No abortarás
Con la saga Crepúsculo me pasa lo mismo que con Harry Potter ó Transformers: son películas que no me gustan, que mantienen una regularidad en su factura y uno a esta altura no espera modificaciones, pero que tienen un público seguidor y muy amplio que en verdad no tiene ganas ni le interesa leer algo que hable en contra del producto. Son personas convencidas de que la obra en cuestión está muy bien y que no hay nada malo para decir. Entonces, me pregunto, ¿cuál es la necesidad de decir algo sobre estas películas si el público al que van destinadas no quiere leer nada y el que está afuera no lo leerá ni por curiosidad? Digamos que, antes que nada, hay un sentido de la sorpresa que uno debe mantener en alerta: de pronto, por qué no, como en Rápido y furioso puede haber películas mejores que otras. Siendo sinceros, en Crepúsculo esto no pasa y las películas se suceden con una llanura asombrosa, casi cortadas todas por la misma mano por más director que se cambie. Por lo tanto no habrá otra que hablar de aquello novedoso que pueda haber cuando la historia está llegando a su desenlace.
Como sabrán (si es que leyeron algo), la joven Bella y el vampiro Edward están a punto de casarse, lo que despierta -aún más- los celos del hombre lobo Jacob. El casamiento, en este caso, es una puerta para que los amantes tengan su primera experiencia sexual y para que de una santa vez el vampiro muerda a la joven y la convierta a su raza, algo que la chica viene exigiendo con una fruición incontenible. Hay algo notorio en esta cuarta parte (que en realidad es la primera parte del último capítulo, ya que el libro final se dividió en dos: ¡gracias Potter!), y es que por primera vez se nota la mano de un director tras las cámaras. Sin ser un genio del séptimo arte, al menos Bill Condon (de Dioses y monstruos) demuestra ser un socarrón: así se filtra algo de humor, alguna anomalía dentro de esta historia excesivamente lavada, y Condon se divierte un poco con la ridiculez del casamiento, con la sanata de la luna de miel y, gracias a sus inicios en el terror (dirigió Sister, sister y Candyman 2), sabe construir un mínimo clima en la última media hora, con un embarazo que tiene algunas aristas de El bebé de Rosemary. Incluso Condon abandona ese punk adolescente que siempre había musicalizado la saga y lleva los sonidos por otro lado.
El problema con Amanecer – Parte I, al igual que con toda la saga Crepúsculo, es que el material de base tiene un tinte conservador tan excesivo, que es casi imposible morigerar su espíritu sin traicionarlo (y una traición sería impensada en este orden de cosas de éxitos literarios/cinematográficos). Sabido es que la autora Stephenie Meyer es mormona y que, a través de vampiros y hombres lobo, trafica su moral, aunque ahora con una novedad: si hasta el momento la saga se había mostrado castradora al exceso, reprimida, ahora le suma un valor más: su carácter anti-abortista. Embarazada del vampiro, Bella comienza a albergar en su vientre un feto que la devora por dentro. Mientras todos creen que lo más saludable sería deshacerse del niño, incluso nosotros, que como espectadores nos espantamos un poco con el look demacrado de la embarazada esposa, la muchacha porta su panza con orgullo. No vamos a ahondar demasiado en qué ocurre, pero Condon filma esto en el límite de tolerancia que permite esta historia, y no está del todo mal: en cierta forma impacta, ayudado un poco por el trabajo de sonido. O al menos no está tan mal como el resto, con elipsis demasiado abruptas, momentos románticos de una ridiculez apabullante, chistes que no causan gracia y situaciones que generan risas involuntarias, escenas de acción mal resueltas y actuaciones de cartulina (excepción Kristen Stewart). Igualmente todo esto no debería sorprender ya que la saga nos tiene acostumbrados. Sólo nos queda imaginar -a quienes no leímos la novela-, qué otra cosa impugnará Meyer con su diatriba mormona, en el último capítulo.