Esta es una película que pertenece al género fantástico: propone una historia donde los jóvenes deben luchar, literalmente, por sus vidas. La carnicería forma parte de un reality televisado a todo el país, para mantener a la población dócil aunque esté muriendo de hambre. Los lobotomizadores son los dueños del juego, y los mismísimos ocupantes de la Capital. Es como si la dirección de arte intentara sintonizar alguna película distópica de Terry Gilliam. De hecho, hay mucho de otras películas en Los Juegos del Hambre: la más obvia es la referencia a Batalla Real (2000, de Kinji Fukasaku), cuya premisa es casi la misma pero la ejecución es completamente diferente. No se necesitaba ser un gurú de la taquilla para adivinar cuál iba a ser el éxito sucesor de los huecos que dejaron las franquicias literarias como Harry Potter o Crepúsculo. Los Juegos del Hambre, como las dos mencionadas, tiene algo para todos y trata de no ofender a nadie, como sucede con este tipo de superproducciones de Hollywood. Eso no está bien ni mal, pero explica -en parte- la razón de su triunfo. Los demócratas ven a este film como una parábola donde los malos representan a la derecha más belicosa y avara de Estados Unidos. Y los republicanos se ven a sí mismos como los jóvenes que desafían a un sistema corrupto y negligente como el que dirige el engañoso personaje de Donald Shuterland (el presidente Snow, con una barba tan blanca y celestial como el nombre indica). Jennifer Lawrence es la joven heroína de esta película. Es una actriz de verdad: puede emocionarnos momentos antes de entrar a la arena de gladiadores y también en la arena de gladiadores. Faltaría que empiece a gritar si estamos entretenidos. Es una criatura indefensa y marginada, sin llegar a un personaje tan extremo como en Lazos de Sangre (Winter's Bone, 2010) que podría ser una suerte de Los Juegos del Hambre real y diez veces más terrible. En aquella película ella tenía que usar un rifle viejo y anticuado para matar ardillas y así alimentarse. Aquí tiene que usar el ingenio y el arco y la flecha si quiere salir con vida. Se complementa con Josh Hutcherson, una verdadera revelación para quien no haya visto Mi Familia (The Kids Are All Right, 2010). Los dos tienen química y hacen creíbles sus personajes. Como los actores secundarios (entre los que destacamos principalmente a Wes Bentley, Woody Harrelson y Stanley Tucci como un presentador que se roba las escenas en las que aparece) su trabajo es excelso y casi irreprochable. Aunque muchos sean personajes de stock, principalmente algunos de los involucrados en los juegos. Lamentablemente la película nos pide que nos involucremos sentimentalmente con ellos cuando no son más que meros estereotipos. Además: si cada vez que alguien muere se escucha una explosión y aparece una identificación en el cielo: ¿cómo un personaje puede desesperarse cuando alguien muere? ¿no sabe que a los pocos segundos verá su cara en las nubes? Gary Ross (el director de Alma de Héroes, es linda película sobre un jockey, un caballo y la industria automotriz) y salva a esta primera instancia de ser una floja adaptación literaria como la saga de Crepúsculo. Dirige bien a los actores y nos da una idea clara de lo que está pasando. Pero no sabe cómo filmar la acción o bien -órdenes de productores mediante- se abstiene de mostrar demasiado para evitar una calificación para mayores que restrinja a la potencial audiencia. Muchas de las secuencias dentro de los juegos propiamente dichos son incomprensibles. Seguro, podría hacer uso de la vieja enseñanza de Hitchcock (decía, básicamente, que las peleas sin ayuda del montaje eran aburridas) pero en esta época se trata más de complicadas y bellas coreografías. Sin contar demasiado, el grand finale del tercer acto no está a la altura de las expectativas: y después de dos horas y casi veinte minutos, merecíamos algo mejor que perros hechos por unos y ceros envueltos en las convenientes sombras de la noche. Los Juegos del Hambre no resiste a las comparaciones con la mayoría de las películas aquí citadas, pero es una película sólida. El elenco debería ser suficiente para que cualquier excéptico le de una oportunidad. No hay demasiada violencia, no hay escenas de sexo, no hay nada que pueda ofender a nadie y propone ideas que ya han sido aceptadas por el sentido común, como que un reality show es destructivo y no tiene nada de civilizado. No está mal, pero aún así sigue siendo una versión light de lo que podría haber sido -o no, nunca lo sabremos- una gran película.
El observador solitario Es una historia de espías, pero alejada de la pirotecnia que podríamos esperar de una de espías del siglo XXI: la pirotecnia visual de James Bond o el montaje frenético de Jason Bourne dan lugar a un prolijo, por demás correcto, elegante y sobrio estilo visual y una edición equilibrada que da lugar tanto como para reflexionar sobre lo que vemos como para perdernos en un entramado laberíntico en un whodunnit (¿quién es el asesino? o en este caso, el topo) que sobrevive a más de una visión. El Topo, basada en la densa novela de John le Carré, propone un mundo asfixiante y burocrático que termina por convertir a los hombres en autómatas, máquinas donde apenas distinguimos algunos sentimientos. John Hurt es Control -no es una entidad, es un nombre clave- la cabeza del Circo (seudónimo para el MI6, Servicio Secreto Británico) quien apenas comienza la película encarga a uno de sus agentes (Jim Priedaux / Mark Strong) una misión especial: conversar con un desertor húngaro para que revele el nombre del «topo» el infiltrado ruso que está en la mismísima cúpula del Circo, integrada por Alleline (Toby Jones), Bland (Ciarán Hinds), Esterhase (David Dencik) y Haydon (Colin Firth). Cuando Control fallezca de una ataque al corazón, la misión quedará en manos de un ex-agente, George Smiley. Smiley es el protagonista, encarnado en la impávida cara de Gary Oldman (después de Alec Guiness, formidable también, en la miniserie de la BBC). El apellido parece una ironía, viniendo de otro de los hombres del Circo que nunca sonríen. De pocos gestos, de mirada fija, más gris que el resto de sus compañeros, de movimientos mecánicos, Oldman transmite la emoción interna del personaje a través, claro, de los ojos y de esas enormes gafas. El detective debe escrudiñar un perverso juego de ajedrez, donde su rival no es el topo, sino Karla, un espía británico del cual desconocemos el rostro. Como todo archivillano, plantea el juego sabiendo las debilidades del héroe. El film asume que tenemos la misma inteligencia, concentración y pasividad que Smiley para resolver el enigma. Los planos son largos, con mucha información y muchos detalles. No es un error comparar el ritmo y la estética con los viejos films de espías europeos (incluso en los setenta, algunos norteamericanos eran intrincados, aún cuando hubiera piñas y persecuciones de por medio, como Los Tres Días Del Cóndor). Alfredson utiliza grandes angulares para crear la atmósfera, con unos escenarios impactantes (la dirección de arte es impecable) que van desde las oficinas del MI6 hasta inmensas librerías. La atmósfera bastante lograda nos recuerda a la soledad en la que vivían los personajes de Criatura de la Noche, la película de vampiros del mismo director, Tomas Alfredson. Como siempre digo, el principal problema con este tipo de película -donde hay un culpable, varios sospechosos y todavía más vueltas de tuerca- es que, una vez resuelto el misterio, la película pierde toda la gracia. No es el caso de El Topo, no tanto por las vueltas que uno le pueda dar a la trama, sino por el espesor que cobran los personajes con cada revelación nueva. Se esbozan constantemente ideas frescas: no es casual que todos estos hombres parezcan más robots que seres humanos. Incluso los personajes secundarios más importantes adhieren una nueva subtrama romántica (que también podría ser el tema central, visto de otro modo). La edición ayuda a crear esa permanente sensación de confusión, alternando las historias principales con algunos flashbacks, principalmente de Ricki Tarr (Tom Hardy, el próximo Bane) y Peter Guillam (Benedict Cumberbatch, el Sherlock de la televisión). Todo el tiempo trata de desorientarnos (no hay indicadores de fechas ni de lugares, no hay diálogos explicativos que resuman lo acontecido). Esta es la versión adulta e inteligente de Sherlock Holmes (incluso, hay un notorio subtexto homosexual) y una de las películas que más desearía que tengan secuelas. Si no me creen, comparen esta película con Sherlock Holmes: Un Juego de Sombras...
Tan melodramática y tan obvia... Tan Fuerte y Tan Cerca es la edulcorada historia y por demás melodramática, de un chico con -supuesto- síndrome de Asperger (esas personas que encuentra dificultades para socializar, que se aturden fácilmente por los sonidos altos y generalmente, son genios) que pierde al padre en el atentado del 11 de Septiembre. Agreguen un anciano mudo, traumado por el Holocausto, y el cocktail parece irresistible para los Oscar mas no para el espectador que no tenga ganas de sufrir. Como el título original bien lo indica, la historia se trata de exceso (extremadamente fuerte, increíblemente cerca), que nosotros vemos y sentimos a partir de las experiencias del joven Oskar Schell. Antes de morir en el atentado, Thomas Schell dejó tras de sí un juego inconcluso. La expedición de reconocimiento para el sexto distrito de Nueva York. Un tiempo más tarde, Oskar encuentra una enigmática llave con un sobre donde está escrito «Black». Esa podría ser la pista para definir el mayor enigma y legado que podría prolongar la memoria del hombre que más lo entendía a él. Mientras su madre no parece salir del shock emocional, el joven se aventura en la gran ciudad y conoce historias igual de terribles o peores que la suya. Uno de los objetivos de los juegos del padre era ayuda a su hijo a socializar y atreverse a disfrutar el mundo. Los padres son Tom Hanks y Sandra Bullocks, en roles menores pero necesarios, acompañando a otros actores secundarios como John Goodman, Viola Davis y Jeffrey Wright, todos con trabajos más que respetables. La novela de Jonathan Safran Foster, es, si se quiere, más bien vanguardista. Es el relato a través de un chiquito que ama el francés (nada de esto está en la película), con una singular faceta creativa y muchas -pero muchas- dudas acerca de la vida, la muerte y el amor. La película convierte toda la historia meta-filosófica en una búsqueda cuasi fantástica (es una ciudad de Nueva York de ensueño, de fantasía, sin gente mala y con un héroe que la recorre a pie con una pandereta que lo tranquiliza) en el proceso de conversión de una persona desequilibra, algo mayor para su edad, e irritante en un verdadero niño. Ese es el punto más desconcertante de la película: simpatizar con el pequeño Oskar, que parece demasiado sobreprotegido. Los personajes de Eric Roth (guionista de Forrest Gump, El Curioso Caso de Benjamin Button) son personas extraordinarias en situaciones ordinarias y esta no es la excepción, aunque al guionista le gusta llenar la historia de diálogos sobreexplicativos y dramáticos. El principal problema del director de aquella película extremadamente solemne, llamada El Lector, es que no puede acultar los hilos que utiliza para manipular emocionalmente al espectador y para peor, algunas veces ni siquiera es algo tan fino como un hilo. Para sacar lágrimas de la tragedia, recurre una y otra vez a la imagen de Tom Hanks cayendo del edificio (¡es el plano inicial!) como poniendo el dedo sobre la yaga una y otra vez hasta que alguien rompa en lágrimas. De la escueta filmografía de Daldry, este quizás sea su film más desparejo, más torpe y obvio. No hay mucho que pensar aquí: se trata de emocionarse o no con la historia que se está contando, llena de golpes bajos. Hay detalles que bordean lo grotesco y absurdo, como por ejemplo, que Oskar entre a un subte con una máscara de gas poco después del atentado a las Torres. Thomas Horn se luce como el protagonista, pero quien se roba la película es Max von Sydow (el caballero que desafía a la muerte a una partida de ajedrez en El Séptimo Sello) como el misterioso anciano que no habla y se comunica a través de anotaciones. Ellos dos ponen el corazón para que esta historia regular salga a flote. El error no es el elenco: son las decisiones que tomaron los creadores para hacer de esta una de las películas más cerradas y conservadoras que se han visto en mucho tiempo. El modelo a copiar es el del antihéroe que funciona como sinécdoque para toda una sociedad, pero por varias razones eso nunca llega a funcionar. Llenaríamos canales enormes sólo con las lágrimas que derraman los protagonistas, pero Daldry tiene un sentido del humor nulo y es incapaz siquiera de que ese mismo universo tenga algo de gracia. La simplificación de la novela (también criticada, también elogiada, por grandes autores como John Updike) en un melodrama manipulador y demasiado sentimental no hace que este sea un film inteligente, pero sí hay suficiente talento (Max von Sydow, Thomas Horn, el compositor Alexandre Desplat, los tres se dan cita en un monólogo impresionante que muestra las mayores falencias y aciertos del film) como para volverlo emocionante, si el espectador entra en su juego. Encontré una idea buena, satisfactoria, que es la de volver a un héroe que parece más grande de lo que en realidad es, un viajero cuya recompensa es invisible a los ojos: la -verdadera- maduración que implica dejar de mirar por arriba a los demás y comprender el sufrimiento no sólo el sufrimiento ajeno, sino también la alegría.
Resistencia al futuro Disfrazada de un elegante homenaje al cine clásico de Hollywood durante la transición del cine mudo a sonoro, El Artista está lejos de ser un film hermético o vanguardista, aunque el prejuicio diga lo contrario al saber que se trata de una producción francesa, muda, en un formato antiguo (1.33, pantalla "cuadrada") y en blanco y negro. Muy por el contrario, la historia de George Valentin es una simpática recopilación de clisés del género romántico más clásico. Seguro, los aspectos técnicos parecen ser los protagonistas, pero Jean Dujardin encabeza un elenco más que sólido que le da vida y corazón a la obra. La historia empieza en 1927. Un hombre es torturado por científicos rusos. «Speak!» está escrito en los rótulos. «I won't talk!» responde el protagonista de A Russian Affair. Escuchamos música que, suponemos, es de la orquesta que acompaña la película proyectándose en un teatro colmado. La gente se emociona con las hazañas del héroe. Detrás de la pantalla vemos al protagonista, el actor George Valentin, atento a la respuesta final de la audiencia. Un cartel pide que todos detrás del telón guarden silencio. Finalmente, el espectáculo acaba y la música cesa. La multitud aplaude, pero no escuchamos nada. Valentin comienza su acto de pavoneo junto a Uggie, su fiel mascota y actor secundario, mientras la música de Ludovic Bource nos señala el fin de la memorable presentación. El centro del film es cómo la carrera del prolífico actor de cine mudo empieza a decaer con la llegada del cine sonoro y al mismo tiempo, la mujer que él ama y a la que ayudó a llegar a la industria del cine, empieza a ascender en Hollywoodland. En un decorado perfecto para la ocasión, George baja las escaleras y se cruza con Peppy Miller, que sube. Ella parece ignorar que con cada comentario o gesto de ayuda hacia él, hiere más su orgullo. El elenco brilla y no sólo por los roles estelares, sino también por las breves pero memorables apariciones de John Goodman (el productor en una época donde tenían muchísimo más peso que los directores), Missi Pyle y James Cromwell como el inseparable mayordomo de la estrella. Jean Dujardin es el corazón y la cara más visible, con razón, de todos. El actor hace un trabajo superlativo al expresarse sólo con gesticulaciones que nunca quedan como meras caras caricaturescas. Bérénice Bejo, la coprotagonista, también se luce, pero nunca llega a tener el espíritu de una verdadera estrella de cine clásico ni mucho menos la mirada de chica enamorada. La secuencia clave para entender la grandeza de Dujardin están en el rodaje del film-dentro-del-film A German Affair. Las tomas se deben repetir hasta cinco veces porque el actor está distraído por su partenaire. Pero hay que ser de piedra para no emocionarse con las caras y gestos a lo espía internacional que pone Dujardin cada vez que ingresa a su personaje-dentro-del-personaje. Como homenaje al cine que referencia, esta es una película formidable. De todos los aspectos técnicos hay que notar el montaje, que trata de imitar el estilo, pero por sobre todo el ritmo (recordemos que las cámaras se movían poco porque eran grandes y muy pesadas) de los planos. Donde la estrella es el formato, es notable que aún así el director se las ingenie para conseguir un relato con fuerza y corazón. Los mejores momentos de El Artista son aquellos que recuperan el carácter lúdico y divertido del cine, el regocijo que sentimos como espectadores al ver cómo los actores se convierten en personajes, cómo el cine imita a la vida (y viceversa). El drama de George Valentine (y la idea más interesante de la película) es el de un hombre que no puede aceptar el presente y teme al futuro. Es la desesperación de aquellos que no se pueden adaptar los cambios y resisten, pelea, pero saben que al final, la resistencia termina siendo fútil. Contrario a lo que se pueda esperar, esta no es una película conservadora. Sin adelantar nada, podemos decir que como La Invención de Hugo Cabret, deja a los espectadores con ganas de ver adelante y no hacia atrás. No todo tiempo pasado fue mejor. Es curioso que aún siendo una comedia, el principal problema de El Artista sea el grado de solemnidad ciertamente insoportable que destila a veces. Por ejemplo: la música de Ludovic Bource es espléndida. Pero hacia el último acto, el director decide usar el tema de amor de Vértigo (el clásico de Alfred Hitchcock) que desentona con el resto de la banda sonora y saca de contexto al cinéfilo. Es una pomposidad innecesaria. Ciertamente esta película ganará el Oscar, pero no deja de llamar la atención que algunos clásicos de los que El Artista toma mucho «prestado» no haya siquiera, ni recibido nominaciones. Tenemos Cantando Bajo la Lluvia, El Ciudadano y hasta la mencionada Vértigo. Hollywood muchas veces es demasiado torpe para premiar a lo mejor de su cine y esta vez no parece ser la excepción. De todos modos, tenemos aquí a uno de esos films que parecen agradar a la mayoría de los cinéfilos. Esa clase de películas que no ofenden a nadie, están bien hechas y son muy prolijas. Que esta sea una producción francesa pasa casi desapercibido para las audiencias generales, pero no para los Académicos, que si la premian, podrían estar premiando el esfuerzo de Francia por rendir homenaje a una época donde el cine se servía de historias simples y simpáticas que quedaban en la memoria popular. ¿Será el caso?
El material del que están hechos los sueños La Invención de Hugo Cabret es ni más ni menos que una declaración de amor a la máquina de la invención de los sueños, una oda al amor, un relato fantástico y mágico, una reflexión sobre el paso del tiempo, la nostalgia y la necesidad de conservar las obras de arte. Martin Scorsese consiguió otra obra maestra, lo que no es poca cosa si tenemos en cuenta que estamos hablando del director de Taxi Driver, Buenos Muchachos, Toro Salvaje y Los Infiltrados. A diferencia de esos films, este es el primero apto para todo público, en el sentido más amplio de la palabra. Lo disfrutarán en su máxima expresión aquellos familiarizados con la historia del cine, pero también es una opulenta carta de presentación para aquellos interesados en acercarse los films clásicos de fantasía. La película centra su núcleo en la historia del joven huérfano Hugo Cabret (Asa Butterfield), escondido en los ductos de una red laberíntica en una estación parisina. El plano secuencia de introducción establece una singular conexión entre este jovenzuelo escurridizo como un roedor y un juguetero amargado (Ben Kingsley). Pero también envuelve la historia de un guardia bastante severo y rígido (literalmente) interpretado por Sacha Baron Cohen, en un distintivo uniforme azul, la pequeña nieta del juguetero (Chlöe Grace Moretz, la perturbadora belleza de Déjame Entrar y Kick-Ass) una niña que desconoce el verdadero significado de las aventuras más allá de los libros y hasta las breves pero loables apariciones de Jude Law, Christopher Lee y Michael Stuhlbarg (Un Hombre Serio) como el historiador René Tabard. Todos estos son personajes unidos por un singular amor. Cada uno tiene varias aristas, aunque al principio se revelen como meros comic-reliefs. Pensemos, por ejemplo, en el obstinado guardia con cazar al pequeño Hugo. La revelación del trasfondo emocional de este personaje es típica, es un clisé, pero realmente lo creemos cuando lo vemos enamorado, torpe, dominando los cinco tipos de sonrisa. Incluso el ritmo cómico es soberbio, en la misma escena donde él trata de acercarse a la florista y queda abochornado por el claqueteo metálico de su pierna. El más interesante de todos es aquel interpretado por Kingsley, porque es un hombre con miedo, derrotado por la vida y resentido con su propia obra, a la que alguna vez amó. No es una casualidad que hasta los personajes secundarios más secundarios, estén en busca del amor. ¿Amor por qué? Hugo Cabret trata de encontrar la llave que hará funcionar al autómata -único legado de su padre antes de morir- que tiene forma de corazón. Las máquinas, por más cursi que suene, también necesitan amor para funcionar. El ferrocarril siempre estuvo ligado a la historia y los comienzos del cine. Desde El Gran Robo Al Tren (cuyo primer plano de un hombre disparando a la cámara espantaba a la audiencia en 1903, por mencionar un caso que no aparece en este film) pasando por El Maquinista De La General (Buster Keaton y acaso, los mejores gags que se hayan visto en la pantalla) hasta, bueno, la mismísima La Invención De Hugo Cabret. El cine es una combinación de distintas formas artísticas, pero también complementa las artes humanísticas con maquinarias de ingeniería. Nos asombramos cuando vemos un corredor girar, porque creemos que Fred Astaire desafía la gravedad o que Joseph Gordon Levitt realmente está en los sueños de otra persona. Si las referencias literarias del autor original del libro (Brian Selznick) se pueden encontrar en Charles Dickens, por citar alguno, sería imposible mencionar todas las referencias más o menos directas, visuales y sonoras con las cuales Scorsese rinde homenaje a otros grandes directores. Buster Keaton, Harold Lloyd, los hermanos Lumiere, Georges Mélies y hasta Alfred Hitchcock (la famosa toma de Vértigo). Todos, empezando por el director, están en la cima de su juego. Thelma Schoonmaker, la multipremiada montajista; Dante Ferreti, el diseñador de producción, quien junto a Francesca Lo Schiavo, seguramente termine ganando el Oscar por estos escenarios fantásticos; Robert Richardson que mantiene la magia y el color aún cuando el 3D parece oscurecer la fotografía; Howard Shore, colaborando con Zaz para componer no sólo la banda sonora, sino el tema de los créditos. Quizás el trabajo más objetable de todos sea el de John Logan. La adaptación es maravillosa, pero a veces se puede volver un poco solemne, otras veces los personajes tienen diálogos demasiado explicativos...... en fin, detalles que no afectan al todo. La Invención de Hugo Cabret entiende el pasado mirando el presente. Por eso es, desde Avatar, la película que mejor utiliza el 3D, del cual que tantos agoramos la pronta muerte. Como en la película de James Cameron, la profundidad de campo es más importante que los objetos que salen de la pantalla. Estamos inmersos en la película y no al revés. Incluso por momentos ayuda a crear cierta atmósfera mágica, como si estuviéramos delante de figuras troqueladas. Hay varias secuencias espectaculares, pero no vale la pena mencionarlas, para evitar arruinar la sorpresa. Sí aclarar que causó un efecto en mí que hace años no sentía: el asombro, la maravilla. Mientras veía esas imágenes tan bonitas, tan poéticas, tan -perdonen la reiteración- maravillosas, me preguntaba si algo así debían sentir los espectadores que iban por primera vez a soñar a una sala de cine. Esta no es una película que imagine viendo fuera de otro lugar que no sea el cine, ni en otro formato que no sea en 3D. Porque de eso se trata el cine: de una experiencia colectiva. Y qué experiencia más maravillosa que poder soñar junto a otras personas. Ni más ni menos, lo que nos propone Scorsese.
En uno de los momentos clave de Los Descendientes, Matt King (George Clooney) conduce para encontrar al hombre que -no está seguro- contribuyó a arruinar la relación con su mujer. En el asiento de atrás está Alex (de Alexandra: es una chica... ¡y qué chica!) con su novio Sid (Nick Krause) que lanza, inoportunamente, no uno sino dos comentarios desubicados, valga la redundancia. Ese instante deviene en una amalgama emocional para el espectador: pasamos del enojo a la risa y de la risa a la angustia. Esa es la maestría que Payne ya había demostrado en sus otras grandes películas: Las Confesiones del Sr. Schmidt y Entre Copas. Lejos de señalar, condenar o santificar, los personajes de sus comedias se muestran humanos, creíbles. Podemos simpatizar con ellos porque son como nosotros. Matt King es el protagonista y el centro de la historia. Su mujer sufrió un accidente y está en coma, con las horas de vida contadas. Sus hijas tienen 17 y 10 años y él no tiene la más mínima idea de cómo criarlas, mucho menos de cómo relacionarse con ellas. Al mismo tiempo está a punto de vender unas parcelas de tierras vírgenes en su tierra natal, Hawaii. Este no es un dato menor porque la historia se desarrolla en Hawaii y es indispensable que así sea. Los hawaianos tienen una cultura muy arraigada sobre el cuidado de su tierra, aunque lo primero que haga la película sea desmentir algunos mitos turísticos sobre los hawaianos. Pero Matt sí resume el espíritu hawaiano: es un hombre de negocios, multimillonario, que piensa en las consecuencias antes de actuar y trata de evitar hacer daño a los demás, aunque parece recibirlo constantemente. George Clooney encarna a Matt en cuerpo y alma. Es notable como el actor mantiene su estilo aún con personajes tan disimiles como en El Fantástico Sr. Zorro, El Amor Cuesta Caro o Michael Clayton. Va más allá de la versatilidad: su impronta queda en esos seres que a la vez tienen vida propia. Hay un antes y un después en la vida de todos los personajes de Los Descendientes (no por nada el título hace referencia a los antepasados). La película encapsula un momento clave en la vida de uno de ellos y Clooney lo entiende. Payne también. Sabe cuándo es necesario mover la cámara y como reforzar una idea, un sentimiento. Los directores clásicos casi nunca movían la cámara (vean sino, las películas de John Ford). Cuando termina la reunión familiar y Matt avisa a todos la pronta muerte de su mujer, cae rendido en el césped. La temperatura de la imagen nos indica que la postal idílica de Hawaii puede existir en otro lado, pero no en ese. Esta no es una comedia liviana, pero sí es una película de esas que los norteamericanos denominan como feel-good movies. Los personajes quieren hacer el bien, aún cuando las cosas no les salgan como desearían. Son creíbles porque son inestables, porque ríen, porque sufren, porque lloran. Payne logra una película contemporánea y clásica al mismo tiempo. No es condescendiente ni cruel con ellos, algo muy común en la mayoría de las comedias de Hollywood. Logra que pensemos y reflexionemos, aún si no estamos de acuerdo con el camino que toman las cosas. Los Descendientes, como todo el cine de Payne, es difícil de encasillar. Se mueve con ligereza e inteligencia entre el drama y la comedia. Es provocadoramente humana. Matt King es un personaje noble, bueno, porque toma decisiones evaluando las consecuencias y pensando en su entorno. Está llena de personajes ricos pero también gracias a un elenco enorme, encabezado por una de las mejores interpretaciones de Clooney, pero con actores de reparto tan esenciales como él. Basta ver unos segundos a Shailene Woodley para entender que estamos ante una gran actriz y una enorme película.
La música es triste y algo tenebrosa: no escuchamos ni siquiera el rugido del león de MGM. Lo primero que vemos es un paneo de una isla, cubierta por la nieve. Oímos la charla entre dos hombres, ambos igual de frustrados. Lo que queda al descubierto es una planta en un marco: el mensaje del asesino de Harriet Vanger, que ha estado enviando esas postales durante cuarenta años al tío de la desaparecida. Comienza el tema de Karen O. (un cover de The Inmigrant Song, de Led Zeppelin) que parece una mezcla entre una película de Fincher y una de Bond, y desde ese momento la película nunca se detiene. Esa quizás sea la única queja plausible. La novela de Stieg Larsson, Los Hombres Que No Amaban A Las Mujeres, retrataba la historia de un periodista en decadencia que debía investigar la desaparición de una jovencita hace 40 años (asesinato, según su tío Henrik Vanger). Como las buenas novelas de Raymond Chandler, la investigación policial es intrigante pero más aún los personajes: desde el propio periodista hasta la familia Vanger. Como el patriarca anuncia al investigador: «Estarás investigando a ladrones, matones, miserables: la colección más detestable de gente que puedas encontrar. Mi familia.». Hay violaciones, asesinatos, neo-nazis y otras cosas que hacen decididamente de esto una historia para adultos. Este repertorio de seres desquiciado y principalmente, la coprotagonista, Lisbeth Salander (Rooney Mara) encajan perfectamente en el universo de David Fincher. Al director de El Club de la Pelea, Zodíaco y Red Social, siempre le interesaron aquellos excluidos -bien por decisión propia o ajena- de la sociedad. Esa gente, sí, antisocial y menospreciada que termina superando los obstáculos en el camino. No tomen esto como un clisé sino como una suerte de prueba de superación que los mismos personajes se imponen (no importa si es moralmente condenable o no). Todos los personajes aquí parecen encerrar una suerte de génesis de la maldad, pero la clave está en ver qué hacen con eso. Ahora bien, siempre las películas de Fincher son algo truculentas y las historias esconden otro significado. En La Chica del Dragón Tatuado lo más interesante es la película romántica escondida en la investigación policial. Mikael Blomkvist (Daniel Craig) y Lisbeth Salander son una peculiar y atípica pareja. Ella es una hacker con una estética punk y una actitud bastante rebelde. Mara le da vida a un personaje para que no sea pura estética, logra conseguir que parezca una chica frágil y autosuficiente al mismo tiempo. Craig hace un trabajo tan bueno como el de ella: un tipo algo torpe, pero de buenas intenciones. Es como el 007 de Casino Royale, aquel que tropezaba con todos los obstáculos pero tenía una fuerza de voluntad avasalladora. Sí, están todos los elementos presentes que hacen a Fincher unos de los autores (aunque no escriba sus propios guiones) más interesantes del cine norteamericano. Este film noir cuenta con todo el equipo técnico que lo acompañó en Red Social y las ideas aquí son igual de interesantes. El problema acaso es que esta es una historia que merece un poco más de tiempo (la película dura dos horas y cuarenta minutos, que nunca se resienten). Se nota que Fincher aceleró las secuencias, como hace en todos sus films, algo que en estas historias de detectives es a la vez un acierto y una contra. Por un lado tenemos menos tiempo para reflexionar sobre lo que hay en pantalla. Por otro lado, los diálogos, las situaciones y los climas pasan con más fugacidad. Jeff Cronenweth es el director de fotografía. En estas islas el clima gélido y las casas son, perdonen el lugar común, personajes. El diseño de producción y la edición de sonido contribuyen a hacer más ricos a todos estos empresarios y los secretos que ocultan, presten especial atención al sonido del viento, sino. Hay dos viejos proverbios suecos que sintetizan no sólo la estética sino también la idea central. Uno de ellos es: «El mal será combatido con el mal» y el otro, más interesante reza «Lo que está oculto bajo la nieve se revela con el deshielo». No es casualidad, entonces, que a medida que la investigación avance la primavera también se acerque.
Los films de la serie Crepúsculo a esta altura se han convertido en un fenómeno comercial, intrascendente para la historia del cine. Para bien o para mal, han vuelto a poner en el mapa de la cultura popular a los vampiros y los licántropos -vedados, hasta no mucho tiempo atrás, para algunos pocos fanáticos del cine de terror fantástico- pero en clave romántica. En los films anteriores, la joven humana (Bella Swan) debía decidirse entre el pálido (el inmortal Edaward) o el morocho (el peludo, CGI mediante, Jacob Black). Establecida formalmente con Edward (con boda, familiares, seres sobrenaturales, luna de miel y todo) el punto culminante de la serie parece llegar demasiado pronto en la (primera) parte final. Tienen relaciones sexuales, con el consabido riesgo que ello implica para Bella: la muerte. La prueba de fuego es superada, pero nace un nuevo riesgo cuando ella queda embarazada y su vida corre peligro. El melodrama ahora pasa por conservar la vida de la joven madre, que necesitará de todos sus amigos (de la raza que sean) para superar el desafío. Claro: habrá reproches, momentos de tensión, desmayos y ocasionales peleas. Que todo el drama parezca una sinopsis de la telenovela de la tarde no es tan molesto como el mal que sigue aquejando a la serie: todo está en palabras de los personajes. No encontré un solo momento en Amanecer donde los hechos no estén explicitados en las palabras del hombre-lobo o los vampiros. Incluso hasta en los momentos románticos está la necesidad de expresar con palabras lo que ya quedaba claro en imágenes. Si los personajes no hablan, entonces escuchamos música de las bandas que completan la banda sonora. Mal de males, Melissa Rosenberg, pródiga para los diálogos, hace que los actores repitan líneas risibles. Sumen (o resten) a eso que ni Taylor Lautner ni Robert Pattinson son buenos actores (Pattinson hasta parece bueno al lado de Lautner) y la carga dramática se evapora en un par de gritos histéricos. El otro gran problema está ligado a ese sinfín de palabras: la falta de emoción proveniente de verdaderos momentos cinematográficos. No hay mucho que decir más allá del resumen de la historia, porque la película tampoco ofrece secuencias memorables. Si me preguntan qué recuerdo del film: plano y contraplano de adolescentes debatiendo en una cabaña en medio del bosque. Cuando pareciera que la verdadera emoción está por llegar, esos momentos se diluyen esperando la segunda parte. Es como si el clímax se obviara en pos del "omitido" tercer acto. Algo así pasaba con las últimas dos entregas de Harry Potter. La diferencia es que en ambas había momentos e imágenes icónicas, difíciles de olvidar (¿o nadie recuerda el castillo iluminado por la barrera mágica?). Bill Condon, el director de De Dioses y Monstruos y Soñadoras, se esfuerza en crear los climas de tensión y suspenso, más que nada en la segunda hora de película. Cuesta saber cuánta libertad puede haber tenido a la hora de decidir las cuestiones más importantes, en una película donde todo está (pre)calculado por los productores. Hablar en términos más comerciales que artísticos frente a esta película ("aceptable", "mediocre" podrían ser los términos promedio para referirse a ella) no está mal. Después de todo, el título nos indica qué es lo que importa: el dinero.
Operación Regalo comienza casi como si fuera una película de acción: miles de duendes trabajan por la noche para entregar todos los regalos, en tiempo y forma. Parece un adelanto de la nueva película de Misión: Imposible. Alejado de todo el trajín, la acción y el vértigo, en el Polo Norte, se encuentra Arthur, un muchacho alto, largo y bastante torpe (con reminiscencias de Linguini, el chef caótico de Ratouille) pero con un corazón de oro. Su cuarto está iluminado con lamparitas navideñas y su labor consiste en leer y responder las cartas que los niños le envían a su padre, Santa. Esa es su posición en el negocio familiar y pronto entendemos por qué: el muchacho hace que hasta la tarea más simple -como llevar una carta a su hermano, Steve- parezca una odisea homérica. Ni hablar de dejar las puertas abiertas (no tanto por el frío nórdico, sino por los osos polares). Nadie en su familia parece atesorar lo que todavía queda en Arthur y ese es el verdadero espíritu navideño. Su hermano quiere reemplazar al viejo en la tarea anual para siempre, pero el hombre de la bolsa no planea retirarse. Para más, el abuelo (el linaje de Santa Claus es legendario, parece) quiere probar que puede hacer las cosas mucho mejor sin la ayuda tecnológica. Todos están preocupados por sí mismos, menos el pobre Arthur, que desea entregar el último regalo de Navidad antes de que sea demasiado tarde. El film es predecible y sus personajes están basados en estereotipos demasiado conocidos, pero -como la película- tienen suficiente personalidad como para ser recordados con simpatía. Steve, el hermano perfecto de Arthur, vive monitoreando todas las operaciones. Los planos son angulares, como para enfatizar su soledad frente a la fría mecanización moderna, opuesta a la cálida y minúscula (un poco empalagosa, para mi gusto) habitación del protagonista. Noté que incluso los personajes secundarios (esos parlanchines que alivian el relato siendo elementos puramente cómicos) brillan. Tomemos por ejemplo, la elfa empaquetadora. Uno puede ver que más allá de sus apariciones en pantalla, la muchacha era una avocada al trabajo en los envoltorios.Parte del crédito es del guionista Peter Baynham quien trabajó en Arthur (la comedia con Russell Brand) y Borat. Mezcla buenos gags con un humor, por momentos, irreverente. Después de tanta solemnidad con el cine de Pixar (que lo amamos, pero eso no quita que sea solemne o pretencioso) y del cinismo de Dreamworks (que se agotó junto con la saga de Shrek) se agradece un poco de diversión y aventura genuina. Los estudios Aardman Animation fueron responsables de clásicos como Pollitos en Fuga y la serie de Wallace & Gromit. Es injusto comparar Operación Regalo con esos títulos porque esta se trata de una película animada por computadora, mientras que las otras -más "artesanales"- eran capturas de movimientos de muñequitos de plastilina. A diferencia de Lo Que el Agua se Llevó, que intentaba copiar ese estilo de animación en el mundo digital, Operación Regalo acepta lo que es y se dedica a relatarnos una bella fábula sobre la Navidad.
En esta película hay tanta publicidad de Nivea que cuando vemos una multitud atiborrada en Times Square para ver a un cantante de rock (Jon Bon Jovi), todos usando sombreros azules con la marca de la crema, no podemos dejar de pensar si no se trata de algún mensaje subliminal para prevenir al espectador. Se entiende por qué el título de la película no incluye un "Feliz": es imposible encontrar la felicidad mientras uno ve Año Nuevo. Esta película responde a la cadena generada por Realmente Amor (Love Actually) aquella simpática película del 2003 donde había declaraciones de amor, joyeros que parecían Mr. Bean, canciones empalagosas, abrazos en aeropuertos y muchas -pero muchas- caras conocidas. Pensar que lo último es la receta para el éxito parece ser un craso error. Garry Marshal (según IMDb, el responsable de esta atrocidad) ya había fotocopiado a esa película con Día de los Enamorados (Valentine's Day). Ahora es el turno de otra festividad. No quiero pensar cuando llegue el Día de Acción de Gracias o Halloween... Hay muchos actores respetables aquí (por no decir todos) lo que a uno lo lleva a pensar en cuánto vale un buen director. Ningún personaje se siente mínimamente real. Esta es una de las películas más fantasiosas del año y no estamos hablando del género, precisamente. Dos personas atrapadas en un ascensor. Una de ellas es un hombre con el corazón roto que no cree en la Navid... perdón en el Año Nuevo (¿?). La otra es una chica simpática que trabaja como corista del cantante de rock más famoso de Nueva York pero alquila (o vive, se mudó hace poco) en un departamento de mala muerte en el que los ascensores no funcionan. Otra historia es sobre un enfermo terminal cuyo último deseo es ver caer la bola de fin de año (¿? de nuevo). La enfermera que lo atiende quiere saludar a su esposo, combatiente en Irak. La empleada de una prestigiosa firma debe hacer que la bola de fin de año caiga (y hay un chiste del tipo "don't let the ball to drop"). Hay más: un electricista con acento ruso que resulta ser una eminencia, una embarazada que se enfrenta panza a panza a otra, un padre con acento alemán que estaba mejor matando nazis, una cocinera escotada morocha y latina (latina o lo que el director entiende que es el estereotipo de latina) y otra cocinera con escote disimulado rubia y norteamericana. Todavía no les dije que Michelle Pfeifer hace de una señora mayor neurótica de la que sería imposible que alguien se enamore y que Sarah Jessica Parker hace de... Sarah Jessica Parker. Ahora bien, ¿vale la pena todo el rejunte de estrellas? La respuesta en este caso es "no". Traten de recordar dos nombres de los tantístimos personajes vistos. No van a poder porque ninguno de ellos es real aún dentro de la mismísima fantasía de la película. Siguen siendo los actores que ya conocíamos. Los diálogos son atroces a tal punto que nos llevan a la pregunta elemental: ¿esta gente sabe lo que es vivir? Digo, hay más emoción en cualquier momento del día (incluso cuando dormimos) que en las eternas dos horas de Año Nuevo.