El viejísimo truco de la casa maldita.
Con un poco de imaginación, la historia detrás del lanzamiento de esta secuela de una remake (o algo similar) permitiría hablar de una maldición aún más terrible que la de la famosa casa en la ciudad de Amityville. Lo cual no está directamente relacionado con la presencia en los títulos del ahora tristemente célebre Harvey Weinstein. Amityville: El despertar tuvo casi media docena de fechas de estreno en su país de origen, terminando sus días con un lanzamiento directo en el universo online. En la Argentina, en cambio, conocerá el solaz de las salas oscuras, quizás el mejor ámbito para apreciar las bondades del género. No se trata, de ninguna manera, de un ejemplar acabado de lo mejor que el horror cinematográfico ha venido ofreciendo durante los últimos años, pero en la paciencia para construir un suspenso creciente y la poca afectación formal para narrar las peripecias narrativas (no hay aquí una proliferación abusiva de golpes de efecto o juegos visuales cansinos) el realizador y guionista Franck Khalfoun encuentra las mejores armas para presentar un relato simple, efectivo y relativamente noble.
Partiendo del hecho de que se trata de una “continuación” del reboot de hace casi quince años del clásico de 1979 Aquí vive el horror (The Amityville Horror), no hay que buscar demasiadas novedades respecto de sus tópicos y trazos básicos. Obviamente, todo terminará con uno de los nuevos inquilinos de la famosa casa de dos pisos asesinando (o intentando asesinar) al resto de su familia. En este caso, se trata de una madre y sus tres hijos: una adolescente, una niña y el mellizo de la primera, postrado y en estado vegetativo. Contra todo pronóstico médico, el muchacho comenzará a dar señales de una recuperación milagrosa apenas un par de días luego de la mudanza. Lógico: la casa sigue habitada por un ente maligno y ese cuerpo inservible es el receptor ideal para el macabro plan que volverá a repetirse. Como la matriarca dispuesta a casi todo con tal de volver a ver a su hijo hablando, caminando y comiendo por sus propios medios, Jennifer Jason Leigh aporta –sin esfuerzo aparente– cierta carga de realismo dramático en una trama derivativa y sus cambios de carácter resultan casi tan tremebundos como los del vehículo para la maldad. ¿O acaso es ella misma quien está poseída por la casa?
Khalfoun no es Wes Craven y El despertar no es la nueva Pesadilla, pero la película posee un delicado balance entre realidades y ficciones (o, más precisamente, ficciones dentro de otras ficciones): cuando las cosas comienzan a resultar algo sospechosas, los nuevos amigos de la escuela buscan alguna pista para detener la maldición y discuten si es mejor volver a ver la Amityville original, su secuela de 1982 o la remake de 2005. El resto es previsible incluso en algunos de los detalles, pero con cierta gracia y efectividad clásicas: la película opta por salir del muchas veces pantanoso terreno del festín gore para acechar al espectador con sombras, pesadillas y el siempre efectivo misterio del maquillaje, convencional y/o digital. Por ahí anda Kurtwood Smith, el villano de Robocop, pegándose un julepe de órdago con la recuperación inesperada del paciente.