En La noche del demonio: La puerta roja pasa algo casi inusual para el cine de hoy en día y es, tal vez, lo más interesante a cuestas: una lucha patriarcal a su vez que generacional entre hombres, hoy en día más una blasfemia identitaria para algunos sectores de la sociedad. La historia retoma los horrores ocurridos con la familia Lambert, personajes que pulularon la primera y segunda entrega, pero que abandonaron en la tercera y cuarta y que sigue, luego de varios años, los traumas y secuelas que dejaron los hechos paranormales de aquellas. Ahora la familia está desintegrada: papá y mamá separados, aparentemente, por los dramas que vivieron juntos relacionados a los horrores demoníacos de las dos primeras partes. Así papá Josh, tipo en apariencia distante, intenta recomponer la relación un tanto perdida con Dalton, hecho que lo retrotrae a su infancia y difícil relación con su progenitor. Dalton es ya un adolescente retraído y sombrío, de esos que abundaban en los 90 y se torturaban (nos torturábamos) con música de Nirvana, The Smashing Pumpkins y Radiohead, vuelto ahora todo un artista de lo obscuro y que se instala en la universidad para llevar su talento a otro nivel. Es en ese espacio físico que atravesará su laberinto interno, representado en ese nuevo hogar y que responderá a una idea bien planeada sobre “aprender” a ser hombre, a superar sus traumas y, principalmente, perdonar a su padre. Ese arco dramático se vuelve especular con el personaje de Josh, quien deberá ir hasta el más allá con tal de arreglar los vidrios rotos. Y cuando digo más allá hablo literalmente ya que se despertarán todo tipo de entidades macabras alrededor, además de ese lugar tenebroso que se ubica en lo más profundo de lo imaginable y que puede representar además el inconsciente,espacio que a veces debe ser bloqueado por una puerta roja para que el mal no salga al exterior. Insidious: The Red Door es una película chica, a veces filmada como un drama televisivo y otras con buena mano para el suspenso y los sobresaltos. No extraña que esta dicotomía se de justamente en una ópera prima, ya que es el debut de Wilson tras las cámaras. Que no está mal, para nada. Teniendo en cuenta lo cansada que estaba la saga con el transcurso de los años y que, sin ir más lejos, ya desde la primera tenía sus defectos. Wilson sabe aprovechar la simbólica que puede tener lo demoníaco y macabro en la película, volviendo ésta cuestión sus propios “demonios internos”, así como los de su hijo que adolece y que están perfectamente exteriorizados ya que el drama que aborda tiene el mismo peso que el terror. Eso sí, sin intentar como muchas otras obras de éste género en estos tiempos, ser una catarata lacrimógena con exceso de sentimentalismo y que ocupan más espacio que el mismo horror. Insidious es una película sin pretensiones, que esconde bajo la manga algunos buenos momentos, buenas ideas y sobresaltos garantizados. No esperen mucho más y no la van a pasar mal.
DIABOLUS EX MACHINA Esperando en un baño de algún antro de esos donde tocan grupos musicales, Beth, que labura de plomo para bandas de rock, se hace un test de embarazo y este, para su desgracia, da positivo. Por su reacción entendemos entonces que no estaba en sus planes ser madre. Desesperada, acude a Ellie, hermana mayor y madre soltera de tres hijos con la que no tiene una relación muy estrecha y que vive en un viejo y pintoresco edificio de Los Ángeles. El lazo de sangre une, pero los rencores persisten y Ellie, sentida por su pasado, hace reproches a su hermana de su ausencia cuando más la necesitaba y que se relacionan al abandono de su esposo. Beth, entonces, no hace más que aceptar su lejanía. Las escenas previas a la irrupción de Beth en la vida de Ellie deja ver el mundo que la rodea: una glamorosa teñida de pelo rojo -marca que alerta al espectador dónde estará el peligro- y su relación con sus hijos, Bridget, una joven y rebelde feminista, Danny, un pibe despreocupado que oficia de DJ y la pequeña Kessie que juega con un palo al que le clavó la cabeza de un bebé de goma y con el que golpea todo lo que se encuentra a su paso, se lamenta porque Bridget lo termina rompiendo. Esa presentación y exploración de lo mundano, es también la primera mitad del relato que expande su construcción narrativa de lo meramente material y ordinario (unas tijeras escondidas, el juguete roto de Kessie, el oficio de Beth, el equipo de DJ de Danny, etc.) hacia la revelación de lo simbólico, polarizando su verdadera funcionalidad a herramientas para despertar y/o enfrentar el mal y que se saben simétricas; por ende perfectas. Danny, que halló unos viejos discos y un libro de aspecto extraño, no hace más que caer en la trampa de quien no puede resistir el impulso de ser curioso. Abre el libro y reproduce los discos en su bandeja y el resto es historia. Esos objetos, una vez que sus contenidos salen a la luz, liberan un mal demoníaco y devastador. La primera en caer es Ellie, que en el ascensor del edificio es alcanzada por una entidad que la transforma en un aterrador monstruo con sed de caos y destrucción. Encerrados y sin posibilidades de escape, Beth, sus tres sobrinos y un puñado de vecinos deberán enfrentar todo tipo de terrores durante la lluviosa noche. En Evil Dead Rise las hermanas son forzadas a transformarse en modelos especulares en su rol maternal: mientras una es la Mater Monstrum, la otra debe utilizar esa adversidad diabólica y caótica como camino hacia la redención. Una vez que Ellie es poseída, es expulsada del departamento y queda condicionada al pasillo del piso donde residen, esta forma inteligente de “expulsar” a esa madre que abandonó todo rastro de humanidad e identidad maternalista (con todo lo que esto puede acarrear) es entonces reemplazada por Beth, que toma su rol de fémina protectora. Ese paso hacia la maternidad es también una forma de confrontar la oscuridad desatada en la película, que desde el momento cero está marcada por la presencia del mal (tanto por la primera secuencia, en apariencia sin contexto con los hechos narrados acá arriba así como los dramas de sus protagonistas) y que este personaje que dará a “luz” (palabra clave) batallará sin tregua. Así lo especular o si se quiere, el doble, son coherentes tanto en su función meramente narrativa como simbólica. Mientras que Ellie, la Mater Monstrum engendra muerte, oscuridad, Beth, es una recién iniciada que engendra vida, luz y puede relacionarse a lo divino (recordemos que el lugar donde sucede todo se llama, causalmente, Los Ángeles, lo que confieren al relato de la lucha del “bien contra el mal” un juego ingenioso en su representación y de la manera más tradicional y clásica posible). Así Evil Dead Rise utiliza la posesión de forma mucho más inteligente que el resto del cine actual que toma esta temática de la manera más ligera y superficial posible. Acá el horror a que el cuerpo albergue otra identidad, más teniendo en cuenta que ese envase material es sometido a los peores y más violentos flagelos, es la simbólica para hablar del estado del mundo actual: un mundo que cada vez alberga más y más narcisistas pendientes de que su identidad sea reconocida por el clamor del éxito inmediato. Si hoy en día hay tanta demanda e inflación por este subgénero, es claramente un síntoma de la sociedad a la que hace referencia (no hace falta más que meterse en cualquier red social para corroborarlo), algo que el cine de horror siempre tiene presente (un género que injustamente es bastardeado y que curiosamente es el más camaleónico en cuanto a contexto político, social y cultural). Que Bridget, la joven feminista, sea incendiada en una escena (presten atención a los carteles de su habitación y las alusiones a dicho movimiento) dan fe del riesgo al que se expone la obra además de que dicho acto sea coherente con una muerte poética de quien puede percibirse una Juana de Arco o mismo una bruja de nuestros tiempos (por su costado simbólico de mujer liberal y poderosa). Ergo, el mal es parte de la destrucción de los lazos familiares y si se quiere, de ese desprendimiento, o desplazamiento del individuo. Desde el vamos, los niños fueron abandonados por su padre, no sabemos quién dejó embarazada a Beth, Ellie tira algún diálogo refiriéndose de mala manera a la madre de ambas y así, hasta llegar a la representación absoluta de la cuestión, la Mater Monstrum. Todo con un pulso narrativo imparable, impecable, salvaje, sin intermitencias, sin el lenguaje lúdico de la saga original pero con una apabullante organización simbólica por detrás, disfrazada de película sencilla y en apariencia superficial.
Renfield es la perfecta representación del cine comercial actual: es una mezcla de géneros (comedia, acción, terror, quizás algo más), sobrecargada de información visual, con un humor medio zonzo que, como si fuera poco, se sobre explica y las ya conocidas correcciones políticas de por medio (mujeres que mueren pero no en pantalla, hombres que padecen y sufren todo tipo de violencia ante cámara, los personajes asexuados, etc). Acá Renfield (Nicholas Hoult), cansado de la tiránica presencia de su amo, el príncipe de las tinieblas, el mórbido Drácula (Nicolas Cage), se revela y se pone a prueba en un grupo de autoayuda. En el medio conocerá a una oficial de policía que parece salida del manual de “cómo debe actuar un personaje femenino hoy en día”, es decir, siempre enojada, a la defensiva y si es con los hombres, mejor. Ella anda tras los pasos de una organización mafiosa muy poderosa que parece haberse comprado a la mayoría de los canas de la estación donde trabaja. A todo esto, esa misma organización irá tras los pasos del renovado Renfield, ya que éste se cargó a un par de sus hombres y arruinó parte de un negocio que involucra al narcotráfico. Hay una bondad, si se quiere, en esta película que va más allá de no defraudar y entregar todo lo que en su trailer proponía: lo que confiere a la película en una suerte de trailer estirado de hora y media. Son todas y cada una, ese trailer eternamente ampliado, alargado como chicle, que no hace más que levantar nuestras peores sospechas. Volviendo a la película, funciona como una mezcla entre John Wick, El club de la pelea y Fright Night, o cualquier otra obra de vampiros que mixture el horror con la comedia. El problema es lo que hace Renfield (film) con todo ello: la acción es la misma que en cualquier película contemporánea, tan exagerada, eternamente coreografiada y filmada con tanta rapidez y de forma tan caótica que no permiten el disfrute total y la diversión, sino más bien pasarnos los ojos y el cerebro por una licuadora. Si eso no es suficiente, los gags (chistes) metidos con calzador entre piña, patada, tiros, etc. y que sobre explican en exceso el ya medio torpe humor que la atraviesa a lo largo y ancho. Si no tuvieron suficiente, una voz en off ayuda a explicar algunas o varias cosas por si no las entendimos aún. ¿Queda claro? Que Renfield (personaje) asista a un grupo de autoayuda es tal vez de lo más divertido y en donde se aplican los mejores momentos cómicos. Que los hay en la película, no se niega, pero como en todo cine, deben de tener un timing, saber dónde se colocan, sin obligar al espectador a que se sobresature de ellos. Es decir, lo bueno y limitado muchas veces se hunde en lo mediocre e ilimitado. Más allá de eso, la película no aburre, tiene algunos momentos inspirados (la intro que toma cada plano, de forma autoconsciente, de la Dracula de 1931 o la escena cuando Drácula/Cage se presenta en el grupo al que asiste Renfield) y Nicolas Cage está tan desatado como de costumbre, lo que vuelve a su personaje como (tal vez) la más histriónica personificación del príncipe de las tinieblas jamás interpretada. Que el cine lo haya vuelto un vampiro conservador y bien pensante con los tiempos que corren (no piensa en las mujeres, en este caso porristas, de forma sexual, porque a él solo le importa que las víctimas sean inocentes: ¿dónde habrá quedado el mito del monstruo seductor y apasionado?). No es motivo de asombro, menos con una película que utiliza sangre digital en casi todas las escenas y en donde apreciamos el excesivo regadero en algunas de ellas, pero que entre toma y toma los personajes salen tan limpios que nos hacen dudar si tal efecto fue involuntario amén de algún error de continuidad o simplemente la receta para que la hemoglobina pierda cada vez más peso en su naturaleza atroz relacionada a la violencia y gane en comicidad y liviandad (es muy habitual que el público disfrute y celebre las escenas sangrientas extremas con un tono en solfa). En fin, película pasatista, un poco divertida, un poco entretenida, un poco esto y lo otro, solo que a veces con “un poco” no basta.
En 65, Adam Driver es un explorador intergaláctico que visita la Tierra 65 millones de años atrás, cuando el planeta estaba repleto de bestias prehistóricas y salvajes. La nave en la que viajaba se estrella estrepitosamente y queda varado en un paraje inhóspito y hostil, acechado por todo tipo de criaturas. La sorpresiva aparición de una niña que viajaba con su familia en otra nave y sufrió la misma suerte transforman un simple relato de aventuras, supervivencia y escape en un drama psicológico sobre un hombre intentando hallar la redención, ya que perdió a su hija años atrás debido a una terrible enfermedad. Producida por Sam Raimi (Evil Dead, la trilogía de Spider-Man con Tobey Maguire, Darkman) 65 es una película fallida, que intenta tomar el típico relato dramático de redención y hallar en ello profundidad psicológica, pero sin demostrar demasiada emoción por dicho arco. Menos que menos si la película tiene el tufillo de los relatos de evasión a pura aventura y acción clase B, donde los protagonistas deben sortear todo tipo de peligros y dirigiese del punto A al punto B. En ambos tramos (la raíz de género y el drama psicológico) la película nunca despega del todo y siempre se queda a mitad de lo que promete: el relato de aventuras no llega a ser espectacular y por momentos se torna repetitivo, y la construcción dramática no llega a emocionar del todo ni menos a consolidar su materialidad simbólica con el recurso de la niña a la que hay que proteger. Algo que James Cameron logró hacer a la perfección en Aliens: el regreso, una de sus tantas obras maestras. 65, a pesar de esas fallas, no aburre. Hay un par de ideas interesantes, como el aparato que proyecta imágenes y genera todo tipo de situaciones dramáticas (dramática en el sentido total de la palabra, en las que podemos incluir simetrías para nada mal ejecutadas), así como no haberse tomado tan en serio la trama y volverla un relato más solemne y en consecuencia, insoportable. El tono es, al menos, adecuado, así como la ausencia de cincuenta chistes por minuto; un mal del cine de nuestros tiempos. Pero, lamentablemente parece demasiado una película genérica que podemos enganchar en el cable un sábado a la tarde mientras hacemos zapping: luce un aspecto lineal, sin clímax ni suspenso bien dosificados que arranquen un mínimo de interés y emoción en el espectador menos pretencioso, de corazón y entregado a la acción. No se le pedía mucho, pero no resultó. Una lástima.
PORNO Y TERROR: EL SEXO PRECEDIENDO A LA MUERTE Corre el año 1918. La joven Pearl vive aislada en una granja en Texas con sus padres: su madre es una figura rectora, ultra conservadora y determinante, y su padre apenas puede hacer una expresión facial ya que por una enfermedad se encuentra postrado de pies a cabeza en una silla de ruedas. Pearl lidia diariamente con esa dura realidad, por lo que en su tiempo libre, o en medio de las tareas dentro de la granja, fantasea con ser una estrella de cine, intentando escapar de ese mundo monótono y triste, solitario y sin futuro. Está casada con Howard, que se encuentra batallando en las trincheras de la guerra, como muchos otros jóvenes estadounidenses. En medio de una cotidianidad aniquiladora, Pearl conocerá a un joven y apuesto proyeccionista en el cine del pueblo, sintiendo una atracción instantánea, y a su vez, liberadora. Y esa sensación, siempre acompañada de una acción que rompe con lo reprimido, es parte medular dentro del relato de Ti West. Todo en Pearl es una construcción de lo catártico, una necesaria cachetada liberadora sobre lo contenido, lo que no se dice, lo que se calla y se guarda. Es ese rodete que debe soltarse y dejar al cabello ser acariciado por el viento. Por eso cada acción de Pearl es un acto de liberación absoluta en contra de un mundo que la aprisiona cada vez más y la lleva a un espiral de violencia, sangre y descontrol. Pearl, ante todo, siente que el cine es una meca de sueños que se cumplen, único escape a su alcance y tal vez el de otros cientos más. En medio de una guerra, de un país que cree en valores dominados por la iglesia, su ética y moral, y en consecuencia, una institución como la familiar, que carga una máscara la cual sostiene hasta las últimas consecuencias antes de que se revele su verdadero rostro. Sin ir más lejos, el nombre de Pearl (Perla) puede asociarse justamente a algo que se haya encerrado en un caparazón, a la espera de ser liberada y admirada por su belleza. Pearl, por eso, fantasea constantemente con ello, y el joven proyeccionista es, tal vez, parte de un vehículo de escape hacia ese otro mundo tan anhelado, lejano y mágico: el mundo del cine, Hollywood. La meca de los sueños hechos realidad es la perfecta contraposición a ese mundo abatido que habita la jovencita, justamente situado en Texas, estado sureño que carga a sus espaldas el fracaso de la Guerra de Secesión y en donde las cicatrices de una sociedad que intenta recomponerse se ve reflejada en la familia de la protagonista (un padre derrotado y una madre que debe hacerse cargo de todo, una joven que representa la carga generacional de dicho fracaso). Desde la hermosa pintura creada por Grant Wood en 1930 hasta esta fecha, parte de la simbólica en el gótico americano y su tradición es justamente lo que yace oculto, lo que se esconde y no quiere (o no debe) ser mostrado. Ese nexo con lo “monstruoso” queda sintetizado en ese espeluznante y mortal cocodrilo que la joven Pearl tiene como mascota y alimenta en un pantano que se esconde tras su casa y que, sabemos, será una trampa mortal para algún desprevenido. Para Pearl, entonces, el cine es su templo, una iglesia a la que con devoción intenta asistir cuantas veces puede y en donde deposita una fe sanadora y salvadora: lugar que guarda cierta familiaridad con la imaginería católica en la utilización de símbolos y metáforas visuales varias. El joven apuesto que proyecta las películas no es más que una especie de cura evangelizador que intenta abrirle los ojos, mostrarle una verdad. Por eso la invita a la sala de proyección: porque es desde ese lugar donde se proyecta esa especie de verdad absoluta, esa iluminación divina que Pearl ve con fascinación y admiración. En esas imágenes de gente bailando, ella ve el paraíso. Cuando cree haberlo visto todo, ante sus ojos se revela otra verdad, mucho más carnal y menos glamorosa: una cinta porno que el proyeccionista pasa sólo para ella y que es una nueva forma de crear estrellas de cine. Cuestión que une directamente y sirve como simetría del futuro capital del cine en X (2022), película predecesora dónde un grupo de realizadores en los 70 se adentra en la granja de la protagonista para hacer una película porno. West, entonces, reconcilia todo lo que el costado liberal conservador niega y que en el cine tabú se reproduce: el deseo carnal como fuerza, otra vez, liberadora para algunos y aberrante para otros; espejo del oscuro goticismo Americano vuelto símbolo y lectura de lo que debe permanecer oculto. No por nada expone a la protagonista a una incómoda pero necesaria escena donde se masturba escondida tras las altas cosechas y sobre un espantapájaros al que además, le roba un sombrero el cual utiliza para vestirse glamurosamente. Esos actos aparentemente impuros, enemigos de la figura castradora y religiosa de la madre, que es pura representación, son funcionales al discurso que une de forma directa y unívoca la mirada sobre el cine que West deposita en su predecesora (otra vez aclaramos, Pearl es la precuela de X): dos tipos de cine que la industria tiende a banalizar y crucificar, como es el porno y el terror, pero que son paradójicamente la piedra medular de su economía actualmente desde los años 70 y en adelante. Por eso cuando Pearl decida revelarse en contra de los mandatos de su madre y de la cruz que carga en su hogar, lo hará de manera violenta, terrorífica como el género demanda y único recurso ante las doctrinas religiosas que vieron los ortodoxos desde la crucifixión de Jesús, una naturalización de la sangre y el dolor. Lo que lleva a la muchacha a destruir todo a su paso, casi como una Carrie White hundida en el gótico americano más salvaje y primitivo posible, llevando un vestido rojo sangre como marca: un vestido como el que fantaseaba Margaret White, de un color impuro, carnal y peligroso maldiciendo así a su hija a ser devorada por el mismísimo infierno de la venganza en aquella obra maestra de Brian De Palma. Porque en esa mirada sobre el cine que hace West halla además una autoconsciencia reparadora y, volvemos a lo mismo, liberadora: la de tomar un cine de horror clásico y perdido (Psycho, Carrie, Eaten Alive) casi como esas arcaicas imágenes que tanto admira Pearl y volverlas funcionales, recuperando formas y evitando así el olvido y su posterior sepulcro en lo estrictamente museístico y academicista. West mantiene vivo así una tradición, ademas de un nexo entre un tipo de cine (el horror) con otro no tan distinto (el porno) ya que en ambos lo corpóreo, a su vez que material, físico, se manifiesta como quiebre, ruptura de lo mundano (en el terror la muerte y en la pornografía el sexo: ambos unidos en el inconsciente de la psiquis humana). Por su parte, en el terror el sexo (eros) precede a la muerte (thanatos) como pulsión de vida, algo que no es ajeno en Pearl y en X. Más bien, en ambas películas ésta cuestión se manifiesta perfecta y equilibradamente (la utilización del espejo en el plano que abre X con el personaje de Maxine, devenida estrella porno, es ejemplo de ello ya que es reflejo del personaje de la anciana Pearl, ambos interpretados justamente por Mía Goth). Por ello, la visión de Pearl es tan certera, orgánica y para nada disparatada: no juega a las cartas de la actual cultura progresista de lo políticamente correcto, se separa del ejercicio masturbatorio de la violencia gratuita sin visión del mundo que aqueja a mucho cine de terror actual y se afianza a una forma, ritualista, de un cine que parecía perdido y que un par de obras, como ésta, saben jugar. Todo sin ser pretenciosa pero arriesgándose a una ambición que el realizador jamás antes supo expresar.
EVANGELIZAR AL PRÓJIMO En The Last Wave (Peter Weir, 1977) un abogado comenzaba a tener inexplicables sueños premonitorios a la vez que investigaba un caso de supuesto asesinato que involucraba a cinco aborígenes australianos. ¿Coincidencia? ¿causalidad? Sus sueños lo acercaban cada vez más a una verdad aterradora: el fin de todas las cosas tal como las conocemos por la llegada de un cataclismo. A pesar de que podemos ver cada detalle en los sueños del protagonista, Weir prefiere el misterio, lo oculto, lo que nos es imposible explicar y entender. Porque si hay algo que está más allá del entendimiento es justamente esa otredad que separa el pensamiento primitivo del moderno. Ese espacio vacío que alberga todo tipo de creencias, fuerzas, y nace y muere como misterio, como enigma. Lo místico puede ser solo cuestión de fe, de tradición cultural o parte de costumbres tribales. Por eso lo místico y misterioso encierran una misma cuestión: la de reservarse ante el raciocinio mundano, moderno, positivista (si se quiere) de un mundo cada vez menos espiritual y más organizado dentro de las ciencias. The Last Wave utilizaba esa veta fantástica para expresar una visión del mundo acorde a la que su realizador tenía en aquellos tiempos y sin abandonar jamás sus obsesiones sobre choques culturales entre tradición y modernidad, lo primitivo y lo moderno. Algo de esto debería haber entendido M. Night Shyamalan en su última película, Llaman a la puerta, con la que comparte un par de ideas. En Llaman a la puerta también hay un abogado, Andrew, que convive con Eric, su pareja, y la pequeña Wen, su hija. Los tres son interrumpidos en su apacible cabaña por cuatro extraños que intentan entrar. Primero se muestran amables y serenos, pero ante la negativa de la pareja entran a la fuerza y ambos son interceptados y maniatados en sillas. El aparente líder, Leonard, les dice que no les van a hacer daño, pero que uno de los miembros de la familia debe ser sacrificado por decisión y a manos de ellos mismos. Cada vez que se nieguen un terrible acontecimiento se desatará sobre la tierra sembrando el pánico, el caos y la destrucción, por lo que ese sacrificio es la única opción para detener un inminente apocalipsis. Leonard les explica que los cuatro tuvieron visiones que los alertaron para llegar hasta allí y concretar esa especie de ritual. Claro que Andrew y Eric en un principio se mostrarán reacios pero con el correr del tiempo serán testigos de todo tipo de hechos que los llevará a dudar sobre si tales acontecimientos son en realidad parte del fin de los tiempos. Otra vez Shyamalan cae, como en Old (2019), en todo tipo de caprichos argumentales, notoriamente disfrazados de lecturas políticas y su personal visión del mundo. En Llaman a la puerta hay un hecho paradójico en yuxtaposición con la película de Weir: mientras que en la del australiano podemos ver las visiones del protagonista, en la de Shyamalan quedan relegadas al fuera de campo. Pero en donde Weir mantenía siempre el misterio por sobre todas las cosas, en la de M. Night se sobreexplica y se enfatiza. Se resuelve, se encuentra una solución, se entiende el problema (lo único que importa, pareciera) aun cuando se desconoce el motivo de tales sucesos extraordinarios. El misterio se pierde porque todo en la película se subraya (el límite del ridículo: nos explica la simbólica llegando casi al final) y dicha solución parece más un capricho argumental contenidista, como muchas otras cosas que alberga la obra. En The Last Wave el personaje interpretado por Richard Chamberlain está perdido en otro mundo, un mundo que responde a un orden distinto y cuyas respuestas jamás son resolutivas, más bien generan otros problemas. Todo allí se transforma en un laberinto, mientras que en la película de Shyamalan los protagonistas están sentados, maniatados y siendo sermomeados una y otra vez. Hasta que el resultado se agota, como la paciencia del espectador. Pese a algunos momentos donde el director demuestra tener pulso para los climas, construir lecturas interesantes y algunas ideas de puesta en escena bien ejecutadas (Andrew y Eric muchas veces son separados, divididos en la composición estética de la película), no se salva por momentos del tedio, la corrección política y la reiteración de temas abordados a diestra y siniestra en todo tipo de medios actuales. Para ello recurre al flashback innecesario (Howard Hawks decía que no necesitaba del flashback para hablar del pasado de un personaje), así como a líneas de diálogo aleccionadoras y buenas intenciones demasiado obvias para no verle los hilos (su discurso sobre la intolerancia, la posible salvación del planeta depende de una pareja gay, etc). No molesta que la pareja sea homosexual, para nada. Lo que molesta es que, respecto de algunos tópicos, el director no sepa cómo abordarlos sin caer en fórmulas reiterativas dentro del cine actual. Menos aún, no sabe cómo desprenderse siquiera de una manía horrenda de nuestros tiempos: el abuso de los primeros planos, lo más cercano y cerrado posible. Sin fugas para no ver “más allá” y que solo nos detengamos en las expresiones. Los mismos atienden a la lógica de que en la actualidad el cine está más preocupado por emocionar que por hacer pensar al espectador, y en Llaman a la puerta hay una cantidad desmedida e innecesaria. Ese tipo de planos se utiliza además como dispositivo de creencia, de fe, y a Shyamalan le importa más, se nota, que crean en todo lo que sucede en su película. Pero principalmente en su cine. Por eso hace un truquito con los protagonistas: uno es el creyente y el otro es el racional, aquel al que le cuesta digerir la información, o sea, el escéptico. Se representan así dos tipos de espectadores. Por eso los primeros planos, los cuatro intrusos evangelizadores, etc. Todo aquí es un intento de evangelización. Resulta necesario que esos personajes entren a la fuerza, dado que se carece de la herramienta de la elocuencia. Shyamalan, en un sentido, es uno de esos intrusos intentando lavarnos el cerebro: su película es trascendente, importante y necesaria. Para ello, dejó de lado su siempre bienvenido humor. Una lástima. De haberla agarrado Weir estaríamos hablando de algo mucho más interesante y, claramente, más misterioso.
La película arranca con una ruptura, pero no amorosa, sino entre amigos. Uno es un cuarentón (Farrell, inmenso), un tipo laburador que vive junto a su hermana y que pasa sus tardes tomando cerveza en el bar del pueblo. El otro es un sesentón (Gleeson, más inmenso que Farrell), hinchado las pelotas de lo intrascendente y ordinario que es su (ahora) ex amigo, por lo que decide, de un día para el otro, apartarse y dedicar su tiempo a su pasatiempo preferido: tocar el violín. El primero no comprende las razones de su ex-amigo, por lo que parece perder la cabeza intentando racionalizar lo sucedido y tratando de recuperar la amistad. En una isla ficticia de la Irlanda de 1920, durante la guerra civil, un conflicto relegado al fuera de campo pero que se mantiene latente a lo largo y ancho de la obra. Estos hombres irán hasta límites insospechados por mantener sus convicciones a flor de piel: un tira y afloje interminable, pero que refleja los dramas sociales y políticos que llevaron a un país a luchar entre sí. Los espíritus de la isla se aferra a un planteo chiquito, casi intrascendente, y lo lleva a límites insospechados, donde la violencia y el desconcierto toman al toro por las astas y vuelven a una comedia ya de por sí negrísima un ejercicio tremendista y a su vez crepuscular, donde todo parece terminar y no tener retorno. Padraic (Farrell), tanto como el espectador, no pueden entender, asociar el alejamiento repentino de Colm (Gleeson), ya que no existe conflicto entre ellos: es Colm el personaje conflictuado, el que atraviesa una crisis de edad. Sólo encuentra confort y salvación en ese violín, cuyas melodías parecen ser la voz que prefiere emitir ante la gente que lo rodea en lo que él cree es el último tramo de su vida. Padraic, entonces, despierta como cualquier otro día, en un paisaje lacónico a su vez que pintoresco, sufriendo el rechazo de su compañero, así como así. El hecho de no ver una interacción amistosa entre ellos genera una sensación mayor de absurdo, porque podemos sentir junto a Padraic ese suceso en apariencia incongruente. Algo que conecta más aún con los dramas sociopolíticos del país y que parecen un fantasma asomado en la lejanía, emitiendo sonidos que sus personajes prefieren no escuchar. Padraic no acepta, no quiere oír las razones de Colm y lo confiere a un antagonismo involuntario: uno no sabe escuchar y otro emplea la música casi como lenguaje en el ocaso de su vida. Acá los dos personajes parecen habitar una suerte de fábula aleccionadora, que jamás termina de funcionar como tal porque los caminos narrativos por el que nos hace pasar su director, Martin McDonagh, son impredecibles y muy alejados de cualquier moral acartonada. Si, hay un constructo cuya imaginería parece por momentos asfixiar a sus personajes (¡esas cruces en las ventanas de sus hogares!) y servir, a su vez, de perfecta representación para poder poner en imágenes cuestiones emocionales por las que atraviesan, principalmente con la moral -¡ahora sí!- que los invade desde sus tradiciones y creencias, pero se entiende que se refieren a un lugar y tiempo donde la religión (católica) era dominante e invasiva. McDonagh ya trabajó el tema de la culpa en la gran Escondidos en Brujas, con el mismo cast, pero esta vez aborda la problemática desde un costado menos anclado en el género: mientras en Escondidos… la comedia se aferraba como garrapata al thriller de suspenso, en Los espíritus… lo hace desde el drama: el mismo se pliega sobre la comedia perfectamente, como el eslabón de una cadena, firme e indestructible, creando así una mixtura perfecta, sin desbordes en su construcción narrativa. Oscura y por momentos existencial, pero sin recurrir a un cinismo canchero y gratuito, con un guión que no deja que perdamos jamás la atención, Los espíritus de la isla es una de las mejores películas del año, del anterior y del próximo también, seguro.
M3GAN es una muñeca robot creada a partir de IA, inteligencia artificial. Luce como una niña y se mueve como tal, con sus enormes ojos y su cabello platinado, su vestido impecable y su voz aniñada, pero no lo es. Es una perfecta imitación de un ser humano en un mundo tecnócrata donde se le tiene más apego a la tecnología que al prójimo. M3GAN fue creada para establecer un vínculo con la pequeña Cady, quien, luego de perder a sus padres en un horrible accidente automovilístico, queda al cuidado de su tía Gemma, mujer que parece tener más vínculo con cualquier aparato tecnológico que con una persona de carne y hueso. Gemma es, como toda mujer, una creadora, no biológica sino tecnológica. Ella trabaja para una empresa que fabrica productos lanzados al mercado del juguete pero con la mejor tecnología habida y por haber. Cuando tiene la posibilidad de sacar a relucir a su invento estrella, M3GAN, las cosas no funcionan bien y el proyecto queda sepultado. Pero es el doloroso duelo de su sobrina lo que lleva a Gemma a jugar al mito frankensteiniano sin medir consecuencia alguna: vuelve a su proyecto y así da vida a la avanzada muñeca del título, una máquina perfecta que puede aprender progresiva y rápidamente ya que su tecnología es en parte IA, por lo que su utilidad es aprender y convivir con un entorno familiar, principalmente con Cady. Al principio todo parece andar bien, pero de a poco M3GAN irá mostrando comportamientos y actitudes inquietantes hasta volverse una monstruosa psicótica manipuladora capaz de destruir todo lo que se le acerque a su única dueña, la sobrina de Gemma. M3GAN de Gerard Johnstone es una muy lograda película de ciencia ficción y horror que busca reflexionar sobre el uso indiscriminado de la tecnología hoy en día, junto al impacto que ello acarrea. La dependencia emocional que comienza a mostrar Cady sobre su preciado objeto parece la misma que podemos padecer ante nuestros celulares y computadoras. Lo interesante de M3GAN, película, es la cantidad de lecturas a la que se puede prestar. Por un lado tenemos a la máquina reemplazando la interacción con otros humanos, y que no es más que un modelo perfecto de alienación capital que nos obliga a hacer todo sin mediar esfuerzo alguno (actualmente podemos manejar absolutamente todo desde la comodidad de nuestras casas sin siquiera salir mientras hacemos un laburo de home office). Por otro lado, M3GAN robot puede ser tomada como el modelo perfecto de niña/mujer que se quiere hoy en día, y que en consecuencia debe ser destruido de alguna manera. Sobre ello hay una polaridad para nada sencilla: por un lado, la critica a cierto sector evangelizador del feminismo más lavado, comercial; por el otro, la visión de la mujer como potencia pero sin entrar en un discurso hermético, radical y, si me permiten, sectario. Luego tenemos, por ejemplo, un discurso cercano al personaje de Gemma, la tía de Cady. Ella es una mujer independiente, sumamente inteligente, sexualmente activa y soltera. Lo que hace interesante su tratamiento como personaje es que toda esa elección de vida se muestra naturalmente a lo largo de la obra sin frases hechas, sin subrayados, sin esas imposiciones actuales que tanto están afectando parte del cine contemporáneo. En ese sentido podemos trazar un paralelo con esa pequeña obra maestra llamada Crawl , del 2019. Estas posibles reflexiones que permite formular Megan derivan de las manos maestras de Akela Cooper y James Wan para abordar, en un guión con total sencillez y sin pretensiones, tópicos sociales actuales sin que suenen y resuenen los bombos y platillos. La película es un relato bien clásico, construido inteligentemente con perfectas dosis de humor y sin desbordes. En él podemos encontrar además un lado más que autoconsciente: aquel que nos permite ver en M3GAN algo del cine de James Cameron de los 80, precisamente Terminator (1984) y Aliens (1986), pero sin caer en la mera pose del homenaje superficial y nostálgico (también hay algo de la simpática Deadly Friend de Wes Craven). La autoconsciencia en M3GAN es necesaria para abarcar, justamente, tópicos que ya se vienen tratando desde hace décadas (Terminator y el terror a la máquina, Aliens y el rol materno o “la madre creadora”, que además se replica en Terminator 2), sin adueñárselos y sabiendo de dónde vienen. Más allá de dicha construcción intelectual sobre el cine, Megan funciona porque la autoconsciencia se deja ver, pero no se hace de ella un ejercicio masturbatorio. Las influencias aparecen de forma silenciosa, sin ruidos ni anuncios mediante. El arco dramático en ambos personajes, el de Gemma y Cady, resulta bastante interesante. Habiendo sufrido una perdida (Gemma a su hermana y Cady a sus padres), las dos afrontan un nuevo mundo al cual introducirse: Gemma en plan maternal, algo latente pues es una mujer “creadora” (aunque todas las mujeres lo son), y Cady relacionándose con una tía algo desconocida en un entorno ajeno. M3GAN es una película sobre tribulaciones femeninas en un mundo que va camino a ser dominado por féminas, donde solo ellas y nadie más podrán hallar un lugar, encontrarse y entenderse. Aun cuando en ese trayecto existan todo tipo de obstáculos para encontrar la redención. M3GAN es eso y mucho más.
En 2016 salió Terrifier de Damien Leone, película de terror chiquita, sencilla, sanguinaria, con algún acercamiento al cine de explotación y en apariencias sin pretenciones más altas que las de entretener. Un slasher sobre un payaso llamado Art que en una noche acosa, tortura y asesina a un par de mujeres en un edificio semi abandonado, dando rienda a sus más sádicas y retorcidas formas de matar el tiempo. Pese a la violencia extrema, se trataba de una obra inofensiva en sus intenciones, lo que la volvían simpática y pasatista, divertida a pesar de lo monstruoso y extremo de sus imágenes. La película se transformó de la noche a la mañana en objeto de culto y el resto es historia. Años después Leone da a luz Terrifier 2, su esperada secuela. Leone parece querer corregir lo que en la primera eran meras excusas para mostrar a un tipo sádico en su máxima expresión: personajes más elaborados, un arco dramático considerable en ellos, construir una mitología para el personaje de Art y hasta permitirse algún que otro subtexto psicológico respecto de su protagonista femenino. Acá los protagonistas son dos hermanos, Sienna y Jonnathan, los que deben de hacer frente al temible payaso resucitado luego del mórbido final de su predecesora. Además de los dramas familiares que sortean junto a su madre viuda, que hace lo que puede por mantener a los suyos unidos. Una vez que Art el payaso se escapa de la morgue que lo había transportado y arribando un nuevo Halloween, desatará una matanza tan violenta y sanguinaria como pocas veces se vio en cines. Al menos en los últimos años. Pareciera que Terrifier 2 es esa gran secuela, esa versión mejorada de una simple película slasher, esa obra que viene a definir un nuevo paradigma y alcanzar el status de nuevo exponente dentro del género. Pero no. No nos engañemos. Es fácil atraer a un público determinado con violencia extrema, sadismo, un personaje femenino que dé batalla y algún que otro atributo estético pero que no agregue nada a sus cualidades artísticas. Porque a Terrifier 2 lo que le falta es organización dentro de su (aparentemente) descontrolada y caótica forma de ver el cine (esto, es su supuesta irresponsabilidad). Le falta organización porque esta secuela pretende jugar a la profundidad dramática, a la psicología (barata) y a la épica del splatter (dura más de dos horas). Cuando uno se pone ambicioso, y créanme que Leone se lo propuso, se necesita una organización: las ideas a las que alude, la construcción total, debe de ser coherente. Sino para eso seguimos haciendo películas más chicas, menos pretenciosas y más directas: es decir, lo que otorgaba la primera parte. Bueno, Terrifier 2 es un manojo de idioteces sin coherencia, por lo que se contradice y sepulta a sí misma. Juega a la simpleza del slasher, a la explotación hiper violenta y al trash salvaje pero quiere desesperadamente oler a algo más. Como si no se bancara el hedor del regadero de cadáveres que va dejando, limpia la escena con ideas “profundas” (o lo que Leone cree) para darle un status más alto, más elevado se podría decir (no hablo del terror elevado de hoy en día, algo aborrecible también, sino de querer cagar más alto de lo que puede). La arbitraria resurrección del payaso, vaya y pase. Hasta ahí la cosa se puede bancar porque sabemos que la clase B y algunas corrientes que ya casi no existen como el Trash, se permiten algunas libertades argumentales ya que su naturaleza se liga a lo sobrenatural, lo oculto, lo desconocido y en consecuencia, metafísico; más si quien está expuesto a ello es el Mal. Ya cuando Leone juega el jueguito (vergonzoso) del papá muerto de los pibes con visiones, que su hija es “especial”, que el enfrentamiento con Art estaba destinado, que la espada es una especie de atrezzo mágico, podemos hablar de puras inconsistencias bobas y que saturan por ser tan caprichosas. Un todo vale, diríamos. Leone además es tan incompetente para contar una historia (¡Un slasher de más de dos horas! ¡Vamos hombre!) que ni sabe de construir, por ejemplo, una simple simetría: algo sencillo pero que si se utiliza bien, puede hacer maravillas con su proceder narrativo. Por el contrario, pongamos un ejemplo: hace tanto énfasis en las alitas de ángel, en la espadita mágica, etcétera, que se pierden los valores que pueden alcanzar los elementos materiales para devenir en una suerte de símbolo. Leone subraya hasta que el espectador a la media hora tiene servida y masticada toda posibilidad argumental próxima. Algo que cualquier buen narrador sabe es jugar a lo sutil con elementos de la puesta en escena: la misma es parte del lenguaje del cine y sin eso, no nos queda nada. Otro mal proceder es que Art sigue tan sobreexpuesto ante la cámara, como sucedía en la primera parte, que Leone parece (y se nota) que lo único que quiere es un personaje como excusa para mostrar violencia y expresar cuánto sabe de ello (él hace los efectos de maquillaje). Este dilema viene quizás desde épocas que vieron nacer el slasher, en obras como Martes 13, que fueron mermando en calidad con el paso del tiempo y en cada secuela. Leone cae, además y peor aún, en la tentación alegórica. De esas que tanto infectan el lenguaje del cine cuando un director pretende erróneamente darle un giro más complejo a algo súbitamente sencillo. Eso es negar la naturaleza de la clase B, es caer bajo en pos de la pedantería de una búsqueda estética mayor a la que se pretende jugar (la de explotación, lo trash, aun cuando en estas formas de hacer cine hay cientos de malos exponentes que caen en esta trampa). La alegoría es todo lo contrario al símbolo pues desune, separa, es caprichosa y meramente contenidista. No cuaja con lo que se viene mostrando en la obra. Terrifier 2, más allá del talento de Leone para los efectos de maquillaje o alguna escena impactante, es un mero ejercicio masturbatorio sobre sadismo vacío, que busca una mirada trascendente sobre un subgénero (el slasher) que viene agonizando desde hace años y que cada tanto saca alguna buena película en el medio. Si no se juega a la autoconciencia (esto ya lo hablamos en el análisis de Fear Street) como lo hizo Scream en los 90, difícilmente se pueda hallar en ese tipo de cine una razón de ser, un lugar en el mundo. Incluso cuando nos quieran vender que el producto es un mero slasher simpático y que solo pretende entretener. Patrañas.
Recurrir a un mito dentro del cine para poder contar así una historia no es cosa nueva. Desde sus comienzos, el cine adoptó de lleno lo que el filósofo y experto en mitología griega Kerényi Károlyen denominó “mitologema” y que es la reutilización del mito como forma ritual de narración. Desde The Searchers de John Ford, que metió a la perfección La Odisea de Homero en su western canónico, hasta la más reciente y maravillosa Avatar de James Cameron que tomó a la más cercana Pocahontas, los mitos y narraciones bíblicas también, por qué no, supieron resistir la devastadora lapidación del tiempo y su consecuente olvido. Hoy en día a Hollywood tanto no le importan estos mitos antiguos, por lo que prefiere reciclar fórmulas cinematográficas que hayan sido un éxito en el pasado. ¿Se puede entonces una película canónica transformar en mitologema? La respuesta es no. Puede sonar irresistible, tentador, pero la función del cine es distinta a la del mito. Se puede hablar de tecnificación del mito, aquella que consiste en vaciarlo y utilizarlo de manera superficial. Una cáscara sin más. Eso, más la llamada inflación de Hollywood, donde de una Halloween terminan saliendo diez Viernes 13, siete Pesadillas y cientos de variantes más. Es decir, el cine ya utiliza el mito, lo recicla a su manera, siempre respetuoso. Esa misma reutilización ya se transforma en Mitologema, no se detiene una vez que fue reinterpretado por uno u otro, sigue funcionando las veces que fulanito o menganito tenga ganas. Para el cine, sin embargo, se denomina autoconciencia al hecho de adoptar tanto narrativa como estéticamente una obra y resignificarla, con toda la política y visión del mundo que su autor pueda abarcar en el tiempo que sea concebida. Tal es el caso de la generación de directores que en los 70 tomaron por asalto a la industria y a los Estados Unidos para contar las mismas historias, pero con la visión del mundo que se tenía en su momento. En 1988 John McTiernan no sabía que la película que estaba estrenando iba a cambiar el paradigma del cine de acción mundial, además de ser un quiebre dentro de la cultura cinematográfica de todos los tiempos. Duro de matar, entonces, llegó para convertirse en esa película homenajeada, manoseada, copiada, imitada pero jamás igualada, a la que tenemos que adosarle tantas películas similares. Los resultados artísticos varían y son pocas las que salieron airosas entre tanta demanda y producción. Lo descrito en éstos párrafos sirve de introducción para entender un poco cómo funciona la mecánica del cine actual y desde hace ya unos veinte años, y cómo puede una película actual, a casi cuarenta años del estreno de Duro de matar, adaptar su fórmula y transformar casi en mito a la película de los 80. Violent Night de Tommy Wirkola es una comedia fantástica y de acción que funciona como un mix entre la ya mencionada Duro de matar, El último gran héroe (también de McTiernan) y algo de Mí pobre angelito. Acá Santa Claus existe, anda en su trineo arrastrado por renos, se escabulle por las chimeneas y reparte regalos a los niños que se portaron bien. Además le gusta darle al trago hasta vomitar y ser tan malhablado como un camionero. En una de sus rondas nocturnas para obsequiarle algo a la pequeña Trudy, llega a una enorme mansión custodiada por un equipo de seguridad y habitada por la abuela de la niña, una mujer poderosa que recibe a su interesada y un tanto disfuncional familia. La única que parece no encajar en los dramas familiares es la ya mencionada nieta de la mujer, niña que aún cree en Santa e intenta comunicarse con él mediante un viejo walkie talkie que su padre le obsequió. Pese a los tirones entre uno y otro, todo parece marchar sin mayores problemas. Hasta que un grupo armado de ladrones irrumpe armado hasta los huesos reclamando a la dueña de la casa un motín millonario escondido en una bóveda de máxima seguridad. Santa, que le da duro al alcohol, se entretiene en una habitación y queda encerrado mientras el grupo que conforma a los villanos arrasa con todo lo que puede. Sin salida, deberá hacerles frente e intentar salvar al menos la navidad de la familia en peligro. Para ello se cagará a trompadas con cada maloso de turno, sin piedad, sin distinción de sexo ni raza, empleando los métodos más violentos y dolorosos que se hayan visto en cine en mucho tiempo. Bienvenidos a la llamada autoconciencia del cine en su máxima expresión. John McClane se disfraza de Papá Noel y cambia el Nakatomi Plaza por una mansión no menos lujosa. Si bien la fantasía intenta aludir a la fábula reparadora, marcando distancias entre casi todas las obras citadas con anterioridad, el resultado de Violent Night es lo suficientemente divertido y entretenido como para pedirle peras al olmo y no tomarla tan en serio. Es cine de evasión actual que prefiere tomar el género (el de acción, pero también la comedia) y hacer que funcione porque sus pretensiones son pocas, pese a que en ellas hay una visión del mundo, clandestina tal vez, pero interesante. Algo muy similar a la que McTiernan tenía cuando hizo El último gran héroe allá por 1993, salvando las distancias. Pero en esencia lo que hace funcionar a la película es que la mixtura entre dichos géneros es (valga la redundancia del término) generosa. No hay comedia parasitando cada segundo (cosa que viene pasando en muchas obras en los últimos tiempos), asfixiando al espectador con cientos de bobadas de las que funcionan cuatro o cinco como mucho. Las reflexiones sociales a partir de la ética y la moral de los personajes, realizadas en momentos donde la tensión saca lo peor de cada uno, permite al espectador reflexionar sobre la institución familiar, pues las tribulaciones que aquejan a aquellos parecen tan cainitas como las llevadas a cabo por los villanos. Mediante la violencia desmedida, los chistes guasos y alguna incorrección política un tanto barnizada, Violent Night intenta acercarse a una visión cínica y oscura del mundo, si bien termina por desbaratarla en pos de redenciones y un espíritu navideño condescendiente que la transforma en esa fábula reparadora antes mencionada. Pese a ello la película rinde, entretiene con buenas armas y es digna candidata a erigirse como nuevo clásico para las futuras navidades en familia. Yippee Ki-Yay, motherfucker!