Existen cineastas que al filmar prefieren sus certidumbres; otros se abisman y quieren poner en escenas sus dudas y conjeturas. De estos últimos hay pocos, de los primeros, casi todos. Con solo tres largometrajes, es evidente que Francesco Bruni es de los primeros: escribe lo que habrá de filmar, acopia ideas y situaciones, como si fuera un laborioso sastre que puede incluso predecir los pliegues de la prenda que hizo. El azar está interdicto, todo está fríamente calculado. En un guion de hierro como el de Amigos por la vida hasta el sonido de un reloj o la suciedad de unas botas aspiran a significar algo importante.