Comediantes.
Una comedia, aunque no tenga muchas luces, se puede llevar a cabo si cuenta con actores competentes. En esta comedia romántica de Ivan Reitman, que no tiene romance y casi no tiene comicidad, Ashton Kutcher cumple bien, con una dignidad que parece venirle como resabio de un cine pretérito, en su papel de tarambana inveterado, siempre un poco a la intemperie del afecto y la atención. Una de las curiosidades más enojosas de Amigos con derechos es la poca sustancia de los personajes, pero el actor consigue providencialmente zafarse de la maldición porque, a esta altura, sus personajes son casi siempre arquetipos construidos con músculos y un atolondramiento elaborado con notable tozudez película a película. Si lo pensamos un minuto, vemos que ya en That ‘70s Show el tipo era un pedazo de humanidad primitiva, alumbrada con una sonrisa de primate, a la que se podía acudir de tanto en tanto para darse con ella un buen revolcón como hacía el personaje de Mila Kunis. Cuando quisieron que se calzara un traje de Cary Grant le faltó la sofisticación necesaria hasta para lustrarle los zapatos al ilustre expatriado, el acid eater inglés. En la película de Reitman también está Greta Gerwig, que resulta ser la princesa del balbuceo, de la palabra deslizada levemente a destiempo, la soberana de las miraditas dirigidas a un infinito que en realidad es acá nomás, que no es otra cosa que estos rincones de locura común en los que amanecemos a diario. Lástima que le toca un secundario con pocas escenas.
Pero una comedia romántica sin gracia es un cataclismo. Y la gracia es también fluidez, elegancia, claridad, distinción. Tenemos dos actores del lado de los buenos pero con eso no alcanza. La cruda verdad es que a Kutcher le falta una partenaire digna. Por más grandote que sea, no se debe pretender que el tipo lleve todo sobre sus espaldas. Y ya se sabe que con Natalie Portman, la estrella de marras que lo secunda y cuyo nombre nos guardábamos de pronunciar todo lo que podíamos, no se puede contar para nada. Cuando era chica llevaba amiguitas a su casa para que la vieran jugar con las barbies a ella sola, minga se las iba a prestar. Portman siempre está ocupada en sus pequeños unipersonales, esos actos de vandalismo privados en los que el conjunto termina saboteado desde sus mismísimas entrañas. Su belleza impávida, esculpida a golpes parejos de ingravidez y estreñimiento, la convierten en una negada total para la clase de comedia que se intenta sin suerte en Amigos con derechos.
Sin química –esa palabra maldita– que cohesione a los actores ni ideas narrativas que sirvan para disimular su falta, una comedia no es más que una cosa inerte que sólo usurpa esa categoría por prepotencia de nomenclatura. Además, Amigos con derechos exhibe un par de torsiones respecto de sus hermanas mayores, comedias de pleno derecho (ella es la que no quiere compromisos, en cambio él trata de formalizar a toda costa; hay personajes que parecen tener una orientación sexual y terminan teniendo otra, por ejemplo), que se encargan de darle el toque de falsa contemporaneidad que el cine de Hollywood pide a gritos, atento siempre a la corrección y a los buenos modales, pero que achatan todavía más el horizonte de la película y le restan lucidez y arrogancia. Porque una comedia romántica debería ser una cosa de otro planeta en estos días; debería, tal vez, mirar a la cara del espectador desde un tiempo que es sólo el del cine en lugar de arrastrarse servilmente buscando conectar con la audiencia de manera automática. Amigos con derechos no hace nada de eso sino que se adapta, entra en la madurez, como su pariente La familia: Reitman consigue una comedia romántica madura en la que ningún elemento parece importar como no sea la lagrimita que corre por la mejilla del personaje de Kevin Kline, que llega justo a tiempo para advertirnos acerca de lo conveniente que es en la vida tomar las decisiones correctas.