Estado de sitio.
La diáspora palestina hacia Estados Unidos es un tema que, más allá de sus oscuros orígenes, se ha vuelto especialmente controvertido en una era signada por la sospecha y la desconfianza. Cherien Dabis encuentra el tono justo para abordarlo, sin caer en la tentación del panfleto, el trazo grueso o el golpe bajo. Las primeras imágenes de la película describen la ingrata rutina de Mouna y su hijo Fadi, árabes de la minoría cristiana que habitan en los territorios ocupados. El singular dúo vive al borde de un ataque de nervios sufriendo las presiones y los obstáculos que les imponen tanto la fuerza de ocupación como la burocracia palestina. El tormento cotidiano contrasta con la belleza del árido paisaje, el sol encandila la tierra con gamas que van del beige al ocre. El prólogo contiene algunas escenas que parecen impuestas, pero sirve para poner en relieve los sacrificios y las esperanzas de los inmigrantes una vez cruzado el océano.
En América son acogidos por la familia de la hermana de Mouna, pero se presentan nuevas dificultades. Ya no se trata de perpetuar un clan prestigioso (en Cisjordania, Mouna era banquera y su hijo asistía a una escuela privada), sino de conquistar un estatus social y conservarlo. A partir de ese momento se desarrollan tres ficciones al mismo tiempo y de manera autónoma, sin que esto represente un problema para el equilibrio del conjunto. El relato principal sigue el descenso socio-profesional de la madre, que disimula su trabajo en un local de comida rápida con una mezcla de vergüenza, pudor y orgullo. Esta historia cohabita con las desventuras de Fadi en su nuevo entorno escolar, y con la crónica de la familia instalada desde hace mucho tiempo en América, que ve cómo se desmoronan sus expectativas de integración. A simple vista son demasiados tópicos, pero Dabis navega con sutileza entre la comedia y el drama, aportando cierto verismo mediante una imagen cruda, casi documental.
Los reparos pasan por algunas situaciones trilladas, demasiado vistas y menos logradas que en otras películas, como los amores prohibidos entre la sobrina de Mouna y un joven afro americano, las amenazas del típico grandote recio de la clase hacia el extranjero, o el ejemplo de vida del comprensivo, tolerante (y judío) director de la escuela. La película gana cuando se recuesta en la esfera íntima de la familia, en la evolución de los vínculos y en la definición de nuevas fronteras entre sus integrantes. Nisreen Faour, una actriz palestina que interpreta su primer protagónico en cine, acentúa delicadamente la ingenuidad de su personaje. Cuando el agente de inmigración le pregunta “¿Ocupación?”, ella responde “Sí, vivimos bajo la ocupación”. En torno a su sensualidad y su inquebrantable voluntad de ser feliz se dibuja al resto de los miembros de la familia: el patriarca cansado, la adolescente que rechaza abiertamente su herencia frente a los suyos pero la reivindica con sus compañeros de clase, o la hermana de Mouna (Hiam Abbass interpretando un personaje opuesto al de El árbol de Lima), una mujer seca, desengañada, que no percibe su nueva identidad.
Cherien Dabis no posee la singularidad ni la potencia formal de Elia Suleiman, pero consigue un retrato universal que muestra con sutileza la fraternidad necesaria para sobrellevar el choque cultural, lingüístico, geográfico y climático que representa el exilio. Tras el sol, las especias frescas y las viejas piedras de Jerusalén, vienen la grisalla del Midwest con sus amplitudes suburbanas, sus supermercados y sus fast-foods. Las normas no las impone el aparato del Estado, sino la sociedad americana creando los fundamentos del consumo como imperativo categórico. La sensación de Estado de Sitio permanece. Amerrika es un modesto y simpático llamado a la resistencia.