El bicho está domesticado
El nuevo filme de la saga revela cómo nace la célebre criatura en un relato desaforado que deshonra el nombre de Ridley Scott.
La escena inaugural es auspiciosa y desprende partículas de ciencia ficción dura: el androide David despierta en una habitación blanca y minimalista y conoce a su creador, con quien mantendrá un diálogo sobre los orígenes y la conciencia. Habrá lamentos sobre la condición humana y antes de que aparezcan los títulos nos educarán con tres citas a artistas clásicos: Miguel Ángel, Piero Della Francesca y Wagner. Si bien los clichés son extremos, la escena se carga de un dramatismo intelectual que recuerda a ciertos diálogos de Blade Runner.
Pero el prólogo funciona como la última bocanada de aire antes de sumergirse en un pantano de banalidades. Del ambiente inmaculado pasamos a las penumbras de la nave colonizadora Covenant, que transporta humanos y fetos hacia un planeta llamado Origae-6. Por percances típicamente galácticos, la nave altera su destino y aterriza en otro planeta que alberga los gérmenes de la criatura.
Alien: Covenant busca ser la continuación cronológica de Prometeo y el nexo a la obra maestra de 1979. Su gancho de marketing consiste en develar los orígenes del monstruo, una decisión conceptual que acabará desacralizándolo en lugar de complejizarlo, porque uno de los rasgos más atractivos del bicho era esa su descontrol libidinoso, esa rabia inexplicable y asesina. Darle un propósito lo debilita, lo convierte en el burdo vehículo de una intriga cortesana. Alien justificó su existencia en la demencia pictórica; esa cabeza ovalada, babosa y castradora era excusa suficiente para ponerlo en pantalla.
Además de este error de base, sorprende lo disperso que se muestra Ridley Scott para tomar decisiones formales (hay una cámara subjetiva insólita y un flashback seudocómico), y hasta para darle identidad al relato. A lo largo del metraje uno tiene la sensación de estar brincando entre diversas películas del género sin descubrir qué obsesión guía a ésta más allá de su ramplona cadena de acción.
Asoma una mirada de autor en ciertas escenas exóticas, sobre todo aquellas en donde Michael Fassbender diserta consigo mismo. También hay ingenio plástico en algunos decorados y en el diseño perturbador de unos prototipos humanoides de aliens, pero estas insinuaciones quedan sofocadas por una aventura selvática en donde los astronautas afrontan peligros con la misma madurez que un grupo de adolescentes.
Alien: Covenant termina siendo un apéndice innecesario, una obra de relleno que Ridley Scott firma por caridad curricular pero que podría haber sido ejecutada por cualquiera. Esta explotación revela que el único que amó verdaderamente al bicho fue su creador H.R. Giger.