Cómo ser feliz riéndose de pobres y desdentados
Las dificultades que presenta Amante accidental no radican sólo en las excesivas convenciones de género (que tratándose de una comedia romántica son muchas y demasiado conocidas), sino en aquella vieja diferencia entre “reírse de” y “reírse con”. Y en Amante accidental está muy claro que uno puede reírse con quienes son sus pares y debe reírse de quienes son considerados inferiores y, por lo tanto, objetos de burla. Por eso incomoda de entrada que los pequeños hijos de Sandy (Catherine Zeta-Jones), una cuarentona que decide mudarse de un barrio high al centro de Nueva York, luego de descubrir el tamaño de sus propios cuernos, le digan que en las ciudades sólo viven minorías, capitalistas y travestis. Hay algo de la ignorancia del ghetto aristocrático y de desprecio por el otro en esa afirmación.
En esos chicos encapsulados se intuye cierto parentesco con aquellos otros con los que Celina Murga construyó su intensa Una semana solos. Lo que diferencia a ambas películas (entre sus infinitas diferencias) es la manera en que se observa a esos chicos y cómo se los retrata: en el film de Murga había piedad por esas criaturas abandonadas, encerradas en un mundo irreal y una fuerte mirada crítica acerca de los privilegios de esa forma de vida que desconoce por completo la existencia de otros mundos, que apenas se dejaban ver en un ejército de guardias y sirvientes. En Amante accidental el otro es aquel de quien uno puede y debe reírse o de quien debe tenerse lástima, o alguien a quien temer, de acuerdo al grado de peligro que sus individuos representen para el statu quo pequeño burgués.
La trama de Amante accidental no va más allá de lo mínimo. Esta reciente divorciada que ha pasado toda su vida de madre casada totalmente anestesiada por el grosero desencanto de su burguesía, se ve en el trance de salir a un mundo desconocido y sobrevivir junto a sus hijos. Pero como el mundo se encuentra separado en aquellos ghettos estancos, Sandy no tardará en encontrar un excelente trabajo apoyada por los de su clase. Lo curioso de estos ghettos es que desprecian otras divisiones mucho más fuertes en la historia de la sociedad norteamericana; aquí las personas no se rechazan, por ejemplo, por su origen étnico, sino que ese límite que antes construían la piel o la religión ahora es meramente económico: tanto tienes, tanto vales. No sorprende ver cómo los típicos blancos protestantes anglosajones conviven con los otrora despreciables negros y judíos, siempre que los ligue un marco de igualdad monetario. Y menos sorprende entonces que una señora como Sandy acabe enamorada de un chico como Aram (Justin Bartha), 15 años más joven y aun sometido a la todopoderosa idishe mame, a quien en principio contrata de niñero para poder salir con un tipo que, sí, resultará un imbécil antes de que la noche termine.
Tan poco es lo que puede encontrarse de verdadera gracia en esta historia de amor repetida, que mencionar que Aram se terminará ganando el corazón de esa madre y sus dos hijos –desamparados en una ciudad donde un linyera sin dientes parece uno de los pocos recursos para intentar que el público se ría– es apenas un trámite que hay que cumplir. Ni hablar del viaje iniciático en el cual Aram descubrirá que hay vida más allá del aeropuerto JFK, que el mundo está lleno de aquellos buenos salvajes de los que hablaban Dorfman y Mattelart, y regresará (como Madonna o Nicole Neumann) con un guachito bajo el brazo. Está claro que ese huérfano tampoco pasa de ser una especie exótica, una suerte de mascota con quien compartir la soledad. ¡Pero qué ternura!