Si tres son multitud, seis son una ofensa.
El éxito (en términos económicos, claro) de la primera entrega cinematográfica de Alvin y las ardillas hizo que la aparición de una secuela sea inevitable: Alvin y las ardillas 2 continúa con su estética que cruza acción en vivo con animación digital (el trío de roedores está decentemente animado), referencias a la música pop bailable de origen yanqui (piensen en Christina Aguilera, The Jonas Brothers, Beyoncé, Britney Spears, Justin Timberlake, etc.) y un tufillo a conflictos superficiales adolescentes que se impregna sobre un contexto escolar y familiar demasiado repleto de lugares comunes: es evidente que los responsables de la ordinariez del asunto no hacen más que repetir una fórmula que no depara sorpresa alguna. Así, al humor de efímeros gags y de ciertos momentos de slapstick heredados del cartoon (y que parecen funcionar por obligación y no por un simple goce lúdico) se le suman personajes chatos que ni siquiera alcanzan el nivel de lo caricaturesco: Betty Thomas, mujer televisiva y realizadora que ya había demostrado su poca originalidad para hacer cine con un mero producto como Dr. Dolittle, confía demasiado en la presencia de actores como Zachary Levi y David Cross (este último, hay que decirlo, tiene su momento inigualable de gloria y patetismo durante el cierre del film). Estos dos señores, uno amigo y otro enemigo de los hermanos ardilla, concentran toda su energía en morisquetas varias captadas en primeros planos y en acciones tan tontas que hacen pensar en la protección de la salud mental de los menores que observan el despliegue de tal torpeza en pantalla.
Y al hablar de morisquetas, inevitablemente hay que mencionar a las ardillas estrellas del relato: antropomorfizadas al exceso, pero mucho menos simpáticas y emotivas que el ratón Stuart Little, las seis pequeñas criaturas (sí, porque a lo masculino de los “Chipmunks” se le suma la contrapartida femenina de las “Chipettes”: tres ardillas admiradoras de los Chipmunks que desean convertirse en estrellas de pop) no dudan en estallar sobre el escenario meneando sus colas durante coreografías varias que parecen extraídas de algún show televisado o videoclip, deteniendo la narración y haciendo que todo se resuma en una especie de muestreo de lo cool teen del asunto. Además, la representación estereotipada de los protagonistas no brinda libertad alguna. Allí están: Alvin, todo un winner, con la inicial de su nombre estampada en la remera (notorio indicio de la individualización y el egoísmo momentáneo que lo llevará al conflicto con sus hermanos y a un futuro arrepentimiento); Simon, con su madurez y sus lentes de intelectual (racional y aburrido a más no poder) y Theodore, con su traste pesado y sus emociones incontrolables que lo convierten, al menos, en la ardilla más abrazable de todas.
Habrá que admitir, también, que esa emoción alegre de los intérpretes animados se dispara, sobre todo, a través de sus cánticos. Todos magnificados por el tono agudo de sus voces que no temen destrozar varios tímpanos durante el proceso (horror: según datos, desde 1958 que lo vienen haciendo). De hecho, si hubo algo que me molestó particularmente, fue escuchar a Alvin y compañía ejecutando su versión del tema You Spin Me’ Round, un clásico de los ochenta del grupo inglés Dead or Alive. Mejor dejar a las ardillas bailar porque si de cantar se trata…