Cine usado. Otra vez. Como propaganda. Triste. Como propaganda de la peor, la bélica. Más triste. Sus usuarios son los que suelen ser (al cine como propaganda lo han usado muchos, pero pocos tanto como la industria norteamericana) y la misión quizá no sea tan evidente: ¿justificar próxima invasión a Corea del Norte? Mm, psee. No. Hay algo más complejo que nada tiene que ver con los hombrecitos de los ojos rasgados. Alguna vez escribió un escritor checo radicado en París: “¿Te imaginas a la juventud francesa yendo entusiasmada a luchar por la patria? La guerra ya se ha hecho impensable en Europa. No políticamente. Antropológicamente impensable: la gente ya no es capaz de luchar”. Para que a EE.UU. no le ocurra lo de Europa se filman películas como Amenaza roja.
¡Pero basta! Esto es cine, no política. Y aunque resulte dificilísimo separar los tantos, hay que intentarlo. El film de Dan Bradley comienza de modo inteligente: en una ciudad pequeña del interior norteamericano unos muchachos dan rienda suelta a su cultura (antropología): chicos juegan al fútbol americano en universidades, sus familiares van a verlos, los jóvenes se reúnen por unas cervezas. Pero de improvisto el cielo se llena de paracaidistas. La ciudad está siendo invadida. La escena del “desembarco” es, sin duda, lo mejor que tendrá la película para ofrecer. Filmada con pericia, espectacularidad y hasta imaginación por parte de Bradley, la secuencia alcanza momentos de tensión interesantes.
El tema viene después. Poco debería importar la bandera norcoreana al momento de hablar en términos cinematográficos. Reemplacemos coreanos por extraterrestres y la cosa debería funcionar igual. La historia que continúa se desarrolla en tiempos demasiado acelerados, como si el film extrañara los tiempos del formato serie. Con mayores tiempos, el guión habría podido desarrollar mejor los personajes y sucesos siguientes: un adolescente (Josh Peck) que desprecia lo militar –pero en cuestión de días será mejor que Rambo; su hermano ( Chris “Thor” Hemsworth) que fue marine en Irak y en esto de matar gente algo sabe; un padre que alienta la guerra como único método aún a costa de su vida y la de sus hijos; las historias de supuesto amor (es imposible cobrar el mínimo afecto por los enamorados con tan poco tiempo disponible); y lo más endeble de todo, aquello que podría haberle dado mayor volumen intelectual al film: las visiones morales sobre la guerra, la guerra de guerrillas, los fundamentos de cada uno (incluso de los coreanos) para sostener el camino que han tomado. Pero no. No hay tiempo. Entonces, todos estos puntos se vuelven risibles; los diálogos, absurdos; las decisiones tomadas, insólitas.
El problema de estas películas que no tienen ningún sustento dramático (y por drama se entiende cualquier minima idea que no sea balacera y correrías) suele ser el siempre el mismo: en los minutos, segundos de pausa que propone el director para cambiar la escenas, surgen los bostezos. La acción no puede parar porque todo se cae a pedazos.
En la última parte comienzan a surgir los fraudes narrativos más característicos del cine de acción berreta: una adolescente apunta con precisión desde cien metros y un soldado invasor ultraentrenado yerra a dos metros: a esta altura, apenas un detalle respecto de todo el desvarío anterior.
El film puede comprenderse como una remake de la película que John Milius filmó en 1984 con Patrick Swayze y Charlie Sheen. Eran tiempos de la Guerra fría. Casi treinta años después parte del cine norteamericano ha cambiado poco. O peor aún, no ha evolucionado nada.