“No sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que sí estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino. El amor es puro; el sexo, entretenido y sano; y la reproducción criminal.” La cita es parte de una conferencia de Fernando Vallejo, el cáustico escritor colombiano, cuyas palabras se leen y se sienten como heridas, como parte de esa desazón suprema que tan bien retratara Luis Ospina en el documental consagrado al autor.
En el cine de Garrel no hay criminales porque en general las cuestiones no pasan por tener hijos. Sí hay sexo y amor, y este último se sufre. Heredero de los mejores exponentes de la Nouvelle Vague, sus películas trazaron un camino donde la clave es la separación y las consecuencias que dicha experiencia genera en los amantes. Cuando las palabras ya no alcanzan, lo que resta es la mirada sobre los cuerpos, la necesidad de explorar cada uno de sus rincones en los espacios que los circundan. Los ambientes en el cine de Garrel aparecen desprovistos de gente, como si una invasión alienígena hubiera absorbido al resto de la humanidad. Son pocas presencias pero intensas (el dolor tampoco es algo que tenga que masificarse; por el contrario, cada individuo lo vive de manera particular). En La cicatriz interior (1972), primer largometraje, inspirado directamente en su tormentosa relación con la cantante Nico, el diálogo ya no es posible y el sufrimiento se vive como adicción. De allí los largos aullidos de la mujer ante el amante que la arrastra por un paraje desértico. Por primera vez, Garrel utiliza un procedimiento que será un caballito de batalla, a saber, el hecho de otorgarle al llanto un sentido musical. Cuatro décadas más tarde, su última película, Amantes por un día (2017) nos recuerda la escena y nos habla del amor con bellísimas imágenes en blanco y negro. Una joven alumna sale del aula de la facultad y espera en un pasillo al profesor. Se encierran en el baño para tener sexo. Corte. Títulos. Otra joven llora desconsoladamente el fin de una relación. Sexo y amor. Dos estampas, dos maneras de sentir. La primera: goce y calentura teñida de clandestinidad; la segunda, la caída al abismo de la ausencia materializada en la desesperación, en la cicatriz interior, y un cuerpo que la sufre. El juego se abre y, como no podría ser de otro modo, haciendo honor a la tradición, se basa en un trío (padre, novia más joven e hija). A partir de que la hija vuelve a la casa de su padre, los tres desarrollarán una dinámica parsimoniosamente trabajada por Garrel donde las cuestiones del amor, de la fidelidad, de las relaciones pasajeras y del dolor serán moneda de intercambio según las circunstancias. Enamorarse es parte de un terreno movedizo, propio de una fragilidad que ya lleva su fecha de vencimiento y el desafío es asumirlo como tal. Puede salir bien y que el tiempo cure parcialmente las marcas, o en su defecto, la vía puede conducir al suicidio (tópico escenificado con recurrencia por el director francés).
Fue Gilles Deleuze quien hablaba del cine de Garrel como el fundador de un cine de cuerpos paradójicamente desde la ausencia. Es esta la que justifica en Amantes por un día una cámara que se detiene en los rostros femeninos, en sus posturas, como escrutándolos, indagándolos. Si en La cicatriz interior el movimiento físico era circular para mostrar la cárcel en la que estaban inmersos los amantes, aquí se abre una dimensión donde el estatismo gobierna el plano y en todo caso son los personajes los que reiteran los momentos de placer y de sufrimiento (no hay forma de concebir uno sin el otro): la alumna elige el baño como lugar de deseo y de goce pero se queda sola, el profesor camina en círculos desde la facultad hacia la casa para llenar un espacio que confirmará su fracaso y la hija vuelve con su novio luego del despecho. Como Vallejo, nunca se sabrá qué es muy bien el amor. Solo hace falta sentirlo en todas sus facetas.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant