Por tantos motivos puede atraer La sospecha… El más importante en cuestión debe resumirse en un nombre propio, Denis Villeneuve, el director de la impresionante Incendies, film que acarició el Oscar años atrás y, en rigor de verdad, mereció ganarlo. Villeneuve llega al cine estadounidense, se rodea de un elenco de prima-prima (Hugh Jackman, Jake Gyllenhaal, Viola Davis, Maria Bello, Terrence Howard) pero huye veloz de las marquesinas: su cuento tiene lugar en una gélida población de Filadelfia, tan pequeña y tan cercana a los bosques que los fanáticos de Stephen King estarán de parabienes. Lo que comienza como una descripción de vida social de aquellas gentes (y que incluye el temeroso personaje que interpreta Jackman, de tanto estar atado a la tele, precavido de posibles ataques terroristas o secuestros) vira hacia el drama familiar cuando las hijas de dos familias amigas (incluida la del preparado Jackman) son, efectivamente, secuestradas. La película de Villeneuve es una cinta larga. La propuesta, claro está, es la ideal para aquellos que aman los filmes pacientes, para aquellos que gustan de perderse en una buena historia y no se la pasan mirando el reloj para ver cuánto falta (aquellos que hayan leído a Kundera entenderán: para aquellos que saboreen el pato asado). Porque luego de la presentación sociológica, el drama del secuestro e incluso del desesperado y polémico accionar del padre fanático (que empujaría la cinta al policial negro o el film de culpa), La sospecha tendrá un nuevo personaje que aparecerá recién en la segunda mitad y llevará el film a los terrenos del policial: el detective Loki (Jake Gyllenhaal). A propósito de Gyllenhaal, la película puede recordar, por cadencia, aquella lograda Zodíaco. Qué nadie se apure, entonces. Villeneuve desarrolla tiempos y cámaras reposadas para permitir crecer el relato de un modo personal ¿Podría haberse acortado un poco la película, sin cambiar la estética que los propios tiempos generan? Tal vez unos pocos minutos. El mismo film rodado en una hora menos sería otro film. Se entiende: Villeneuve no es Nolan. Quizá un film más propio para el Dvd que para el cine, perderse en un gran narrador como el director canadiense es la propuesta de esta buena película que es La sospecha.
He aquí una comedia romántica. Pero atención, su propio autor y director la presenta como una comedia romántica… para hombres. Bastante misógina, bien pesimista, poco romántica, El amor dura tres años (y después todo es cuesta abajo, debería agregarse) probablemente no sea del gusto de las más tradicionales habitués del género. Por cuestiones obvias, tampoco muchos hombres concurrirán al cine a verla. Entonces: ¿quiénes serán los espectadores de este curioso film? Seamos sinceros: al menos aquí, en la lejana Argentina, serán pocos. Pero eso no quita la reflexión a la hora de escribir una valoración: se trata de una película original, bien hecha, entretenida, con un tipo de humor cínico y por momentos absurdo utilizado de un modo interesante. Resumiendo: El amor dura tres años es una buena película. El film comienza con una presentación a toda pompa. Mientras se dan los títulos habrá que estar atento: una pareja se conoce, se enamora, se acuesta, se casa, se hastía, se divorcia. Entonces el crítico literario de poca monta Marc Marronier (Gaspard Proust) aparece deprimido, sin consuelo en los excesos, con ganas de matarse pero ni eso puede, el muy inútil. Hasta que conozca a otra mujer, claro. La despampanante Alice (Louise Bourgoin, de Un suceso felíz), que parece venida a la tierra a pedido del pobre de Marc, anda con pocas vueltas, es menos histérica que el común de las mujeres y, lo mejor de todo, es supersexual. La película tendrá las vueltas suficientes para seguir la estructura de la comedia romántica tradicional (pareja se conoce- se pelea antes del final- desenlance), pero convengamos que un film que maltrata bastante a las mujeres, que define al sexo como algo más visual que táctil, que no fuerza el final feliz, ¡que no persigue el matrimonio sino que lo defenestra!, no es un film convencional para las más románticas. La comedia tiene algo del espíritu del cine del querido Sebas De Caro. Un personaje loser, lejos del galán hollywoodense, anda a los golpes por la vida amorosa. Escrita y rodada por un mediático francés, Frédéric Beigbeder, escritor, animador, periodista, director, algo así como una suerte de Jaime Bayly franchute, la película tiene una agilidad notable y no es ni por asomo el film galo atado a los tiempos más aburridos que a tantos espanta. Para divertirse con un film que jamás será popular pero, quién te dice, en el futuro pueda servirte en la ocasión menos pensada con la señorita de turno: “Hace mucho vi una peli francesa desconocida que estaba buena y era como contraromántica”, “¡Sabés que yo también la vi! El amor dura tres años ¿no?”. Y ahí… ¡zakate!.
Los juegos del hambre, la saga con mejores críticas de los últimos años, enseña su segunda parte. Se trata de una consolidación y, por qué no, de una confirmación. En llamas trascurre en ese mundo que Suzanne Collins construyó con tanta coherencia (y doloroso parecido) en sus novelas: un mundo de absolutas desigualdades, donde aquella alta sociedad (el Capitolio) que vive su existencia de modo frívolo tiene que enterarse, tarde o temprano, que fuera de sus fronteras otras personas mueren en medio de la miseria. Entonces la confirmación: si alguien aún asemeja a la saga con los best-sellers adolescentes más simplones no está entendiendo. Los juegos del hambre es una gran construcción narrativa crítica. Si en la primera entrega el foco se centraba sobre las juventudes usadas por (y para) el show, la secuela ya no deja dudas: nos acercamos a tiempos sociales tumultosos. Lo hermoso del mundo hermoso tendrá que dejar de ser. Porque lo horroroso del mundo horroroso sucede por mantener esa hermosura (parcial). En ese sentido de comprensión, En llamas es un film de ideas violentas, de extremos. Así tiene que ser. Al fin y al cabo, chicos y chicas, lo que está en juego es la Revolución, ni más ni menos. Y como producto artístico que el film es, el concepto de Revolución no es tomado a la ligera ni pintado con colores pasteles, como suele hacerse desde la TV o los periódicos. Tal vez sea ése el principal mérito del director Francis Lawrence: dar imágenes y tiempos exactos a un texto tenso, que elude lugares comunes y persigue el tiempo de cambio. En En llamas nadie encontrará frases vagas como “tenemos que olvidar nuestras diferencias” o “debemos hallar qué nos une”. En la sociedad de Panem nada une: los unos viven de los otros; los abusivos del distrito rico insisten en que la muerte (de los otros) es divertida, es entretenimiento, está bien. La pintura que hace el film es tan certera que los planes maquiavélicos no se limitan a un presidente malvado (Snow, el inefable Donald Sutherland). Los habitantes normales, quienes detestan el olor de los secuestrados de los distritos pobres, viven conformes dentro de ese estado de las cosas. Lo avalan. La antiheroina Katniss Everdeen (otra vez interpretada por una gran Jennifer Lawrence) avanza a paso dubitativo hacia el cambio, un cambio del que no está del todo convencida porque los aromas del individualismo –salvarse ella y sus seres queridos– la seducen una y otra vez. Pero las bondades de confort que ofrece el Capitolio no confunden a los amigos de Katniss: ellos se encuentran decididos a confrontar con ese modelo. En llamas, como digna segunda parte o parte intermedia que es, se alista en la tradición de filmes como El imperio contraataca o Volver al futuro 2. Su guión es complejo, virtuoso, por momentos impreciso. Sin el orden que el director Gary Ross le dio a la primera entrega, esta continuación de Los juegos del hambre cae en varios desaguisados al momento de estructurarse. A medida que las cosas se van poniendo turbias, también pesa sobre la película una extraña certeza: que la película no va a terminar. Terriblemente inconclusa, el film corta ahí donde el espectador se halla acurrucado en su butaca, con los músculos tensos. Por delante queda una tercera parte, Sinsajo, pero para ella habrá que tener paciencia. Claro, los más chicos, los que vieron La guerra de las galaxias por cable, no conocen la rara sensación de no tener otra peli esperando por ser vista en la reproductora. He ahí otra buena definición que resume a “Los juegos del hambre”: el capricho del público no justifica todo. Para la resolución de la historia hay que esperar.
Tan solo unos meses atrás se estrenó en Argentina el thriller Séptimo, con Ricardo Darín como protagonista y Belén Rueda importada a Buenos Aires para formar parte de un film de intrigas. La sensación principal al abandonar la sala tras ver la proyección era: se trata de un guión sencillo, vulgar si se quiere, bien rodado: una película correcta. Alberto Lecchi repitió algunos pasos de aquel film para su nuevo trabajo, el décimo segundo ya. Convocó a una figura española (Ariadna Gil, quien ya trabajó con él en varias ocasiones), para situarla en una extraña (para ella) Buenos Aires. También el texto a trasladar a la pantalla era un thriller. Pero a diferencia de Séptimo, En Sola Contigo el texto se las ingeniaba para acudir a sitios más complejos que las meras secuencias de contrareloj. Un guión bastante retorcido, ambicioso en sus cuestionamientos humanos, incierto en el devenir de cada cuadro, propinaba las posibilidades de una película superior. La sensación principal al abandonar la sala tras ver la proyección es: se trata de un texto virtuoso, rico si se quiere, pero mal rodado: un film irregular. Lecchi confía en exceso en el gran atractivo del film, la historia de una perturbada Maria (Ariadna Gil), una catalana que recibe el aviso anónimo de que será asesinada en los próximos días. A la pobre María el anuncio parece sumarle tan solo un motivo más: su vida es desdichada por muchas razones, anteriores a la misteriosa llamada que da rienda a la cuenta regresiva. Con la información entregada a cuenta gotas, con pericia para el suspense, concluye lo mejor del film y empiezan los problemas, que se situan en las decisiones en apariencia más sencilla: las escenas. Agotamiento, culpa, desesperación son sentimientos que el espectador debe recoger de las líneas de texto más sobreseñaladas. El resto es una suma de secuencias poco naturales, diálogos mal compuestos, escenas de sexo de mínimo vuelo, algunas actuaciones resueltas de taquito pero poca expresividad (Ay, Sabrina Garciarena, Gonzalo Valenzuela y Antonio Birabent). Apenas la entonación profunda de Leo Sbaraglia y la mirada fría, ausente, pero también endurecida de Ariadna salvan los aspectos formales de una película que salió bien desde los libros, pero no despega en aquello que recibe el espectador: las escenas de las que se compone un film.
Sucedió hace apenas unos minutos. Me senté a escribir este artículo, pero antes paseé un poco por el amigo Facebook. Allí vi uno de esos afiches que circulan de a millones por las redes sociales. Me gustó el texto/imagen: “nadie nace racista”, debajo de un bebé sonriendo a un hombre negro, mientras su mamá mira hacia otro lado. Es un juego de palabras respecto de aquella otra sentencia que también comparto: “ningún pibe nace chorro”. Parecen afirmaciones con las que nadie podría disentir. Y sin embargo todavía existe tantísima gente que aún se niega a entender que el ser humano es un animal (precisamente todo lo contrario: no es un animal) de cultura. Todos sus comportamientos, los aceptables, los repudiables, son productos de la cultura que lo ha diseñado y lo contiene (las redes sociales, por frívolas que parezcan, también son cultura y ojala nos modifiquen para bien). Sobre la cultura norteamericana abreva El mayordomo,el nuevo film de Lee Daniels. La película cuenta la vida de Cecil (basada en la historia de real de Eugene Allen, interpretado por Forest Whitaker), un afroamericano que creció en las plantaciones de algodón de los estados de sur y cuyo itinerario como esclavo/sirviente/mucamo lo llevó a servir varias décadas en la Casa Blanca. Su cambiante vida se desarrolló en paralelo a los momentos cruciales de las luchas de los derechos civiles de los negros. En tradición de típica biopic, o mejor aún, en la tradición de los filmes como Forrest Gump, la historia de Allen era parada obligatoria para una película hollywoodense. El guión escrito por el mismo Daniels tiene el acierto conceptual de involucrar la vida de Cecil dentro de un contexto macrosocial. Esto, que puede parecer una obviedad cinematográfica, demuestra que el director comprende que nadie está exento del alrededor, éste afecta a los individuos. Esta visión de mundo se corresponde con la estructura de repaso de historia que tan famosa hizo la película con Tom Hanks: al igual que el pobre Forrest, Cecil también es testigo del pasar de muchos presidentes y personajes relevantes de EE.UU (Robin Williams es Eisenhower, James Marsden, Kennedy; Liev Schreiber, Johnson; John Cusack, Nixon, y así muchos más) y de las respuestas civiles y armadas, las pacíficas y las violentas. En plan de contar los dos ámbitos, el privado y el social ¿pierde la película posibilidades de profundizar? Seguro. El film cae en lugares comunes (Nixon es malo; Kennedy, bueno) y revisa la historia yanqui hasta ahí: hasta donde Hollywood suele revisar. Políticas exteriores, asimetrías e imposición de mercado a naciones exhaustas, fomento de guerrillas convenientes y demás horrores tendrán que esperar, oootra vez, para otra película. Pero hay algo que es más importante que eso. Aunque parezca imposible, lo hay. En la recorrida, una idea late detrás de cada escena. Daniels jamás pierde de vista el hecho de que, así como nadie nace racista ni esclavista ni asesino ni ladrón, tampoco nadie nace abusivo ni saqueador ni indiferente. La idea de que las mayorías ricas tienen preponderancia (o “mayor responsabilidad”, para citar uno de los eufemismos preferidos estadounidenses) por sobre las minorías pobres es tan solo otra imposición cultural. Cuando cambie la cultura cambiarán los actores, quines cambiarán las desigualdades y reacciones equivocadas e injusticias. Pero ¿cómo hacerlo si es la cultura la que determina a las personas? Allí se halla la idea más paradójica, la más compleja dentro de un film de apariencia sencilla: al fin y al cabo, la Cultura, así, con mayúsculas, la hacen las personas. En cada gesto, cada mínimo hecho, cada insignificante elección. Si las plantaciones algodoneras fueron lo más parecido al infierno en la Tierra, fue porque las personas beneficiadas no las cuestionaron (o sea, las avalaron y fomentaron) y disfrutaron de sus ventajas. Quizá de eso trate El mayordomo: basta de echarles la culpa a los demás; cada uno es responsable de las atrocidades que permite el mundo. Dicho en criollo: que la humanidad bien entendida empieza por casa.
¿Quedará alguien que jamás haya visto una película de Alex de la Iglesia? Qué interesante sería escribir esta reseña para él. Pero más interesante sería espiarlo mientras la mira ¿Qué caras pondría ante la pantalla? ¿Se reiría, se asquearía o se agarraría la cabeza sin comprender semejante delirio? Basta de divague: por si todavía queda algún paracaidista tardío, Las brujas es un film ideal para conocer a este realizador único. Las razones hay que encontrarlas en la forma personalísima de filmar que tiene de la Iglesia. Pocas veces en la cinematografía se advierte tan claro lo acertado de aquella máxima: el qué es el cómo. Las brujas, inclasificable en comparación con el cine más convencional donde miles de películas repiten la misma estructura, tiene ideas, tiene un tema, argumento, concepto y hasta simbolismo. Pero lo que atrapa al espectador (razón de fans y, aceptémoslo, detractores) siempre es su estilo, sus formas. Composición tema, Las brujas: Qué: las mujeres son odiosas y echan a perder este planeta. Cómo: la historia desopilante de un puñado de perdedores que quieren hacer un robo, pero algo se complica y terminan atrapados en una aldea de hechiceras en pleno Siglo XXI. Etiquetar los filmes de este peculiar realizador es una ardua y desagradable tarea. Pero para ahorrar trabajo al lector desprevenido podría aventurarse que la película merodea por varios géneros aunque la veta principal es el humor. Gags y chistes se combinan con un toque de fantasioso y un poco de terror del cine Z. Sin embargo, la clave del nuevo film del director español, tanto como de los anteriores, pasa por las características esperpénticas de historia, personajes y escenas. Todo es imperfecto, ridículo y fallido dentro de esa España que de la Iglesia pinta desde hace décadas con una paleta ultradecadente. Para lograr esa visión cutre y coherente, Las brujas combina de forma admirable un elenco de maravillas (Hugo Silva, Mario Casas, Jaime Ordoñez, Carmen Maura, Terele Pávez y Carolina Bang, entre otros) con escenarios oportunos y un humor negro arratonado. El ensamble de las diversas piezas del cómo es suave y natural, todo funciona de maravillas, aunque más revelador de la estética del film sería decir que nada encastra, pero para eso está la vaselina, que hace que las cosas funcionen como sea. Tal vez sea ese el gran mérito de de la Iglesia. Filmar con espíritu bizarro pero sin resignar cuidado por las resoluciones y detalles. Esa rigurosidad es la que hace que las formas logradas se vuelvan tan importantes que se conviertan en lo primero en distinguirse en el film: el cómo le ha ganado al qué. ¿Y ese espíritu bizarro perdió frescura con los años y la mayor producción? Para nada. Con mejor presupuesto y tecnología, de la Iglesia demuestra que puede filmar con la lucidez y el cinismo de la lejana El día de la bestia. El estreno de Las brujas es la ocasión ideal para pegar un telefonazo a las distribuidoras locales: entre tanto estreno mediocre hollywoodense, en Argentina aún no se ha estrenado La chispa de la vida, película anterior del director. Fans y vírgenes merecen todo el cine de este pequeño geniecillo, que habla en español.
El 12 de abril de 1981 fui al Gran Premio de Formula 1 disputado en Argentina. Bah, se supone que fui. Era apenas un niño y mi vieja me llevó al sector lejano del curvón Salotto. Jacques Laffite se despistó con su Ligier y fue a dar con los guardrrails. Cuando salió de su coche, cientos de personas se acercaron a mirar el coche de cerca. Mi vieja apenas retomaba la respiración: el piloto estaba vivo. Eran otros tiempos y así lo enseña Rush, pasión y gloria, el film de Ron Howard que se estrena por estos días. En aquellos años, salir a pista con un F1 era mojarle la oreja a la muerte. Pero no solo las condiciones de seguridad eran otras. También el mundo y la vida social eran distintos. Y eso es lo que el director de J. Edgar plantea desde el minuto uno de su flamante estreno: un auténtico viaje. Pero Howard no se conforma sólo con hacer de Doc Emmet Brown. Por medio de la efímera rivalidad Niky Lauda-James Hunt, la película bucea entre dos visiones de vida antagónicas que son las que le dan, a otra película de carreras, una dimensión significativa. A ver: el historial de la Formula 1 resguarda para Lauda un sitial privilegiado: tres veces campeón, genio del automovilismo. James Hunt, en cambio, tuvo una gloria fugaz cuando alcanzó su único título en 1976, obtenido por la imposibilidad de Lauda de correr varias carreras, por el terrible accidente en el viejo Nurburgring. Ése es el año que toma Rush, pasión y gloria para hacer un film impresionante e inolvidable. Howard no pretende ensayar sobre F1. Estadistas y fans tomen la película como lo que es: una ficción. El guión acomoda los datos verídicos para tejer una línea narrativa donde dos son los objetivos expresivos a alcanzar. El primero es trazar dos personajes que resultan contrapuntos perfectos. Chris “Thor” Hemsworth interpreta a un desaforado James Hunt. Velocista innato, fachero, mujeriego y borracho, va por la vida a mil por hora (metáfora cursi pero, convengamos, oportuna). Daniel Brühl, el hijo de Good Bye, Lenin, es un Niki Lauda desarrollista, horrible, gélido y ultraprofesional. Entre los dos se desata un duelo personal que viene desde las inferiores. Ambos van por la gloria. Pero sus búsquedas son distintas. Y quizá lo sean también, a largo plazo, sus objetivos. Esa postura es el background dramático que le da sólidos cimientos humanos al film. Y después está el otro drama, claro. Para muchos cero-humano, pero cómo no llamar escenas dramáticas a las brutales secuencias de carreras en un época suicida del automovilismo. La vivacidad y el realismo de las escenas de pista son el otro objetivo expresivo que Howard supera con creces. Sin exageraciones, Rush, pasión y gloria es un film imperecedero sobre tiempos románticos e irremediablemente idos (para mejor, pero cómo evitar la nostalgia). Otra que Volver al futuro, el cine volvió a hacerlo: autos de lata, motores potentísimos, circuitos semi-selvas sin nada de seguridad, muertes a menudo, dinero, siempre el cochino dinero. Y los gatos. Dicen que sólo las cucarachas podrían sobrevivir al desastre nuclear o al viaje en el tiempo. Howard tiene otra teoría. Mientras existan autos rápidos y dinero, los que sobreviven son los gatos.
Existe el subgénero. Existe y vale tanto para la vida como para el arte, vale para la literatura y, también, para el cine. “Las vacaciones del …” (complétese a elección). Las piezas de este subgénero suelen comenzar con unas expectativas desplomadas y terminan con la vida abierta delante de los ojos. Como sea pero terminan. Tenía que ser así. Las vacaciones son, por definición, apenas un paréntesis. Un camino hacia mí es el film que los guionistas Nat Faxon y Jim Rash aportan al historial del género. Luego de entregar el texto de aquella perlita llamada Los descendientes, ambos se desafiaron a ponerse tras las cámaras. El resultado es una bella confirmación: tanto Faxon como Rash tienen la misma sensibilidad para escribir como para dirigir. La cosa empieza mal, con un adolescente que de golpe y porrazo tiene nuevo padre (“padrasto” sería la palabra apropiada: un odioso, impecable Steve Carrell), que es un maldito soberbio de esos que andan necesitando un buen correctivo que les acomode las ideas. Pero a su madre le gusta y qué problema. Al padrastro se le suma una hermanastra, típica rubia siome que también anda necesitando (que le baje los humos). Pero en la ciudad costera a la que la nueva familia ensamblada llegará para descansar, el muchachito Duncan (Liam James) también conocerá otra clase de personas: Owen (un zaparrastroso pero querible Sam Rockwell), director de un parque acuático, y la vecina (Anna Sophia Robb), otra rubiecita pero con movimientos en el encefalograma. El film de la dupla Faxon-Rash (que se reservan dos personajes bastante importantes: laburantes del parque) es una muestra más del excelente momento que pasa el cine independiente norteamericano. Hay ciertas pautas que comienzan a repetirse, cierto, pero aún se destaca en ellos la incesante persecución de los sentimientos humanos, de la compresión de por qué una vida llena de confort y seguridades económicas no consigue atrapar la felicidad. Si a esa idea primordial se le suma la pericia técnica de sus realizadores, la calidez con las que hacen sus filmes, la pasión y alegría que desborda de sus trabajos (hay que verle la cara a Faxon para comprender cuánto alguien disfruta con lo que hace), no es raro que a la hora de los grandes premios se cuelen propuestas hechas con dos mangos, pero muchísimo amor por el cine: El lado luminoso de la vida, Las ventajas de ser invisible, Buscando un amigo para el fin del mundo, Un zoo en casa, Lazos de sangre, la aún no estrenada Best man down, 50/50, la propia Los descendientes. La lista de recomendaciones corre por cuenta de Cinematiko. Pero todo tiene un final, todo termina (tengo que comprender, piri bi ribi riri…). Lo importante, cuando lo haga, es que algo se haya modificado. Porque de cambiar (los personajes, la mirada sobre la vida, a los expectadores… bah ¡de cambiar el mundo!) se trata el cine. Al final de cuentas, siempre se trató de eso.
Sofía Coppola hace camino al andar. Al andar se hace camino y al volver la vista atrás… comienza a vislumbrarse una huella reconocible en su filmografía (ya que estamos prontos al estreno de un film de Formula 1 –Rush, imperdible–, usemos una metáfora automoviliana: después de varios giros de pasar por el mismo sitio, la pista comienza a trazar una huella encauchada donde se circula mejor). Coppola parece sentirse cómoda en los retratos de una vida que conoce: el frívolo mundo de las celebrities. Y, claro, lo que ocurre cuando las cámaras se apagan. Adoro la fama es el horripilísimo título con el que se estrena “The Bling Ring”, la nueva película de la hija del gran Francis. Y así como en su anterior film, Somewhere, la cámara de la directora se posaba en el famoso en cuestión, ahora la cosa bien podría ser acerca de quien en aquella cinta hacía las veces de papel de reparto: la hija. Bien, las nuevas protagonistas son varias adolescentes de familia multimillonaria en California. Y también lo es un muchacho simpaticón, no tan rico, que no puede resistirse a ese mundo imposible, realmente imposible y, sin embargo, extrañamente real. Pero Coppola no filma por filmar. Su film parte de un concepto que reina por sobre toda la producción y que es diferente del film anterior. Si en Somewhere el conflicto era vivido como un drama por el protagonista (un adulto vacío con su existencia millonaria) y la cámara reflejaba desazón, indecisión, anhedonia (bah, digamoslo en criollo… ¡lentitud!), la óptica de Adoro la fama refleja a quien enseña: chicos. La juventud que se lleva el mundo por delante y nada cuestiona y nada sufre toma la puesta del film y la hace ágil, divertida, cool, fashion y que sigan los adjetivos. La directora se rodea de un grupo de actores que cumplen a la perfección con su rol. Emma Watson (Hermione en Harry Potter), Katie Chang, Israel Broussard y Taissa Farmiga conforman el combo juvenil. Por ahí anda Leslie Mann (Bienvenido a los 40), en rol de madre sin materia gris que quiere – buenamente– criar a sus hijas en la felicidad y el confort. Las casas por robar hacen las delicias de los espectadores: Paris Hilton, Lindsay Lohan, Orlando Bloom, Megan Fox. Se trata, claro está, del film más fácil de Coppola. Fácil de ver. Pero de ningún modo se trata de un film menor o sin contenido. Los chicos roban pero qué. Nada es importante para esos chicos frutos del añodosmil. Víctimas (¿víctimas?) de un mundo sin ningún tipo de valores, la película contiene una visión ambigua también hacia el futuro: a estos chicos ultra-frivolizados nada los conmoverá nunca porque nada sienten ni sentirán: habitan una ciudad donde el dinero es tanto que han perdido el contacto con la realidad, en todos los sentidos (en diversas formas, la idea de toda la filmografía de Coppola). Roban pero el hacerlo no les replantea nada, tienen relojes y ropas pero jamás ninguna los complacerá. Se trata de un grupo de chicos y chicas hermosas que apenas disfrutan, incluso, del sexo; que no los asusta un chumbo. Con ver las escenas que se suceden alguien puede pensar que estos chicos podrían quemarse y tampoco sentirían ardor: un mundo que les da tanto les impide la experiencia humana de vivir.
Es posible que años atrás un estreno llamado Tiempo de caza, interpretado por Robert De Niro y John Travolta, hubiera sido un boom de taquilla y un infaltable en el TopTen de fin de año en el cine de acción. Pero lo dicho: todo eso si se hubiera estrenado quince, veinte años atrás. Pero el tiempo pasa. Pasa para el cine de acción, para sus protagonistas y, sobretodo, para los espectadores. Si comenzamos de atrás hacia delante, ¿son estos dos (¿ex?)monstruos del thriller referentes para la muchachada que llena las salas de hoy. Decididamente no. Johnny Travolta trascurre años en el candelero con buenas películas y desaparece otros en los que nadie sabe qué hace. Siempre fue así. Lo de De Niro es aun peor. Los jovencitos más irrespetuosos lo pueden tener como un aceptable comediante (¡justo él!), rotulo que se vio puesto en serio riesgo después de la incomprensible La gran boda, donde compartió el papelón junto a otros astros de aquellos años tan lejanos. ¿Y qué hay del cine de acción? Seamos francos. El cine de acción ya fue. Al menos, fue como cultura. Fue como lo fue el rock and roll, como lo fue el picado en el potrero (¿?). En tiempos donde las cosas han cambiado y los gigantes del cine intentan comprender cómo funciona el mundo fuera de los estudios, el director Mark Steven Johnson lanza a cámara un film extraño que combina la propuesta del cine más tradicional de acción con un drama de reflexiones complejas sobre el ser humano, su innata violencia y qué sucede con el después de las guerras más sangrientas. Es posible que la propuesta sea interesante y seduzca a muchos de aquellos que estén leyendo estas líneas. Al fin de cuentas, Rambo, la primera, la genial, no era más que eso: un excombatiente que se encuentra de regreso en su tierra averiguando cómo se retoma una existencia normal. Tiempo de caza parece acercarse a ese planteo en muchos aspectos: punto de partida, escenario, clima, estética. Desde su argumento plantea la búsqueda de venganza de un genocida serbio gatillado por un marine en su propia tierra. Décadas después, el serbio llega a Estados Unidos a cobrarse el pasado. La idea madre que Johnson trafica es sencilla: Estados Unidos planta guerras afuera y quiere ser amo y señor que indique comienzo y fin de la carnicería. Pero eso, tan sencillo en los papeles, puede complicarse en la realidad. Un planteo rico. La puesta del film, en cambio, será más lineal: una larga escena con estos dos personajes intercambiando palabras y torturas varias. ¿Qué falla en la película? Aquello que en Rambo funcionaba tan bien: los momentos de diálogo (en el film de Stallone, mínimas y excelentes líneas pop), las secuencias de acción (aquí violentísimas) y la transición de una a otras. Los giros narrativos, por llamar de algún modo a esa tortura alternada, se vuelven repetidos y previsibles. A estos tipos veteranos de guerra se les escapa el enemigo demasiadas veces por ataduras mal hechas; viejo recurso que deschaba a los filmes mediocres. Lo que falla, entonces, es la forma. Qué problema. Porque el cine, como experiencia dentro de una sala, es forma; las ideas habrán quedado en los bosquejos de guión, en el rodaje, pero es imposible disfrutarlas/analizarlas frente a la pantalla. En el cine se ven escenas, no ideas. Quienes se resisten a comprender esto, deben ver Tiempo de caza. Y entonces se convencerán.