Y vivieron felices por siempre...
Tras la función de prensa matutina en el Village Recoleta -que compartimos como en entregas anteriores con adolescentes que integran el club de fans local de la saga-, twitteaba sobre las sensaciones tan opuestas que puede generar una serie de películas como esta: para esos chicos que estaban unas filas adelante se había cerrado una etapa fundamental de sus vidas; para un crítico como yo, que vio estoicamente en cine los cinco episodios de la franquicia, es apenas una anécdota, una etapa más de una larga carrera profesional pletórica de sagas que pasarán al olvido (o casi).
No quiero sonar cínico, canchero, superado frente a una propuesta que hasta mi hija de 9 años me pide ver (y que lleva recaudados 2.500 millones de dólares en todo el mundo). Los problemas, limitaciones y conservadurismos varios de la saga Crepúsculo los conocemos de memoria quienes tenemos una mirada -digamos- desapasionada o distante del fenómeno. Tampoco tiene demasiado sentido comparar entre tal o cual entrega (me sigo quedando con Eclipse, de David Slade, y con la primera parte de la entrega final también dirigida por Bill Condon), pero aquí estamos: para ofrecer unas pinceladas de esta última película e intentar, esbozar una (re)lectura a modo de balance.
Más allá de que con el correr de la saga las historias se tornaron más sexuales y sangrientas (aquí abundan las deapitaciones) respecto de su mojigato arranque, Amanecer - Parte 2 apela como nunca a una perimida estética publicitaria (de esa bien grasa y sin un uso irónico) y tiene una de las peores musicalizaciones de la historia del cine. No es que uno pretenda que luego de cinco films la cosa se vuela sofisticada e intelectual, pero en el terreno estético y narrativo Condon retrocede un par de casilleros.
Claro que esas carencias se ven compensadas -para los fans, por supuesto- con el inevitable pico de intensidad que todo cierre de una saga como esta genera. Y, más allá de la batalla final con los malvados Volturis y del happy ending tranquilizador, el desenlace seguramente convencerá y emocionará a los fans. En este sentido, está bien pensada la secuencia de créditos de cierre en la que todos los actores de la saga se van presentando cual despedida de una compañía de teatro que agradece la fidelidad de su público.
Contar de qué va esta quinta película no tiene mucho sentido (los que siguen la saga ya lo saben y los que no, difícilmente se sumen ahora), pero tenemos a Bella (Kristen Stewart) ya convertida en vampira -y con una fuerza inusitada- y en madre de una niña que crece a toda velocidad. Precisamente, la pequeña Renesme se ubica en el centro de la escena, ya que los Volturi quieren matarla (según ellos, podría ser una amenaza para el futuro de la especie), mientras que los Cullen liderados por Edward (Robert Pattinson), sus amigos de todo el mundo y, sí, los lobos comandados por Jacob (Taylor Lautner) se unen para defenderla.
Hay un par de escenas de sexo (también publicitarias), la apuntada batalla, un armado de familia no tradicional (de a cuatro) y una coda que sirve de resumen de las cinco entregas. Nada demasiado sorprendente, aunque nada demasiado indignante (¡salvo las horribles baladas omnipresentes!). Con esa medianía calculada que fue -con sus pequeños altibajos- la constante de la saga. Si de cine no hubo mucho, la explicación de semejante suceso literario y en imágenes habrá que buscarlo por otro lado: por el boom de lo vampírico, por las nuevas formas del sexo adolescente (sobre todo femenino), por la astucia de los capos del marketing que supieron cómo enganchar durante 606 minutos a tantos niños, adolescentes y jóvenes de todos los rincones del planeta. Un misterio cultural y sociológico que yo no estoy en condiciones de entender ni mucho menos de explicar.