Los vampiros se despiden
Después de cinco años y cuatro películas, la saga Crepúsculo cierra su marcha en el cine con el film más entretenido, coherente y autoconsciente de toda la serie. Reservado para los seguidores de la historia de Bella y Edward, la pareja formada por la tímida humana y el vampiro que se niega a tomar sangre humana, este último capítulo arranca exactamente donde había terminado el anterior: con la transformación de la heroína. Un momento fundamental del relato que el director Bill Condon muestra sin pausa ni demora, sabiendo que su mejor carta surgirá de allí. Es Kristen Stewart, que con Bella convertida en la vampira que siempre quiso ser consigue su mejor interpretación en la saga. Lejos de las angustias que torturaron hasta ahora a la adolescente enamorada, la actriz deja atrás ese personaje titubeante y de minúscula autoestima y se divierte interpretando a una chupasangre en pleno uso de sus capacidades. Así, después de demasiado tiempo tapada por los poderes y la belleza extraordinaria de sus dos pretendientes, el vampiro y el hombre lobo, el personaje de Stewart es ahora el más dinámico e interesante, algo que (a diferencia de Robert Pattinson y Taylor Lautner) la actriz hace creíble.
De hecho, en este último episodio los pasajes más edulcorados -que muchas veces empujaban a la serie al borde de la parodia- están reducidos a su mínima expresión, lo mismo que las intervenciones de Pattinson y Lautner. Su tiempo en pantalla lo ocupa el bebe de Bella y Edward, cuyos rasgos fueron desprolijamente delineados digitalmente.
Ya liberados del triángulo amoroso que era parte esencial de la trama y de la complicación de tener una pareja de enamorados separados por las diferencias entre humanos y vampiros, la guionista Melissa Rosenberg, el director Condon y la editora Virginia Katz logran un desarrollo intenso que cubre los puntos más destacados de la novela sin estancarse en ellos. Los realizadores también parecen haber abandonado toda pretensión de realismo en su trama o de densidad psicológica en sus personajes para aceptar la liviandad de una historia de fantasía romántica en la que los vampiros no tienen colmillos y los lobisones son modelos de músculos desarrollados. Dejando atrás el lastre del pasado, el conflicto aquí tiene que ver con los malvados Volturi, los monarcas del universo vampírico que, comandados por el siniestro Aro, buscarán apoderarse de las habilidades especiales de Edward y los suyos. Interpretado por el británico Michael Sheen, el personaje resulta tan ridículo como divertido, una bocanada de aire fresco en medio de muchas actuaciones mediocres y opacadas por el exceso de maquillaje que sufren los actores que interpretan a los vampiros en estado de alerta.
Sin grandes despliegues en términos de efectos especiales -el costado más flaco en términos de producción de toda la saga-, el film presenta una creíble escena de batalla que sorprenderá a los conocedores de la historia de la novela. Esos que agradecerán los cuatro "casi finales" con los que Condon dará por cerrada la historia que los apasionó.