La marca del deseo
Amanecer – Parte 2 es la primera película de la saga Crepúsculo que veo. La sensación inicial que tuve me acercó un poco al personaje de Bella que, después de haber sido convertida en vampiro en la entrega anterior, abre los ojos y es capaz de ver un mundo distinto del que conoció durante su existencia como humana. Me pasó algo similar pero diferente: las imágenes del comienzo de Amanecer representaban para mí un universo visual curioso, chocante, pero definitivamente no resultaba algo nuevo, más bien al revés. Se me ocurre que parte del éxito que tuvo y tiene la saga en cine (desconozco cómo serán las cosas en los libros) depende, en buena medida, del trabajo sobre una imagen que pertenece claramente al territorio de la publicidad, es decir, a un universo audiovisual que todos conocemos, con el que nos familiarizamos y convivimos diariamente, incluso a pesar nuestro. Fotografía saturada de blanco y marcadamente artificial, cuerpos lustrosos que no acusan arrugas o imperfecciones, movimientos elegantes y estilizados, abuso del primer plano y de recursos estéticos del lenguaje publicitario (ver cómo se filma el sexo, gran tabú de las primeras películas), comentario ininterrumpido aunque tímido de la banda sonora; todo termina por configurar un cine aséptico, que lima asperezas hasta que las superficies quedan lisas y brillantes, donde nada, ni siquiera el tiempo, parece tener un costo.
Nada tiene un costo porque eso implicaría quebrar la impostura de la película. Los amigos vampiros de Edward no serían los mismos si se los mostrara viajando en un avión para ir a buscar ayuda a otros países; entonces, el viaje desaparece completamente, los vampiros parecen renegar del contacto tecnológico de internet y prefieren los intercambios cara a cara, pero los viajes y los traslados en general son elididos, moverse no cuesta, se hace de manera gratuita. Algo así pasa con las muertes: los vampiros mueren cuando alguien les arranca la cabeza, pero nunca se ven sangre, vísceras o huesos; las decapitaciones son limpias, un poco de fuerza alcanza para separar la cabeza del cuerpo sin salpicarse o mancharse con sangre. El director Bill Condon esquiva cualquier acto o imagen que provoquen incomodidad o molestia, incluso con respecto a los animales: Bella, recién convertida y torturada por la sed de sangre, se dispone a matar un ciervo. Uno cree que eso puede ser un gesto incorrecto por parte de una película pulcra hasta lo intolerable, pero enseguida surge un puma salvaje que le disputa la presa; Bella cambia su objetivo, masacra al depredador y la escena cierra con el ciervo reuniéndose con otros de su especie. De esa manera, la película se ahorra la visión de su protagonista asesinando a un animal simpático.
Que nada tenga un costo, eso es seguramente lo que explica que el ser vampiro no se presente como algo monstruoso (Drácula) o trágico y miserable (Entrevista con el vampiro,Vampiros de Carpenter). En Amanecer 2, estas criaturas viven eternamente, no tienen que ocultarse del sol, pueden controlar su sed (no necesitan cazar humanos si no lo quieren) y habitan una casa modernosa y de un desagradable diseño impersonal. A diferencia de una buena parte del cine de terror, aquí la cruza del género con el relato adolescente (me dicen que en las primeras películas se nota más) produce un híbrido donde la condición vampírica resulta algo muy atractivo, incluso deseable. Es que, nuevamente, si nada cuesta, encima las superficies blancas y brillantes de Amanecer 2 nos hablan permanentemente del deseo; no de la satisfacción de un placer, que es algo bien distinto (leí que los protagonistas no tienen sexo hasta la tercera película, y que se pasan de histéricos), sino de establecer una tensión, exhibir ese mundo donde el tiempo no transcurre, las muertes son automáticas y limpias, y se puede viajar de manera instantánea, sin tener que recorrer ninguna distancia física real.
No se trata de un juicio de valor sino de la constatación de una especificidad; las imágenes de la publicidad existen, justamente, para despertar el deseo, para motorizarlo y ponerlo en movimiento, para conducirlo a un placer eventual que se encuentra más allá de la pantalla. Lo mismo hace Amanecer 2: para sus personajes no hay placer (el sexo tarda películas en aparecer y cuando lo hace, se elide o se lo oculta) porque tampoco se enfrentan a costos reales (los viajes son instantáneos, un hijo crece rapidísimo –no hace falta esperar a que puedan comunicarse–, los descuartizamientos no ensucian), lo suyo es vivir suspendidos en un mundo construido sobre el deseo, a la promesa de algo (¿pero qué?) que nunca alcanza a materializarse en la pantalla. Esto tiene su ejemplo más acabado y exagerado en el final, cuando una escena importantísima, fundamental se revela como un simple salto temporal, como un flashforward frustrado; así, la película se ahorra muchas muertes y cuenta todavía con su galería de personajes intacta para acometer un happy ending cómodo y seguro. Eso, la universalidad del lenguaje publicitario por un lado y la oferta de un mundo confortable y visualmente seductor por otro, creo, es lo que estaría sosteniendo el éxito sin precedentes y el alto grado de inteligibilidad (incluso para alguien nuevo a la saga como yo) que demuestra una película que no corre riesgos y que opta siempre por la seguridad y la corrección como Amanecer 2.