Tres estridentes ardillitas
Desde el nacimiento de la saga en 2007 hasta hoy se repite el entredicho: mientras la crítica despedaza a Alvin y las ardillas, el público le responde sin dobleces. El primer film recaudó cerca de 600 millones de dólares en todo el mundo. En Estados Unidos peleó palmo a palmo la taquilla con Soy leyenda, un gran hit de Will Smith. Las partes 2 y 3 recaudaron bien, pero menos que la inicial. Será un dato interesante lo que ocurra con este cuarto episodio que se acaba de estrenar en la Argentina. Porque la película, destinada en primera instancia al público infantil, está enteramente pensada como puerta de entrada al mundo de los productos tipo High School Musical, con star femenina incluida, una Bella Thorne que aparece en cuentagotas y se coloca pronto en el lugar de objeto de deseo. Bella fue una de las protagonistas de Shake It Up!, sitcom para adolescentes de Disney Channel que generó una agitada discusión pública por un chiste sobre la anorexia (Demi Lovato, que sufrió el trastorno durante años, fue de las más enérgicas polemistas).
El mundo que las corporaciones de medios americanas propulsan es claro: Alvin y las ardillas reproduce la lógica del hedonismo sin pausa y el consumo como horizonte con una trama en la que la gente vive en una rave permanente muy parecida a la de las publicidades de aperitivos. Es un universo de sentimientos básicos que, además, puede cambiar de dirección abruptamente, casi sin más justificaciones que reasegurar hasta el hartazgo la claridad de la trama. En el cómico viaje lleno de inconvenientes que protagonizan las ardillitas, el destino principal es Miami, la ciudad con la estética perfecta para los ideales de televisión pop. El cameo de John Waters reafirma el guiño al kitsch. El guión no se detiene en sutilezas, aunque se agradecería alguna, y tampoco funciona la siempre riesgosa relación entre el actor y la animación. No es sólo lo tecnológico lo que importa en ese vínculo. También es un desafío actoral interactuar con lo imaginario. Y el elenco, empezando por Jason Lee, no lo resuelve con eficacia, es de algún modo estridente, amplifica a las ya de por sí ruidosas ardillas especialistas en meterse en problemas. El éxito de esta saga tiene una historia curiosa: la resurrección de uno de los fenómenos de masividad más importantes de los 50 en los Estados Unidos. Ross Bagdasarian, un actor adicto al juego y al borde de la bancarrota que fue el pianista observado por James Stewart en La ventana indiscreta, de Hitchcock, tuvo una iluminación: probar suerte con la grabación de una canción insólita, "Witch Doctor", que presentara como detalle distintivo unas voces grabadas a una velocidad y reproducidas en otra, las vocecitas incluidas en ese lisérgico tema que dio pie al grupo imaginario Alvin and the Chipmunks, liderado por Bagdasarian, escondido entonces tras el seudónimo David Seville. El tema vendió un millón de copias y Liberty Records, casi en quiebra, se reacomodó. La de Bagdasarian es una historia modelo del gran sueño americano: después del boom de ese primer tema, el grupo con esas ardillas inventadas en un rapto poético se despachó con un single de 4,5 millones de copias vendidas, ganó tres Grammy, pasó por el programa de Ed Sullivan, fue bendecido por los Beatles y lo transformó en el dueño de una fortuna. La saga de Alvin usa el poder de la ficción para incentivar la creencia en ese publicitado modelo de autosuperación, pero sin descuidar la mirada estratégica sobre un público al que parece conocerle los gustos.