Primero fue la francesa Amigos intocables (Intouchables, 2011), de Olivier Nakache y Eric Toledano; luego llegó la versión argentina titulada Inseparables (2016), de Marcos Carnevale, con Oscar Martínez y Rodrigo De la Serna. Ahora es el turno de la remake estadounidense con Bryan “Breaking Bad” Cranston y el popular cómico negro Kevin Hart (sí, el que estuvo a punto de conducir la entrega de los premios Oscar). No es que las entregas anteriores -cuyo punto de partida fue una novela y luego incluyeron también diversas transposiciones teatrales en todo el mundo- fuesen particularmente brillantes, pero el resultado de esta nueva propuesta no es demasiado estimulante. Más (o, mejor, menos) de lo mismo.
La industria del cine se ha convertido en muchos casos en una una factoría de productos en serie: una película chilena como Sin filtro, una italiana como Perfectos desconocidos o una argentina como Sin hijos pueden derivar en films muy similares en todo el mundo con el simple cambio de intérpretes y una mínima adaptación al contexto local. En este sentido, si uno ya vio alguna versión anterior lo que queda es “el juego de las diferencias”; es decir, ver qué mínimas modificaciones se han introducido. La tarea sería similar a la de comer la misma hamburguesa de una cadena de comidas rápidas y apreciar si en España le ponen pepino; en México, tomate; y en la Argentina, lechuga.
En Amigos por siempre Cranston es Phillip Lacasse, un multimillonario de Filadelfia que ha quedado tetrapléjico. Hombre culto y refinado, no logra superar las fobias, los traumas y el resentimiento por la realidad que le toca en suerte. La contraparte (y contracara) es Dell Scott (Hart), un afroamericano de clase baja, desempleado y con antecedentes penales, pero sin las inhibiciones ni represiones de Phillip, quien lo terminará contratando como su cuidador para desesperación de su asistenta Yvonne Pendleton (una Nicole Kidman totalmente deslucida y desaprovechada). Con la idea de que los extremos se atraen, cada uno le terminará dándole al otro aquello que no tiene en una mirada si se quiere con impronta humanista y políticamente correcta, pero en el fondo demagógica y tranquilizadora, sobre las diferencias de clase.
Aquel director que admiramos en El ilusionista (2006) se limita aquí a hacer una comedia prolija, convencional, previsible y solo en algunos pasajes medianamente llevadera. Demasiado poco para una reversión de una fórmula / concepto que, si bien ya ha demostrado su eficacia, a esta altura cansa un poco.