La crítica destrozó Amenaza roja acusándola de patriotera, solemne y de tener una visión del mundo chata y estereotipada. Sin embargo, el peor pecado de la película del ignoto Dan Bradley no es el intento de producir una forzada épica norteamericana sino, muy al contrario, su falta absoluta de imaginación. Es que lo mejor de Amenaza roja ni siquiera le pertenece a la película: esta es una remake de la Red Dawn de 1984 dirigida por John Milius en la que se proponía un escenario alternativo con Estados Unidos siendo invadido por Rusia y sus aliados. Esa consigna, ajustada al mapa político actual, pide una mínima capacidad de juego y de riesgo que Amenaza roja no posee. La remake realiza un enroque previsible (salen los rusos, cubanos y nicaragüenses y entra Corea del Norte) y se dedica a confeccionar una gesta estadounidense en el que todos los personajes habrán de cumplir un rol preciso en pos de la defensa nacional: el rebelde, el egoísta, el que se sacrifica, el líder; cada uno cuenta solo con los atributos indispensables para echar a andar el mecanismo discursivo de la película, nunca existen como criaturas más o menos creíbles. El guión somete a los chicos devenidos soldados de ocasión a un entrenamiento militar dictado por un marine recién llegado de Irak (Chris Hemsworth) y lo hace en apenas unos pocos planos rápidos, perdiendo así la oportunidad de retratar la violencia de aprendizaje y el cambio: la película muta rápidamente de un film adolescente promedio a un relato bélico y de supervivencia pasando por alto la transformación. En poco tiempo, el improvisado grupo se convierte en un comando de elite capaz de poner en jaque toda la logística norcoreana, como si su pasado de estudiantes de secundaria un poco tontos ya hubiera quedado detrás de ellos.
Por esto es que el tono exageradamente patriótico es el menor de los problemas de Amenaza roja, porque para apuntalar tamaño mensaje harían falta personajes de carne y hueso y no los monigotes narrativos que despliega el guión. En el fondo, el conflicto bélico es lo que menos importa: los norcoreanos existen como meros villanos estereotipados, y uno puede pensar en cualquier otra nación enemistada con Estados Unidos ocupando el mismo lugar sin problemas (de hecho, el país invasor iba a ser China hasta que el cálculo de las pérdidas en la taquilla oriental motivó un cambio de último minuto: Corea del Norte reemplazó a los chinos y una buena cantidad de imágenes ya filmadas fueron retocadas digitalmente). Como contrapartida, los personajes que sirven en fuerzas del orden como la policía o el ejército son presentados como héroes impolutos (quizás solo un poco ásperos, para mantenerse fiel al estilo american badass). Pero incluso en esos términos, la película se esfuerza por mostrarse políticamente correcta cuando pone a un marine oriental (un japonés). Así es que Amenaza roja nunca pasa de un ejercicio tosco de la ucronía en clave patriótica que, sin proponérselo, viene a romper un lugar común del progresismo cinematográfico: el peor Hollywood tiene tantas dificultades para representar al “otro” como a sí mismo y para imaginar mundos alternativos en general.