Texto publicado en edición impresa.
La amnesia se ha institucionalizado en Hollywood para que cualquier personaje icónico reencarne tantas veces como sea necesario hasta dar con el elegido. Hombres Arañas, Guasones, Alicias; Hollywood se parece más un laboratorio de clonación que de curiosidad artística. La renovación molecular esta vez le concierne al doctor John Dolittle, interpretado en la década de 1990 por Eddie Murphy en tono sitcom. El cambio es drástico no sólo por una reubicación de época: el Dolittle de Robert Dowey Jr. queda emparentado en gestualidad con Johnny Deep, aunque en una dosis contenida y soportable. Más allá de la frustración natural por esta manía recicladora, de ningún modo podría afirmarse que el reboot de Dolittle no funciona. Cada elemento estético y narrativo está en el momento y lugar exacto, como una orquesta que elige un repertorio conservador pero lo ejecuta de manera magistral. En todo caso, podría objetarse carencia de originalidad en su esquema macroscópico, sin embargo en sus detalles Dolittle ofrece una gracia por momentos absurda y osada. El epicentro de seducción vibra en el conjunto de animales que acompaña a Robert Dowey Jr.: una fauna que adopta roles sociales estereotipados. Su director, Stephen Gaghanno, no se avergüenza ante la obviedad, por el contrario, usa los clichés con picardía, dibujando una sátira cosmopolita en donde cada raza y cultura se condensa en algún animal. La interacción de estos personajes resulta en extremo divertida, con líneas de diálogo finas y veloces. Claro que la fauna cosmopolita concierne a un nivel secundario (es hasta inexplicable cómo los guionistas apostaron todo al chiste sociológico), si observamos de lejos encontramos una película básica y simplificada, narrada con solvencia y un notable sentido del ritmo, pero sin disrupción alguna. Hay, no obstante, algo sospechoso en este diseño de producción, una suerte de autoconciencia de estructura precaria que desvía la atención en la creatividad visual y su correspondiente buen uso del efecto especial. Más datos desconcertantes: las voces de los animales, para quien se bendiga viendo la versión subtitulada, quedan a cargo de Emma Thompson, Rami Malek, Tom Holland, Selena Gomez, Ralph Fiennes y Marion Cotillard, entre otros, y la música es delegada a Danny Elfman, un goloso del burlesque. Todo parece indicar que Dolittle reclama su éxito en una constelación de detalles atinados que se rehúsa a ser la sumatoria de sus partes. Sí: entretiene y agrada. Sí: se olvida a la brevedad. La película lo sabe y guiña un ojo.
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Mala. El ascenso de Skywalker es una película mala. Esto no debería importar demasiado: la seducción de Star Wars siempre gravitó en la apropiación que los fans hicieron del folklore galáctico a lo largo de cuatro décadas. El universo de George Lucas se convirtió en una subcultura que múltiples industrias (videojuegos, series, cómics, merchandising) alimentaron bajo un oportunismo legítimo. El problema concierne a la dificultad del visionado: la película es incomprensible, carece de orden, cada escena busca su propio virtuosismo sin la menor percepción del conjunto. Es como si J. J. Abrams no hubiese filmado con un guion, sino con una lista de supermercado: los clips están destinados a funcionar en YouTube para la posteridad. Son átomos inspirados en Star Wars sin concatenación dramática. El espectador transita dos horas y media con el ceño fruncido: ¿por qué está pasando esto?, ¿de dónde salió este personaje?, ¿cómo llegamos acá? En los ocho episodios anteriores podíamos apreciar altibajos de calidad, pero jamás un carácter esquizofrénico. J. J. Abrams no cuenta una historia: divaga entre íconos. Más que medir la calidad cinematográfica, uno debe escuchar con extrema atención el relato de un loco. El desafío es entender por qué se produjo tal desatino en lo que debió ser una fiesta planetaria. Sabemos que J. J. Abrams es un narrador prolijo, con astucia plástica y algunas ideas para la puesta. La intención narrativa de Disney se vislumbraba con claridad en El despertar de la fuerza: una fusión entre remake y reboot tomando como referente a la trilogía original. El despertar de la fuerza era una película simple, pero simpática e inobjetable. A J .J. Abrams se lo veía cómodo como vocero del fan-fiction. Hasta que llegó Rian Johnson con su energía hereje y filmó Los últimos jedis, obra que se animó a romper con los automatismos de la saga y a dotar a la historia de complejidad psicológica (la tensión erótica entre Kylo y Rey era fascinante) y de una sofisticación narrativa inédita: por primera vez, un episodio se pensaba como una persecución en tiempo real. J. J. Abrams busca volver al plan inicial de remake y reboot, pero bajo un desbarajuste sináptico. El ascenso de Skywalker es una negación histérica de Los últimos jedis: desconoce la densidad dramática, pero no tiene otra alternativa que continuar con el orden de acontecimientos. La evolución propuesta por Rian Johnson es rechazada por J. J. Abrams. Ni siquiera estamos ante una guerra dialéctica, se trata de una negación caprichosa. Por eso el visionado es confuso: J. J. Abrams retoma a sus personajes tal como los dejó en El despertar de la fuerza, empeñándose por reinventar con un vértigo cinematográfico absurdo un nuevo plan narrativo. ¿Y el final agónico de Los últimos jedis, en el que un puñado de sobrevivientes de la resistencia quedaba a la deriva? ¿Y el poderío militar de la Nueva Orden? ¿Y el lazo ambiguo entre Kylo y Rey? Todo parece comenzar de cero bajo un pensamiento mágico que crea subtramas imposibles, varias rompiendo la barrera del ridículo, como el impeachment que se autoejecuta el líder de una secta. La desesperación por aglutinar la totalidad de elementos de Star Wars termina en una malformación que hasta traiciona la filosofía de la saga. Esa idea del balance se simplifica bajo fórmulas que eliminan matices. Los fálicos sables láser, las líneas geniales de C3PO y los leitmotivs de John Williams crean la ilusión de estar ante un producto puro y duro de Star Wars. Pero es sólo eso: una ilusión que al desvanecerse nos deja huérfanos de épica.
Rian Johnson se revela como un guionista endiablado, gozando cada línea de diálogo y proyectándola en su mente de director. Excluyendo a cineastas de impronta que jamás delegan sus guiones, pocas veces puede apreciarse esta sagrada comunión entre escritura y puesta en escena. Cohesión estética que le da cintura a Rian Johnson para apropiarse del género y ubicarlo en la delgada línea entre la parodia y el cliché. Esta rebeldía oscilante ya había sido aplicada en Star Wars: The Last Jedi bajo un esquema narrativo que rompía los automatismos de la saga. Desprendido del universo Star Wars, Rian Jonhson parece fortalecido por la disconformidad de los fans. Entre navajas y secretos no es una película asustada, al contrario, está llena de experimentación y ludopatía. Parte de este brío es deudor de su elenco, actuando bajo una misma frecuencia caricaturesca con reminiscencias al cine de Wes Anderson. Las escenas corales, sobre todo cuando las pasiones se desbordan, son una fuente loca escupiendo talento. El gran mérito de Rian Johnson consiste en pergeñar una trama enroscada hasta lo absurdo y mantener una narrativa limpia. La métrica del montaje debería ser objeto de estudio: los vaivenes en el tiempo no marean, las ueltas de tuerca se descontrolan pero no debilitan el interés y hasta la pieza más deforme encaja. Entre navajas y secretos también puede leerse como una réplica a la adaptación del 2017 de Muerte en el Expreso de Oriente, atada en demasía al clásico literario, sin exabruptos. Aquí Rian Johnson entrega una película fresca que hará feliz tanto al entusiasta de las películas de misterio como al que ya se cansó de las películas de misterio.
Mérito extraordinario: el bromista por excelencia de la cultura pop no produce risa. Y no es que exista una sobredosis de solemnidad en esta adaptación de Todd Phillips; el humor está enterrado y se vislumbra su reverso amargo. Lo cómico aquí es lo inevitable, concepción básica de la tragedia: saber que Arthur Fleck, pese a luchar con toda sus fuerzas, está predestinado a ser el Guasón. La película es un rompecabezas con piezas de angustia que una vez completado expone su broma maestra: el retrato de Arthur fue el de un hombre bueno, compasivo y sufrido, que supo distinguir el bien del mal, pero que en su accionar derivó en un monstruo. Guasón nunca hace reír, fuerza la sonrisa pese a que nuestros ojos desborden de melancolía. Como ese pequeño Bruce Wayne obligado a estirar sus labios, aunque nada del número cómico le haga gracia. Si Guasón parece encaminada a convertirse en un hito cultural es porque sabe comulgar con la cinefilia y con las ciencias humanas. Mientras homenajea al cine de la década de 1970 en sus modales, desde lo conceptual traza una cartografía que abarca la psiquiatría, la política, el espectáculo, la sociología, la filosofía y quién sabe cuántas disciplinas más. Película diseñada para estudiarse, multifacética, amoldable a papers académicos. Existen, sin embargo, dos componentes que la redimen: su grandiosa sensibilidad y su alucinante atrevimiento. Cada vez que el guion se torna programático, Joaquin Phoenix suprime la obviedad imponiendo su cuerpo como poesía contaminante. Cada decisión de cámara cae bajo el encanto siniestro de Phoenix. Guasón es un cine epidérmico, capaz de transmitir texturas, temperaturas y formas. Cuando la cadena causa-efecto amenaza con entorpecer el espíritu del filme, Todd Phillips apuesta por la atmósfera, aprovecha ese mapa sensorial que ofrenda el actor. Miradas colapsadas, convulsiones risueñas, gestos espasmódicos; exageraciones que Phoenix, cual experto alquimista, convierte en sutilezas. Afortunadamente, no todo es mórbido: a este cuerpo nervioso se le contrapone un cuerpo armónico que en arrebatos místicos baila una suerte de danza contemporánea. Arthur en estas escenas comunica una felicidad que jamás podrá comunicar con palabras. Un contraste tristemente luminoso. La osadía de la película concierne al campo político. Su mensaje es incendiario, provocador a ultranza. Arthur se define como apolítico, pero en contra de su voluntad se transforma en ícono de una revuelta. La desesperación por encontrar una identidad dentro de su psiquis fragmentada lo priva de entender que la identidad también se halla escondida en el tejido social. Guasón, símbolo del descontento, no será un fenómeno aislado de Arthur, individuo marginal y torturado. Esta revelación llega como un mensaje redentor en la instancia neurálgica del filme y dispara la polémica: ¿el crimen es la última chance de reivindicación social cuando el dolor moral se torna insufrible? Lo psicopatológico y la ruptura del contrato social son dos esferas que se ensamblan. En Guasón el terror emerge como desfiguración de la bondad y de la alegría, como el abismo de ambas instancias. Podría decirse que el Guasón de Phoenix es la antítesis del Guasón de Ledger: mientras este último era la ausencia del sentido, aquí estamos ante la inevitabilidad de un pasado histórico. "¿Cuál es el chiste?", le preguntan a Arthur ante uno de sus ataques de risa. "No lo entenderías", responde. Porque lo incomprensible de Guasón, lo profundamente incomprensible y desesperanzador, es que un villano sepa amar y bailar.
Hay esquemas narrativos irresistibles: la confrontación de un hijo contra su padre para asesinarlo simbólicamente es uno de ellos. En Ad Astra, el director James Gray incorpora la fórmula con atrevimiento: la travesía terapéutica recorrerá nuestro sistema solar a modo de vía crucis, usando los planetas de estaciones, y el plan para llegar a la cura carecerá de disimulo, hasta se podría decir que es un trazado caricaturesco: Brad Pitt es un astronauta hijo de otro que es una leyenda, Tommy Lee Jones. El hijo admira al padre (o al relato que una corporación espacial hace de él) pero también lo siente como una amenaza de aquello en lo que podría convertirse, sobre todo cuando empiecen a revelarse detalles de lo que sucedió con una nave varada en Neptuno, especie de estrella de la muerte apuntando hacia la Tierra. Aunque esto suene traviesamente parecido a Star Wars, Ad Astra se ubica a años luz. La distancia queda marcada por la forma del filme: parca, cansina, anestesiada. James Gray tampoco pierde oportunidad para estampar su imaginario del espacio, enfatizando el manejo de texturas, colores, transiciones (los flashbacks terrícolas manejan una suciedad y un grano divinos) junto a un diseño sonoro meticuloso. Esta búsqueda alcanza su cenit durante una persecución lunar. Secuencia vertiginosa y flotante en donde el vacío acústico apuntala la bestialidad de cada golpe en seco. Ad Astra es ciencia ficción mestiza, con un existencialismo remanido (la voz en off, lamentablemente, subraya y empobrece), pero que tampoco se priva de cierta espectacularidad. El vaivén está regulado y James Gray, por decirlo de algún modo, le gana al estudio: la identidad audiovisual devora la intensión aventurera. Si los personajes de Gray se caracterizan por tapar chorros de angustia con entereza (el arqueólogo en The Lost City Of Z, la prostituta en The Inmigrant, el esquizofrénico en Two Lovers–, aquí Brad Pitt se alza como el personaje jamesgrayceano paradigmático: voltaje de tristeza en aumento sin caer jamás en la pantomima melodramática. Su cura excluye la catarsis, los gritos en el espacio son sordos. El trabajo de Pitt se potencia ante las imposiciones del director, la confección apolínea del actor calza excelente en este entramado psicológico y bastará una lágrima solitaria para estremecernos. Esto habla, también, de una madurez actoral. Odisea espacial atípica, emparentada con Gravedad, de Cuarón, por su linealidad in crescendo, pero también obsesionada con el desovillado mental, acercándola más a El primer hombre en la luna, la subvalorada película de Damien Chazelle. Ad Astra predica que en un futuro cercano seguiremos abrochados al diván freudiano. El espacio se transforma en un purgatorio que nos devolverá a la tierra un poco menos extraterrestres, ¿un poco más felices por ser humanos?
Hay formatos que no resisten traspasos, que fueron diseñados para determinados soportes y allí anclaron tanto su identidad como su razón de ser. La serie de Nickelodeon, Dora, la exploradora, establecía un público infantil comprometido; sus narrativas se ajustaban a una intención pedagógica e inclusive aplicaban un ilusorio menú interactivo, como si al mirar el dibujo estuviésemos ante un ordenador cliqueando opciones. Dora, la exploradora supo nutrirse de una franja etaria de entre 2 a 7 años –exceptuando adultos que disfrutaron a Dora usando de coartada a sus hijos–, por ende es sospechoso que un dibujo animado de estas características obtenga su live action. Claro que puede trasladarse a formato fílmico productos como Peppa Pig o Los Teletubbies, pero a condición de entender que no será posible respetar el ADN, que estos productos celebrados en televisión deberán deformarse para alcanzar algún tipo de dignidad en la pantalla grande. A este acertijo de formatos se enfrenta Dora y la ciudad perdida, sin lograr resolverlo en lo más mínimo. Quiere ser una película de aventuras y de iniciación pero también quiere mantener los tics de Dora, la exploradora. La mutación es abominable: lo naïf del dibujo sobrevive como una protuberancia dentro de una cadena de escenas de acción. De repente Dora, en medio de la jungla, se pone a cantar y le enseña a una amiga a hacer "popi" cavando un pozo; inmediatamente después reciben el ataque de una tribu guerrera. Estas oscilaciones son constantes y provocan un profundo estupor. James Bobin, su director, parece conciente del problema e inserta algunos chistes metatextuales que pretenden exponer lo ridículo del ensamble. Su osadía se queda corta, afectada de timidez, limitada a diálogos sueltos que cuestionan por qué Dora mira a cámara o sobreactúa con voz chillona. Existe una secuencia que intenta arrastrar la película hacia otra dimensión, una diferente a la de esta Indiana Jones para principiantes, y que involucra toxinas alucinógenas. Los personajes quedan tan drogados que se perciben como animaciones y piensan del mismo modo que lo hacían en la serie animada. El contraste es tan eficaz e inspirado que puede leerse como una autocrítica: ¿qué posibilidad teníamos nosotros, los realizadores, de hacer una película decente de Dora, la exploradora atados a las bajadas de marketing? Además de todas estas inexactitudes estéticas, Dora y la ciudad perdida se enfrenta a una disputa de público: mucho gag físico y animales en CGI para los más chicos (está el mono Botas y el zorro Swiper), sitcom de secundario para los adolescentes y un apelotonamiento de secuencias de acción para mantener despiertos a los adultos. Si este collage resulta desalentador, sugerimos quedarse hasta los créditos, en donde se dispara la última bala con un videoclip de reggaetón.
A medida que se suceden los estrenos la pregunta rebota con más insistencia: ¿para qué repetir las mismas historias con otra genética visual? La respuesta abruma por lo ruin y obvia: por un cálculo de marketing que absorbe a dos generaciones. A través de un conductismo nostálgico se borra la asimetría entre el adulto y el niño. Habría que pensar el live actioncomo un período histórico del cine, parasitario tanto de la animación como de avances tecnológicos que permiten darle estatuto “real” a cualquier cosa. ¿Pero cuánto tiempo le queda al fenómeno? O planteado en otros términos: ¿cuántas películas animadas restan en el depósito de Disney? Se acerca Mulán, se prepara La Sirenita, parece inevitable El Jorobado de Notre Dame, quizás Hércules. Y listo: el furor animado de la década de 1990 se clausura con la llegada deDinosaurio en el año 2000. La remake de El Rey León tiene puntos en común con esa obra bisagra: sobre la concreción de un paisaje se insertan seres digitales. Camuflaje total o supresión exitosa de la ambigüedad. No obstante, en el primer caso unas especies extintas volvían a habitar el planeta tierra gracias al prodigio del CGI; en ese entonces el germen tecnológico iba de la mano con el concepto: posibilitar lo estrictamente imposible. En El Rey León 2019, la técnica de realidad auténtica yuxtapuesta a otra fingida parece disimular la impotencia de amaestrar a la sabana africana. Los primeros minutos de película producen algo inesperado, una demolición emocional. No por la melodía de El ciclo sin fin, sino por la destreza de recrear la peregrinación de los animales como si fuese un documental de National Geographic. Es el único momento auténtico de Jon Favreau: encuadra buscando una belleza descriptiva, la mímesis de los animales entra en un orden poético que inmediatamente se astilla al enfrentarse con un guión pensado para personajes bisimensionales. El Simba del 1994 es una caricatura como Belle y Aladdín, y una caricatura lo sigue siendo represente a un humano o no: basta que sea funcional al mundo alegórico para el que fue creado. Escuchar las líneas de 1994 en boca de un león o de un jabalí sin que jamás pierdan su carácter de león o jabalí es contraproducente para lograr determinada empatía. La naturaleza seca y potente que desea Favreau es indiferente ante la floritura shakespereana. Las peripecias de los personajes no conectan con sus texturas, los estados emocionales no se impregnan en las facciones. El pelícano Zazu es un ejemplo clave: su neurosis se desprende de sus parlamentos pero jamás de su forma visual. ¿Era posible narrar la historia de El Rey León con la austeridad de un documental? Permitir que los animales sientan como animales y evitar este absurdo antropomórfico. ¿O si en lugar de copiar y pegar el clásico animado se hubiese buscado una reinvención narrativa acorde al hiperrealismo? Un Rey León tan descarnado como el entorno en el que fue filmado. Resulta curioso que no veamos ni una gota de sangre y que se omitan los genitales de los animales machos, buscando una calificación ATP discordante con la ferocidad pictórica. Ya existe una versión para todo público de esta historia y es una obra maestra, hagan que al menos estas remakes atraigan por su herejía.
Una nueva película de Toy Story generaba desconfianza: ¿por qué reabrir una saga que en su tercera entrega alcanzó el pico máximo de coherencia? Andy regalándole sus juguetes a Bonnie para que estos continúen un legado suprimía ese miedo histórico al olvido. La trilogía proponía variaciones del mismo fantasma en escalas de gravedad: dejar de ser el favorito, petrificarse como objeto de colección, terminar siendo un desecho. Un nuevo niño adoptando los juguetes exorcizaba el fantasma y postulaba la sabiduría de lo cíclico. Se proponía el traspaso como forma de cambio y continuidad para personajes que debían lidiar con una eternidad ajena a lo humano. Parte de la maestría de Pixar fue hacer coincidir una vida (la de Andy y la nuestra) con la cronología de los estrenos. Reflexión sobre el tiempo similar a la del cine de Richard Linklater, en donde los juguetes aprendían que cambiar de dueño no era una traición, sino una manera de intensificar esa lealtad por algo que los excedía: la finitud humana. ¿Qué propone Toy Story 4? Consciente de su encrucijada, la saga pergeñada por John Lasseter descentraliza a los humanos y se concentra en el sentimiento de comunidad que rige entre los juguetes. Los niños siguen presentes pero no como motivaciones inmediatas, sino como un Otro. Relegándolos a un deseo abstracto, los guionistas adoptan un sesgo existencial y piensan cómo los juguetes podrían carecer de propósito y tener que reinventarse. Ya no es el miedo al olvido lo transversal de la saga, sino la angustia ante la libertad. Hay aquí un verdadero giro copernicano en el espíritu de Toy Story: de la lealtad a una entidad suprema (el niño) nos trasladamos al trauma del individualismo flotante. Será el personaje de Forky quien condense en un primer momento este conflicto: un muñeco fabricado con basura. Es decir, un juguete hecho con lo que antaño simbolizaba la muerte. Forky es un pastiche que no entiende el mundo y debe descubrirlo desde cero para tomar decisiones. El personaje, además de cargar con la metáfora del filme, es descabelladamente gracioso. Cierta escena quizás pase desapercibida pero funciona como puente entre la trilogía y esta nueva obra: Woody y Forky caminan por la ruta, el trecho es largo y Woody le traspasa su historia. La comprensión del pasado y de la función de los juguetes activa en Forky una conciencia individual y colectiva. A partir de esa escena, Toy Story 4 no deja de cuestionar sus valores. Es por ello que ya no hay largas y grandilocuentes cruzadas como en las películas anteriores: todo se desarrolla a corta distancia, entre un parque de atracciones y una casa de antigüedades, dos espacios de consumo y elección: uno de experiencias y otro de nostalgias. Los juguetes de Toy Story 4 dejan de moverse en manada para encontrarse y desencontrarse y tejer microaventuras que de casualidad se sincronizan. Hasta la figura de los humanos queda disminuida: Woody usa a una niña para escapar de un peligro e inmediatamente la abandona; un dúo de nuevos personajes tiene la fantasía de romper el pacto de mostrarse inanimados, y el unicornio de felpa de Bonnie manifiesta el deseo de ver al padre de la niña en la cárcel. En apariencia, dinámica, humor y excelencia de animación, sigue siendo una película de Toy Story, pero en el fondo es algo distinto y rupturista, que pone en suspenso lo construido durante más de dos décadas. ¿Un canto a la libertad, un llamado a la desobediencia, el respeto ante el enemigo, la aceptación de la caducidad, una oda al neoliberalismo? Quizás sea todo esto junto sin orden de prioridad; eso explicaría por qué su desenlace es tan emotivo como incómodo, una transvaloración de todos los valores.