Al francés Mikhaël Hers le interesa explorar los procesos de duelo, en particular en los casos de muertes inesperadas. Lo hizo en su largometraje anterior, Ce sentiment de l’été (2015), y ahora vuelve sobre el tema en Amanda, donde el fallecimiento de una joven pone patas arriba la cotidianidad de quienes la sobreviven.
Como para subrayar la sensación de absurdo e injusticia de la situación, ambas películas transcurren en verano y quienes pierden la vida rondan la treintena. Calor, cielos azules, un espíritu vacacional de picnics, bermudas y bicicletas: el mensaje que da el mundo exterior es, más que nunca, contradictorio con la catástrofe anímica que están viviendo los personajes. Todo indica que el espectáculo debe continuar, pero ¿cómo?
El título bien podría haber sido David, porque el verdadero protagonista es el veinteañero que interpreta el ascendente Vincent Lacoste. Además de elaborar la ausencia de su hermana, este simpático tarambana debe hacerse cargo de su sobrina de siete años: todo gira en torno a sus dudas y miedos ante la súbita responsabilidad.
En un segundo plano hay otro temor, en este caso colectivo. Hers aborda la amenaza terrorista que pende sobre Europa desde un punto de vista íntimo, poniendo la lupa sobre un puñado de los miles de cataclismos individuales que provoca un atentado sobre la población civil.
Si esto no es un terrible dramón es porque se mantiene una prudente distancia del dolor, mostrando la belleza que el verano parisino y las relaciones humanas pueden entregar aun en las peores circunstancias. La cámara nos pasea por rincones poco retratados de una de las ciudades más filmadas del mundo y, en consonancia con el carácter del protagonista, cierta liviandad en el tono narrativo contrapesa la tragedia.
A la vez, esa distancia hace que la película sólo de a ratos logre comprometernos emocionalmente con el destino de sus criaturas: dentro de la tibieza general, la frialdad de la indiferencia termina predominando sobre el calor de la empatía.