Extraña pareja
Verdadero batacazo francés (fue la segunda película más exitosa de su país, detrás de Bienvenidos al país de la locura), la película de Olivier Nakache y Éric Toledano es esa clase de relatos construidos sobre la base de lo ya probado (y aprobado) por el público masivo. No obstante, Amigos intocables entretiene y, discretamente, deja entrever una postal que da cuenta de la Francia post-Sarkozy.
El blanco y el negro, la riqueza y la pobreza, la adultez y la juventud: oposiciones con las que el cine clásico (en especial el de Hollywood) ha sabido construir una modalidad narrativa en donde el humor condensa la diferencia y la vuelve funcional. A partir de algunos éxitos recientes, Francia no le ha temido a la comedia más física. “Menos intelectual”, diríamos, si prescindiéramos de las sutilezas. Y se ha animado a transitar géneros y estilos más visibles en el cine americano. Aunque en este caso es necesario aclarar que estamos frente a una comedia agridulce, en donde el condimento dramático delinea el pasado y presente de los dos protagonistas. Y ese carácter de comedia a media tinta está vinculado a la génesis del film: la historia real de Philippe Pozzo di Borgo, quien en su libro Le Second Souffle expone la amistad que se fue gestando con su asistente terapéutico.
Amigos intocables no comienza con el encuentro de ambos, sino con un flashback a puro vértigo: Driss (Omar Sy) conduce frenéticamente un auto lujoso, acompañado por Philippe (François Cluzet). Interceptados por la policía, Driss detiene la marcha y a grito pelado anuncia que debe llevar a su acompañante, tetrapléjico, al hospital. Luego de que éste finge un ataque de convulsiones, los agentes deciden “escoltarlos” hasta la guardia más cercana. Cuando finalmente se van, aquellos dos ríen al compás de “September”, de Earth, Wind & Fire, y los títulos se sobreimprimen. A partir de ese momento, da la sensación de que los guionistas se tomaron demasiado en serio el juego de oposiciones, haciendo del desinhibido y locuaz Driss una excusa para entregar un chiste cada dos fotogramas (que, gruesos y todo, a decir verdad “funcionan”).
Philippe no es solamente un millonario tetrapléjico, es también un hombre melancólico que rememora los tiempos felices junto a la mujer que amó y murió prematuramente. Un alma sensible que gusta de la ópera y del coleccionismo de obras de arte, alguien que tímidamente ha comenzado una relación epistolar intermediada por la redacción de su joven asistente. Nada más alejado de Driss, senegalés de pasado sórdido que se presenta en una entrevista laboral para ser su cuidador personal. Lejos de desear el empleo, le solicita una firma para demostrarle al Estado, su (frustrado) interés por conseguir trabajo, necesario para mantener el seguro con el que subsiste. Previsiblemente es contratado, y la primera media hora de la película es tan sólo una excusa para recordarnos cuán diferentes son.
Como siempre, son los puntos de ambigüedad los que “salvan” a estas propuestas del mero maniqueísmo, llevándolas un paso más allá del entretenimiento. A diferencia de la sobrevalorada El discurso del rey, en donde la historia servía para instaurar la idea de que el proletariado podía hermanarse con las clases superiores bajo la condición de no perder su aura bufonesca, aquí el vínculo se desarrolla más horizontalmente. Hacia el final, la película nos muestra a un Philippe abrumado tras la partida de su cuidador, a quien él mismo le sugirió su retiro para ocuparse del cuidado de un niño díscolo, integrante del clan familiar. Barbudo, ojeroso, estancado en su propio circuito de lujo y conformismo, el retorno con gloria será el de Driss, quien pudo condensar sus recientes vivencias en una apuesta por el futuro. Es él quien viene a proponer una nueva mirada, ya descontaminada del ocio, mucho más humana y “responsable”. Una idea que, hoy en día, en una Francia en donde la xenofobia ha desarrollado fecundos lazos con el poder estatal, puede sintetizar un mensaje de feliz incorrección política.