Nos habíamos desencontrado tanto...
Todo cine de género “fatto in casa” tiene en un principio el encanto inocultable de lo autóctono pero, a veces, ese plus tiende a desvanecerse gradualmente al quedar en evidencia el desconocimiento del tema o la simple impericia para entregar un producto decoroso por parte de sus creadores. Esta idea puede conectarse con otro aserto repetido hasta el hartazgo aquí y allá pero que pese a ello no deja de ser una gran verdad: en el cine argentino sobran directores y faltan buenos guionistas. Algunas escuelas de cine implantaron a claquetazos el erróneo postulado de que un cineasta debe escribir su propio material si pretende alcanzar el estatus de autor. Como si se persiguiera a ultranza aquel viejo romanticismo surgido de la nouvelle vague en una época irrepetible y con talentos también irrepetibles. Está más que claro que un director debe entender de guión para hacer su trabajo. De ahí a reunir las condiciones para desempeñarse como un escritor profesional parece un tanto extremo…
Fred Zinneman -el realizador austríaco que triunfó en Hollywood con obras como A la hora señalada, De aquí a la eternidad o Julia- era partidario de una máxima que comparto en un 100%: “Los tres elementos más importantes de un filme son el guión, el guión y el guión”. Con esta introducción se imaginará el lector cuál es el principal problema de Amor en tránsito, la fallida ópera prima del joven Lucas Blanco.
En más de una oportunidad he lamentado no poder defender con mayor asiduidad un cine argentino con el que me identifico, aquel que procura captar su target con lícitos filmes de género. Para darle ese marco de “legalidad” es esencial que aún dentro de los lógicos márgenes que conforman a un producto comercial exista una búsqueda narrativa, conceptual o estética (¿y por qué no las tres juntas?) que lo despegue de tantos otros similares confiriéndole un carácter único, personal, diferente…
Hablo de un cine comercial de calidad, lejos de esos subproductos bastardeados por anti-autores como Rodolfo Ledo que, por lo general, se aprovechan de la popularidad de algunas figuras televisivas para atraer público en masa a las salas. No es Pol-Ka precisamente adonde apuntamos –después de todo Adrián Suar siempre se queda a mitad de camino de lo que esperamos de él- sino más bien a las huestes de Damián Szifrón (Los simuladores en tevé; El fondo del mar y Tiempo de valientes, como fundamentales paradigmas cinematográficos) o a lo sumo algún Pablo Trapero tardío (Leonera puede ser visto como un exploitation carcelario con ínfulas artísticas y Carancho sin dudas califica como otro adecuado modelo de lo que pretendemos). Cualquiera de ellos está capacitado para entregar una película equilibrada en la que arte e industria confluyen armónicamente.
Para empezar a ir al grano podría decirse sin exagerar que Amor en tránsito está bastante bien dirigida pero bastante mal escrita. El resultado de esta fricción es que como comedia romántica en su conjunto no funciona. Se advierten pequeños momentos o microescenas con algún que otro detalle rescatable (tanto desde la puesta en escena, como desde lo actoral) pero la suma de las partes está lejos de ser convincente dejando en uno una sensación ambivalente pero invariablemente más amarga que dulce.
La línea argumental involucra a dos parejas con el clásico cruce amoroso de encuentros y desencuentros. Algunas intersecciones entre los personajes de Micaela (Verónica Pelaccini), Juan (Damián Canduci), Mercedes (Sabrina Garciarena) y Ariel (Lucas Crespi) no terminan de ser explotadas con sorpresa e imaginación por los libretistas (el mismo Lucas Blanco y Roberto Montini; ambos, además, productores responsables del proyecto). Los juegos temporales que pretenden sofisticar una historia coral per se por demás previsible y directa, simplemente no cuajan generando más confusión que impacto. Se percibe el esfuerzo de actores y equipo pero, aunque duela reconocerlo, la película en ciertas escenas bordea el amateurismo. Esta sensación es potenciada por un elenco demasiado desparejo en el que la increíblemente fotogénica Verónica Pelaccini es el punto más alto seguida por un Lucas Crespi con un look desaliñado a lo Nico Cabré; en cuanto a Sabrina Garciarena no da señales de mucho compromiso aunque la culpa no es sólo suya; por último, el eslabón más débil: Damián Canduci físicamente quizás dé la talla como galán (no se le puede negar cierta presencia) pero el rol protagónico que le tocó en suerte deja a la vista de propios y extraños sus limitaciones como actor (al menos en esta oportunidad).
Para cerrar la nota nada mejor que una frase que dejó caer al pasar Nicolás Goldbart -el montajista, guionista y director de la muy festejada Fase 7- durante una charla con los espectadores luego de proyectar su película en el reciente 25º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Más o menos Goldbart dijo que “Fase 7 surge de mi necesidad de generar un proyecto propio; es muy poco probable que alguien me convoque para dirigir un material ajeno: de ahí mi inquietud por plasmar esta idea y llevarla a la pantalla grande”. Honestidad brutal. Ni Goldbart ni Blanco habían escrito y/o dirigido un largometraje hasta entonces. La diferencia es que a uno le salió algo realmente original e interesante y al otro no. Más allá de lo meramente subjetivo es justo mencionar que Amor en tránsito se presentó en Mar del Plata en la Competencia Latinoamericana obteniendo el primer premio ex aequo con el film peruano Octubre, de Daniel y Diego Vega.
Respetuosa moraleja: formemos más guionistas y menos directores. ¡Los necesitamos!