Ardillas y pocas nueces
Hubo un tiempo que fue hermoso y la inocencia era de verdad, al punto que permitía que los espectáculos infantiles le resultaran interesantes, atractivos y divertidos a chicos y chicas de una amplia franja de edad.
Los films “familiares” de Disney de la década del sesenta, por ejemplo, eran vistos por los chiquillos de 3 a 12 años, mientras que hoy apenas resistirían el límite de los 9.
Esa capacidad de sorpresa intacta, virgen de canales de cable, bombardeos de marketing, seducciones del merchandising y segmentaciones de targets, posibilitó que, en esos ingenuos años 60, causaran furor los discos con canciones de Alvin and the Chipmunks, en los que las voces pertenecían a su inventor, que al grabar movía la perillas de velocidad de la cinta, causando el efecto de los famosos tonos agudos. Y lo de “famosos” no es una exageración: dos hits lideraron el ranking americano durante varias semanas en 1958, ganaron premios Grammy y allanaron el camino para una serie televisiva de dibujitos animados en 1962.
Fast-forward a los años ochenta, cuando el hijo del creador de las ardillitas Alvin, Simon y Theodore, las resucitó y lanzó nuevas canciones y hasta una serie televisiva que introdujo a las Chipettes, un trío de ardillitas femeninas.
El cine las recibió al poco tiempo y todo siguió su camino sin sobresaltos. Ya eran verdaderos clásicos (de vocecitas irritantes, pero clásicos al fin) cuando de golpe dieron otro salto cuantitativo para llegar a una nueva generación y a más millones de dólares: un film de animación por computadora, con las ardillitas interactuando con actores.
Ésta es la segunda parte, donde la novedad es el arribo de las Chipettes a la pantalla grande, y poco más que eso. Actores torpes haciendo torpezas, prodigios técnicos que ya no son nuevos, unos pocos guiños musicales para los adultos, y un puñado de hits en versión aguda. Lo que se dice mucho ruido y pocas nueces.