El plano que abre la película -un plano aéreo, sobre un campo desolado y tétrico, apenas iluminado por la luz de la luna- no hace más que acentuar, bajo el siniestro sonido de la música, el clima opresivo que la obra forjará a mitad de relato. Amor bandido, de Daniel Werner, es un film engañoso, doloroso, sentido. Relato de iniciación, coming of age crudo, a su vez que uno de amor erótico, traición y muerte.
Joan es un joven de 16 años, edad que forja el culto a la masturbación, los primeros amores, conflictos familiares y rebeldías varias. Mantiene en el anonimato un romance con Luciana, su profesora de Arte: una especie de Señora Robinson de El graduado, o del Oliver de Llámame por tu nombre, si se quiere. Claramente el secreto de dicha relación se basa en la diferencia de edad de ambos y la posición individual e institucional (alumno/profesor) a la que pertenecen.
Joan, por lo que intuimos, no tiene una buena relación con los padres ni está contento con su vida escolar. Los deja atrás cuando se lo demandan las hormonas, disparadas por la edad, y la profesora-amante. Él está perdidamente enamorado. Ella al parecer también, aunque sus comportamientos distan en base a su edad. Joan es impulsivo, ansioso, torpe. Ella, todo lo contrario: relajada, dubitativa y experimentada. Cuando Joan lleva su incompleta maqueta de Poseidón a clase, ella hace un comentario que parece una toma de posición ante la mala construcción narrativa y estética de mucho cine: mira uno de los tantos trabajos y dice: “Deberían pensar en representarlo de una manera más metafórica, no tan directamente”, a su vez que observa al joven. Cuando se acerca a él para calificar su trabajo, se le ríe en la cara. Intuimos, entonces, sabe de representaciones simbólicas, y nosotros, de un posible metalenguaje bien ejecutado.
Joan, ofendido, pero más conmocionado por saber que Luciana abandonará el recinto antes de lo previsto y su labor como profesora, huye dramático y furioso. Luego ambos se encuentran a escondidas y planean, dejándose llevar por las tripas, bien en caliente, escapar a la casa que ella posee en Córdoba y pasar un tiempo ahí sin que nadie los vea. Entre toqueteos, histeriqueos y dudas, se van nomás.
La represión de liberar o expresar socialmente dicha relación sujeta a los individuos a sucumbir ante la adrenalina que despierta mentado comportamiento, en oposición ante la ética y la moral, pero también porque el cine los obliga a pecar ante la mirada del espectador, más preocupado por la suerte de los personajes y su amor prohibido que por lo ilícito del asunto. Amor bandido deja toda moralina de lado y centra su atención en un crudo relato de suspenso, que se va construyendo a la par que las sospechas sobre sus sórdidas vueltas de tuercas o revelaciones se manifiestan ante nuestros ojos. Los cuerpos desnudos, el sexo pasional, el erotismo, lo prohibido, lo oculto, son parte de un relato físico, sanguíneo, sudoroso. Sin ir más lejos, el cine es eso: cuerpos, materialización de ideas, símbolos, lecturas.
Las imágenes que abren la película, por el uso del montaje, la cronología y la concatenación entre escenas, parecen una suerte de pesadilla premonitoria de la que Joan despertaba. Nada más alejado de la realidad -o de la construcción cinematográfica, mejor dicho-. Porque sin saberlo, el joven, una vez en la casa, en medio de la nada, alejado de todo, es víctima de un secuestro perpetrado por ese lobo disfrazado de Luciana y otros dos individuos, uno más animal, enfermo y violento que el otro. La pesadilla del inocente cordero comenzó. El giro que adquiere el film es sórdido, oscuro y un tanto desconcertante. El engaño está perfectamente planeado ya que el espectador obtiene la misma información que Joan: el film está visto desde su perspectiva inocente e inexperta. El cambio de escenario, de la ciudad al espacio rural, no hace más que crear un laberinto para un joven que debe hacerse hombre en circunstancias extraordinarias, como un relato de iniciación cuyo terrible sendero indican un destino funesto y tormentoso.
El uso del agua en duchas, la maqueta de Poseidón, la pileta en la casa de Córdoba, acentúa mecanismos rituales interesantes, muy bien encastrados, sutiles e inteligentes. La película, como suele pasar en el cine clásico, pone en primer plano los procedimientos cinematográficos más significativos, clausurando las funciones discursivas innecesarias que pueda tenerlas de manera voluntaria o involuntaria, pero que no atentan en la composición visual total. No distraen del disfrute, del goce.
En donde falla Amor bandido es en la falta de tensión en determinados momentos, como si algunas situaciones se resolvieran de manera rápida y fácil, sin alargar, tensionar las cuerdas del tiempo y su ejecución que pudieran hacer de la experiencia algo más intenso. Fuera de eso, la película es un viaje de ida y vuelta a un infierno demasiado real, reconocible y para nada aleccionador. Eso hoy en día es mucho.