Por fin aparece la sangre
Con la saga Crepúsculo pasa, por lo visto, lo mismo que con Las crónicas de Narnia. Tras una larga agonía de películas desabridas, la serie que inventó a los vampiros exangües despierta casi en tiempo de descuento, recuperando el sexo y la hemoglobina que les había drenado al género. Junto con ellos vienen la carga trágica, la densidad dramática, cierto arrojo visual incluso. Después de tanto colmillo tímido, de tanto guardarse para la noche de bodas, llega finalmente algún mordisco bien dado, la sangre del cuello y del desfloramiento, las temidas consecuencias del cruce entre Bella y bestia.
Consecuencias que hacen de esta primera parte de la última parte de Crepúsculo (o, más precisamente, de la segunda parte de la primera parte de la última parte) una suerte de El bebé de Rosemary en versión vampira, con un posible monstruo (o monstrua) creciendo en el vientre de la desdichada heroína. Con la diferencia de que lo que en el personaje de Mia Farrow era producto de una ingenuidad casi infantil, aquí lo es de un riesgo asumido.
Al final de la entrega anterior y en el colmo del sacrificio romántico, Bella (Kristen Stewart) había resuelto intercambiar fluidos con su amado Edward, chupasangre melanco (Robert Pattinson), aunque eso significara dejar de ser humana y devenir vampira. Claro que para llegar a ello hay que pasar, primero, por el casamiento: recuérdese que la autora de la saga es mormona y, por lo tanto, una puritana de aquéllas. Dividida en dos mitades bien diferenciadas, el comienzo de Amanecer despliega a pleno la iconografía romántica tradicional: preparativos de la boda, planos detalles de la broderie nupcial (no olvidar que las teenagers son el target primordial de la saga), la emoción de la mamá, el papá que la lleva del brazo al altar, fiesta, chismorreo de las amigas, sorpresiva aparición del tercero en discordia (Jake, hombre-lobo en esteroides) y la luna de miel en paradisíaca isla, mar afuera de la Bahía de Guanabara. Allí, lo romántico va dejando lugar a lo trágico: cuando el matrimonio se consume, Bella habrá dicho adiós a su condición humana, abrazando (l)una nueva, que vaya a saber dónde la lleva.
Todo indica que haber puesto la serie en manos de Bill Condon (guionista y director de la picantita Dioses y monstruos) trajo resultados beneficiosos. Sin llegar a subvertir el férreo régimen moral de la saga, Condon lo aliviana o contrapuntea. Inserta una sangrienta pesadilla en medio de los sueños románticos de Bella, jaspea la fiesta de bodas con un toque ácido de stand-up comedy y obliga a la heroína modosita a usar lencería ligeramente atrevida.
Ironiza, incluso, sobre el puritanismo imperante, cuando el recién casado no sólo se niega a concretar con la esposa, sino que hasta le cubre la colita, para que el espectador no ande viendo de más. Igual, lo mejor de Amanecer es su segunda mitad, cuando todos los personajes principales ven sus deseos enfrentados con sus lealtades. Mientras, la panza de Bella crece y ella se va convirtiendo en cadáver humano, devorada por su propio hijo.
Sí, claro, todo esto ocurre porque en esta saga el aborto está más prohibido que hasta el momento en Argentina. Pero hete aquí que –como es frecuente en cine o en cualquier otro arte– una postura ideológicamente viciada produce resultados dramáticos virtuosos: si Bella abortara no habría película. O la película que habría sería menos interesante. Aún con el handicap de unos vampiros tan blancos que parecen mimos de Plaza Francia y unos hombres-lobo tan mecánicos como en las anteriores, la decisión de la heroína y el buen pulso del director dan por resultado una tensión e intensidad que las cuatro previas no permitían ni sospechar. Teniendo en cuenta que Condon está también al frente de la segunda parte de la última parte, con estreno previsto justo para dentro de un año, pueden abrigarse esperanzas de que lo que empezó mal y siguió igual termine bien, por una vez en la vida.