Doble moral.
En el cine de hoy (ni hablar de las series) hay una obligación de aparecer yuxtapuesto al cine del pasado, quizá sea una acción inconsciente en el hacer que libera la carga nostálgica o una forma intrínseca de conectar con un público que también vive en un estado de buceo hacia un consumo anterior. Es decir, es el viejo camino de la doble articulación entre la producción y el reconocimiento el que provoca este direccionamiento a -en el mejor de los casos- reinventar lo inventado (por supuesto que la falta de ideas de Hollywood expande este fenómeno de la nostalgia). La diferencia en la utilización de esta recurrencia actual la hacen los autores, o al menos, los directores que tienen una perspectiva retórica menos industrial (el caso de Ryan Coogler con Creed, otro producto reciente del cine nostálgico). Todd Phillips tiene, al menos en la teoría, una visión que pretende escaparle a la media por dos motivos: en primer lugar Amigos de Armas tiene la materia prima para convertirse en una Scarface del siglo XXI pero las referencias a la mítica película de Brian De Palma operan en modo de cultura pop, en un discurso propio que se enuncia para pintar el fresco de una época, la de la invasión a Irak durante las dos presidencias de George W. Bush. El otro motivo es incorporar sus propios elementos, más asociados a la comedia americana de los últimos años pero especialmente a una manera de representar el ascenso/ descenso/ redención vinculada al cine de Scorsese.
Amigos de Armas no es una película sobre el tráfico de armas, ni tampoco es del todo una descripción del sistema de licitaciones de armas que implementó el gobierno de Estados Unidos para cubrir la alta demanda durante la invasión a Irak, porque el direccionamiento de Phillips tiene su mira puesta en la relación entre sus dos personajes principales: David (Miles Teller) y Efraim (Jonah Hill). El primero es un clásico marginado del sistema que busca dar en el clavo a través de negocios poco potables, el segundo es un hábil rastreador de vacíos legales, aprovechando esa falencia en las licitaciones para hacerse de las “migas” que los grandes vendedores de armas ignoran. La traición, la desconfianza y la fachada para lograr objetivos egoístas motorizan la historia, así como le sucedía a Tony Montana en Scarface, por eso se comprende la sustitución del film de De Palma por El Señor de la Guerra (la película de 2005 que el Efraim de la vida real citaba continuamente). Phillips prioriza el vínculo de un marginado por el sistema (a priori el hombre de buenas intenciones) y un hábil rastreador de huecos legales y manipulador, sin ignorar por completo el contexto de la invasión a Irak. En la mirada sobre las relaciones humanas hay también, siguiendo el concepto de reconvertir ideas, una remodelación del “sueño americano”, cuya principal característica es la de lograrlo bajo una dinámica más frenética.
El guión es otro de los grandes méritos de Amigos de Armas porque parece ser consciente de qué elementos tomar de la historia real y qué otros producir para generar la clásica “licencia dramática”, además de ser funcional al ritmo que Phillips pretende brindarle al relato, el cual avanza in crescendo. El puñado de apariciones de Bradley Cooper contornea a un personaje que aparece (y desaparece) como un nexo para el logro de ese sueño de David y Efraim, el de hacerse con la licitación más grande de toda la guerra. Sin embargo, la fortaleza de este personaje oscuro está en el fuera de campo, en la ausencia. El director, para presentar a este ser sombrío, vuelve a Las Vegas (recordemos que Phillips es el mismo de la trilogía ¿Qué Pasó Ayer?) pero su representación de “la ciudad del pecado” aquí es lúgubre porque reposa su cámara en los rincones de los casinos, en esos espacios en los que los traficantes más ricos, sofisticados y mejores vistos por el público general se muestran para ofrecer legalmente sus mercancías y servicios en pos de saciar la demanda armamentista. La secuencia en la convención de armas tiene una construcción visual similar a la de un documental o a la de un informe periodístico. En la escena final, Phillips tira de un golpe amargo la posibilidad de una redención para abrir la puerta de la ambigüedad en los protagonistas, una marca trazada invisiblemente a lo largo de toda la historia.