De Bollywood sabemos que es la mayor usina de producción cinematográfica del mundo -mucho más prolífica que la norteamericana- y también que sus obras suelen ser sencillas historias desbordantes de romanticismo, color y música, si bien no lo eran las muy pocas películas indias que alcanzaron aquí alguna difusión: un caso excepcional como el de La boda, que convocó a más de 100.000 espectadores, venía respaldada por el prestigio de su realizadora, Mira Nair, y tampoco respondía a los rasgos típicos del cine de aquella factoría.
Tampoco lo hace Amor a la carta, si bien pueden hallarse algunos ligeros parentescos entre una y otra. Por ejemplo: que también a Ritesh Batra lo precedía su prestigio como documentalista, aunque fuera en el ámbito más restringido de los festivales de cine, y que como varios trabajos de Nair, tiende en ésta, su primera ficción, a salirse del formato popular de Bollywood y tender un puente hacia el espectador extranjero. Que el film haya sido aplaudido en la Semana de la Crítica en Cannes y se haya abierto camino en otros mercados, incluso el nuestro, habla de su acierto. Y quizá lo más importante es que lo haya logrado hablando de su mundo, de Bombay.
En realidad, no pensaba ingresar en la ficción: fue por necesidad expresiva. En el multitudinario y enredado tránsito de la ciudad más poblada de la India (y una de las cinco más pobladas del mundo), es visible el fenómeno de los dabbawalas, los repartidores de portaviandas que a la hora del almuerzo recogen de las casas o comercios especializados cargados con las comidas que llevarán a los trabajadores de clase media encerrados en sus superpobladas oficinas, para devolverlos, vacíos, horas después. Son miles, pero cada envío está perfectamente identificado, de modo que cada destinatario reciba el suyo: la exactitud del sistema es tanta que hasta ha sido objeto de estudios académicos.
Era natural que Batra quisiera dedicarle una investigación. Pero el tema le sugirió una ficción: que ese error improbable sucediera (un menú llega al destino equivocado) y que del equívoco naciera el vínculo amistoso y anónimo entre dos soledades: la de un empleado viudo, solitario y bastante misántropo, a punto de jubilarse y la de una joven esposa que confía en sus progresos como cocinera para reconquistar a un marido desatento, siempre más pendiente del teléfono celular que de ella. Y que ese equívoco, una vez descubierto, derive en un intercambio epistolar, en el que los dabbawalas hacen de involuntarios carteros, y los mensajes -que se expresan también en el idioma de los sabores- tienen bastante de esos pedidos de ayuda que los náufragos arrojan al mar dentro de una botella.
Sin ceder a las tramposas concesiones de las feelgood movies, sencilla y sensible como es, la historia imaginada por el realizador alberga, sin embargo, muchas otras riquezas, aparte de su detallista y preciso retrato de Bombay, de sus multitudes y de los encantadores personajes del cuento. Al reservado señor Saajan Fernandes (Irrfan Khan, el inspector de policía de Slumdog Millionaire y el Pi adulto de Una historia extraordinaria) y a la bella Ila (Nimrat Kaur), que conoce la secreta seducción de los gustos y otros saberes gracias a los consejos de una tía vecina a la que se oye, pero no se ve, hay que sumar a Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), el novato colega y futuro reemplazante del protagonista. Él también contribuirá a ilustrar un asunto que, a través de la historia de los tres personajes (digamos de paso que pertenecen a distintos credos), el film quiere subrayar: el poder revitalizador que ejerce sobre el espíritu la simple, sincera conexión humana. Una delicia. No es arriesgado imaginar que cautivará a la mayoría.