Rock con identidad propia En Uruguay no hay estrellas de rock," dice en un momento el cantante Emiliano Brancciari, al comentar que pueden caminar tranquilos por la calle de su país, sin mayores interrupciones que algún pedido de foto. Ese espíritu sin exaltaciones desmedidas del ego y del divismo es una constante en la trayectoria del grupo No Te Va Gustar y también en su primer largometraje estrenado en cines, con dirección del argentino Gabriel Nicoli. El tono es tranquilo y sin veleidades técnicas, pero editado con buen gusto y un criterio acertado que no sólo sigue un orden cronológico de la grabación de su último álbum El calor del pleno invierno, sino que también toma por las astas al dilema de cómo encarar el drama de la trágica muerte del tecladista Marcel Curuchet en plena gira estadounidense. Porque el tema aparece ya en el primer minuto, con reflexiones genéricas de Brancciari sobre la muerte y la pérdida. Más adelante, claro, aparecen imágenes de unas horas previas al accidente de moto, y se refleja el duelo y el dolor interno sin golpes bajos y sin evitar el tema. También están omnipresentes la camaradería y el clima interno en momentos de suma concentración y trabajo creativo. Hay frases hilarantes (el planteo sobre una porción de tarta olvidada en un sofá), discusiones técnicas (los planos de saxo y trombón en el estudio) y muchos climas de melancolía (las despedidas y reencuentros con las familias). El documental gana en su buen gusto, sin grandes pretensiones ni veleidades de superproducción propias de estrellas de rock anglosajonas. No es Spinal Tap (aunque era una ficción) pero hay momentos de comic-relief. No es un Live at Hyde Park, aunque las escenas en vivo son impactantes. Y tampoco es un retrato oscuro como The Devil and Daniel Johnston. Por suerte, por posee identidad propia. El título de El verano siguiente hace alusión al largo año de trabajo que retrató Nicoli, arrancando desde el verano anterior y llegando hasta la presentación en vivo en Costanera Sur. O mejor dicho, hasta la dedicatoria final a Renzo Curuchet, que nació tras la muerte de su padre.
Al infinito y más, más allá El pretexto de un reestreno en 3D no sólo es una brillante excusa para volver a ver Toy Story en una pantalla grande, sino también una manera de comprobar que se trata de un auténtico clásico del cine, con una historia, un guión y una realización que no tienen nada que envidiarles a las películas con actores. Además, la experiencia de revivir con anteojitos de 3D las aventuras de Woddy y Buzz es asombrosa, tanto como uno podía esperar de Pixar/Disney con toda la tecnología actual. A casi quince años de su estreno original, Toy Story aún logra mantener en vilo la capacidad de atención de grandes y chicos, sin brecha generacional alguna ni deterioro por el paso del tiempo. Maduró como un buen vino o una canción clásica, sin atisbos de haber sido apenas una moda pasajera, como tantos otros films animados de la última década. Y esta visión en 3D provee con excelencia absoluta el agregado de una nueva dimensión, con una profundidad en los planos que va más allá del impacto de los elementos que “salen” de la pantalla, sobresaliendo en todas las escenas y sin perder detalle de la textura plástica de los juguetes. El universo de personajes creado por John Lasseter es tan real, tierno y entrañable como se recordaba. Ahora, para una nueva generación de chicos que jamás habían conocido la disputa de Woody y Buzz por el afecto de Andy, vuelven a la carga con toda la fuerza e impacto de la primera vez, para ir –tal como habían prometido– al universo y más allá.
Ardillas y pocas nueces Hubo un tiempo que fue hermoso y la inocencia era de verdad, al punto que permitía que los espectáculos infantiles le resultaran interesantes, atractivos y divertidos a chicos y chicas de una amplia franja de edad. Los films “familiares” de Disney de la década del sesenta, por ejemplo, eran vistos por los chiquillos de 3 a 12 años, mientras que hoy apenas resistirían el límite de los 9. Esa capacidad de sorpresa intacta, virgen de canales de cable, bombardeos de marketing, seducciones del merchandising y segmentaciones de targets, posibilitó que, en esos ingenuos años 60, causaran furor los discos con canciones de Alvin and the Chipmunks, en los que las voces pertenecían a su inventor, que al grabar movía la perillas de velocidad de la cinta, causando el efecto de los famosos tonos agudos. Y lo de “famosos” no es una exageración: dos hits lideraron el ranking americano durante varias semanas en 1958, ganaron premios Grammy y allanaron el camino para una serie televisiva de dibujitos animados en 1962. Fast-forward a los años ochenta, cuando el hijo del creador de las ardillitas Alvin, Simon y Theodore, las resucitó y lanzó nuevas canciones y hasta una serie televisiva que introdujo a las Chipettes, un trío de ardillitas femeninas. El cine las recibió al poco tiempo y todo siguió su camino sin sobresaltos. Ya eran verdaderos clásicos (de vocecitas irritantes, pero clásicos al fin) cuando de golpe dieron otro salto cuantitativo para llegar a una nueva generación y a más millones de dólares: un film de animación por computadora, con las ardillitas interactuando con actores. Ésta es la segunda parte, donde la novedad es el arribo de las Chipettes a la pantalla grande, y poco más que eso. Actores torpes haciendo torpezas, prodigios técnicos que ya no son nuevos, unos pocos guiños musicales para los adultos, y un puñado de hits en versión aguda. Lo que se dice mucho ruido y pocas nueces.