta criatura históricamente fálica, digna de su creador, el hipergenital artista plástico suizo H.R. Giger. Un gran consolador del cual se sirve este diosecito capado para concretar las penetraciones que, como suele ocurrir con los que alardean de superhombres, él mismo no es capaz de realizar