Los films de la serie Crepúsculo a esta altura se han convertido en un fenómeno comercial, intrascendente para la historia del cine. Para bien o para mal, han vuelto a poner en el mapa de la cultura popular a los vampiros y los licántropos -vedados, hasta no mucho tiempo atrás, para algunos pocos fanáticos del cine de terror fantástico- pero en clave romántica. En los films anteriores, la joven humana (Bella Swan) debía decidirse entre el pálido (el inmortal Edaward) o el morocho (el peludo, CGI mediante, Jacob Black).
Establecida formalmente con Edward (con boda, familiares, seres sobrenaturales, luna de miel y todo) el punto culminante de la serie parece llegar demasiado pronto en la (primera) parte final. Tienen relaciones sexuales, con el consabido riesgo que ello implica para Bella: la muerte. La prueba de fuego es superada, pero nace un nuevo riesgo cuando ella queda embarazada y su vida corre peligro. El melodrama ahora pasa por conservar la vida de la joven madre, que necesitará de todos sus amigos (de la raza que sean) para superar el desafío. Claro: habrá reproches, momentos de tensión, desmayos y ocasionales peleas.
Que todo el drama parezca una sinopsis de la telenovela de la tarde no es tan molesto como el mal que sigue aquejando a la serie: todo está en palabras de los personajes. No encontré un solo momento en Amanecer donde los hechos no estén explicitados en las palabras del hombre-lobo o los vampiros. Incluso hasta en los momentos románticos está la necesidad de expresar con palabras lo que ya quedaba claro en imágenes. Si los personajes no hablan, entonces escuchamos música de las bandas que completan la banda sonora. Mal de males, Melissa Rosenberg, pródiga para los diálogos, hace que los actores repitan líneas risibles. Sumen (o resten) a eso que ni Taylor Lautner ni Robert Pattinson son buenos actores (Pattinson hasta parece bueno al lado de Lautner) y la carga dramática se evapora en un par de gritos histéricos.
El otro gran problema está ligado a ese sinfín de palabras: la falta de emoción proveniente de verdaderos momentos cinematográficos. No hay mucho que decir más allá del resumen de la historia, porque la película tampoco ofrece secuencias memorables. Si me preguntan qué recuerdo del film: plano y contraplano de adolescentes debatiendo en una cabaña en medio del bosque. Cuando pareciera que la verdadera emoción está por llegar, esos momentos se diluyen esperando la segunda parte. Es como si el clímax se obviara en pos del "omitido" tercer acto. Algo así pasaba con las últimas dos entregas de Harry Potter. La diferencia es que en ambas había momentos e imágenes icónicas, difíciles de olvidar (¿o nadie recuerda el castillo iluminado por la barrera mágica?).
Bill Condon, el director de De Dioses y Monstruos y Soñadoras, se esfuerza en crear los climas de tensión y suspenso, más que nada en la segunda hora de película. Cuesta saber cuánta libertad puede haber tenido a la hora de decidir las cuestiones más importantes, en una película donde todo está (pre)calculado por los productores. Hablar en términos más comerciales que artísticos frente a esta película ("aceptable", "mediocre" podrían ser los términos promedio para referirse a ella) no está mal. Después de todo, el título nos indica qué es lo que importa: el dinero.