De la tragedia a la esperanza. Desde el aspecto humano, la pérdida de Chadwick Boseman (1976-2020) resultó devastadora para todos. Nadie estaba preparado para semejante noticia debido al absoluto secretismo con el que manejó su enfermedad el actor y, cruel ironía, a la electrizante energía vital que brotaba naturalmente en él cada vez que afrontaba un rol. Desde lo artístico, y dada la continuidad de su trabajo como el rey T’Challa en el Universo Cinematográfico de Marvel, su desaparición física trajo consecuencias irreparables para la empresa que Stan Lee, con su genial creatividad, pusiera en el mapa a comienzos de los ‘60s. ¿Es posible continuar después de un cimbronazo tan fuerte? ¿Se puede lograr? ¿Cómo? Todas estas preguntas pasaron por la mente del productor Kevin Feige y el director Ryan Coogler que se encontraban colaborando codo a codo una vez más luego del suceso enorme que tuviera Pantera negra (2018), con su recaudación de más de 700 millones de dólares sólo en EE.UU. y Canadá, así como la obtención de tres premios Oscar de la Academia de Hollywood. Para la comunidad afroamericana el suceso del filme se recibió con orgullo y regocijo por lo que se esperaba mucho de su secuela. Tragedia de por medio, había que dar marcha atrás, evaluar las posibilidades y tomar una decisión con respecto al personaje por el que Boseman se hizo mundialmente reconocido. Lo cual nos lleva a la flamante Pantera negra: Wakanda por siempre (2022), una película que no consigue emerger con claridad de ese caos emocional en el que quedó sumido su equipo técnico. Lo intenta, es cierto, aunque la buena voluntad no alcanza para darle solidez a esta, la 30ª entrega del UCM y a su vez el capítulo con el que se cierra la Fase 4, siendo los títulos precedentes Black Widow, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos, Eternals, Spider-man: Sin camino a casa, Doctor Strange en el multiverso de la locura y Thor: amor y trueno. ¿Por qué no funciona Pantera negra: Wakanda por siempre? No existe un solo motivo, desde luego. La partida de Chadwick Bosewick de una forma tan abrupta ya podía ser una razón de peso para que la producción empiece a zozobrar, porque es evidente que ni el más dotado de los guionistas -y Ryan Coogler no es uno de ellos- hubiese sido capaz de fraguar una historia convincente sin su presencia. Porque además de su capacidad actoral el intérprete de Nueva York sin salida contaba con un carisma poco común que lo hacía brillar sin importar si se trataba de papeles chicos o grandes. Esta cualidad, que habrá sido observada al momento de ser elegido para T’Challa, no encuentra en Wakanda por siempre un reemplazo nítido o que esté a la altura. En esta oportunidad se resolvió darles un mayor protagonismo a las mujeres, con la reina Ramonda (Angela Bassett), la princesa Shuri (Letitia Wright), la Dora Milaje Okoye (Danai Gurira), la ex novia de T’Challa Nakia (Lupita Nyong’o) y la recién llegada Riri (Dominique Thorne) asumiendo decisivamente los principales roles. Es decir, todas las que tuvieron una participación secundaria en el filme de 2018 -menos Thorne que se suma al elenco encarnando a una científica joven, algo así como un espejo de Shuri-. Con respecto a los hombres de Wakanda, sólo Winston Duke (M’Baku) regresa para la secuela y el perfil de su personaje no se ajusta al de un héroe. De hecho, estaba más cerca de componer a un villano. Si recuerdan Pantera negra (2018) sabrán de qué hablo. A esta situación particular hay que agregarle el actual agotamiento del género de superhéroes que Marvel llevó a su cenit con la Fase 3 y que hasta ahora viene languideciendo sin remedio tras la despedida de Robert Downey, Jr. y Chris Evans en Avengers: Endgame (2019). Se suponía que Pantera Negra/ Chadwick Boseman tomaría el liderazgo de los Avengers en esta fase 4. El destino tenía otros planes. Y Marvel deberá seguir penando por esto. Dice Ryan Coogler que el antagonista de Wakanda por siempre no sufrió de ninguna modificación tras el fallecimiento de Boseman. Con esta película hace su aparición, muy tardíamente, Namor el Submarinero que fuera creado en la década del ’30 por Bill Everett. Con similitudes evidentes con el Aquaman de DC Comics, Namor llega al UCM con vigor gracias al interesante aporte del actor mexicano Tenoch Huerta Mejía que demuestra presencia física, aunque el guion no le permite trascender más. De todas formas, como presentación de personaje su Namor cumple holgadamente con las expectativas. La trama le dedica su tiempo al duelo de T’Challa, y hay homenajes al malogrado actor ya desde la presentación del logo de Marvel, para luego encarrilarse hacia una línea argumental que narra el enfrentamiento entre el reino de Wakanda y la nación submarina oculta de Talokan (de la que Namor es líder indiscutido). Que esta historia haya sido contada con una duración de dos horas y cuarenta minutos sólo puede ser calificada de incomprensible. Naturalmente, no faltan esas secuencias de acción realizadas con el esmero artístico y los hallazgos técnicos que eran de esperarse viniendo de esta gran compañía. No obstante, esas prodigiosas set pieces no conforman un todo en un largometraje con problemas de estructura, ritmo y cohesión. Los extensos pasajes submarinos en Talokan denotan una iluminación oscurísima. No sé si ha sido una decisión estética para diferenciarse de la Atlantis de Aquaman (2018), que era un cumpleaños de tanto color y brillo, pero esta apuesta desluce bastante el trabajo de las restantes áreas. Se podría haber hecho algo mucho mejor, no cabe duda. Pantera negra: Wakanda por siempre la tenía difícil a la hora de superar a una predecesora que se convirtió en uno de los mayores hitos para Marvel Studios. Para colmo de males, la película perdió a su actor protagonista y sus creadores debieron lidiar con un contexto histórico negativo por la explotación indiscriminada que ha padecido el subgénero en los últimos años. He aquí uno de esos casos donde todo lo que ha podido salir mal, ha salido mal. La escena post créditos del filme es quizás la instancia de mayor manipulación emocional para con el espectador. Tal vez tras alguna proyección con público de prueba se arribó a la conclusión de que faltaba un momentum, algo que conmueva en profundidad. La muerte de T’challa conduce a una reacción intensa en las actuaciones de Angela Bassett, como su madre, y Letitia Wright como Shuri, pero esa vibración no se traslada a la platea. A esa escena en cuestión se le notan los hilos. Sin embargo, es el cierre que necesitaba el guion. La idea de que pese al dolor todavía hay una tenue esperanza para creer en el futuro. En estas épocas aciagas, ojalá no sea tarde…
Virus a bordo. Hay quienes buscan en el cine surcoreano una alternativa válida a los productos adocenados de Hollywood debido a su creatividad incesante, su inspiración para fusionar géneros con no poca audacia y un notable nivel técnico que no tiene nada que envidiarle al de sus colegas de EE.UU. La industria asiática no escatima en medios de producción para entretener a su público y un filme como Emergencia en el aire (2021) es prueba fehaciente de ello. Escrita y dirigida por Han Jae-rim, esta película apunta todos sus cañones a una audiencia masiva dispuesta a dejarse llevar por las emociones de una historia que, si bien no aporta ninguna novedad, cumple a conciencia con su propósito. Es verdad que no estamos en presencia de uno de los mejores exponentes de esa cinematografía ya que el guion no esquiva los lugares comunes vistos hasta el hartazgo en decenas de filmes de temática afín, y la burda manipulación del último acto conspiran para que el resultado no raye a mayor altura. Por eso Emergencia en el aire está lejos de ser una obra redonda, aunque no carece de virtudes, particularmente en los dos primeros actos (sin duda, lo más sólido del trabajo de Han Jae-rim). El argumento abreva en material harto conocido, concretamente parece una mezcla de la fundacional La hora trágica (Zero Hour!, 1957), cuyos derechos fueron comprados por los realizadores de ¿Y dónde está el piloto? (1980) que la usaron allí de esqueleto para descerrajar una andanada de gags brillantes, con el preocupante tópico de un virus que se desata en un vuelo de línea provocado por un lunático con experiencia en el rubro farmacéutico. De la primera copia la subtrama del piloto con pasado traumático que viaja como un simple pasajero y que, en determinado momento, deberá afrontar sus fobias para hacerse cargo de aterrizar el avión con todas las dificultades imaginables. La trama principal usufructúa sin mucho miramiento todo lo que nos tocó vivir en tiempos recientes con el Covid-19 para generar un impacto adicional en una audiencia aún sensible por las consecuencias de semejante pandemia. Otro componente interesante es el político ya que ningún gobierno extranjero accede a que el avión tenga un aterrizaje de emergencia por los riesgos sanitarios para la población que esto conlleva. No se ahonda mucho en esta variable porque el film, recordemos, no deja de ser un pasatiempo y no un tratado sobre ética. No obstante, le da un tono realista al conflicto de fondo. Por ende, nos encontramos con una combinación de cine catástrofe (con un avión fuera de control, aún sin haber sido secuestrado), thriller de asesino serial (en una vertiente de bioterrorismo) e investigación policial (donde seguimos de cerca los esfuerzos de un equipo liderado por el detective In-ho, cuya esposa es una de las damnificadas en un típico recurso de guion para incrementar el dramatismo e involucrar de manera directa al personaje). No es brillante en ninguna de estas facetas de manera individual, pero Han Jae-rim hace gala de esa alquimia tan propia del cine surcoreano para que cada una de ellas se superponga fluidamente y funcione desde lo narrativo. No saldrán decepcionados quienes busquen un espectáculo dinámico, bien llevado y, casi siempre, muy bien actuado. Bisang seoneon (o Emergency Declaration en inglés) cuenta con un gran elenco para darle carnadura a sus protagonistas. Del nutrido elenco voy a mencionar a tres actores. Como el policía In-ho tenemos al carismático Song Kang-ho, uno de los intérpretes coreanos más reconocidos en el plano internacional gracias a sus trabajos en Sympathy for Mr. Vengeance (2002), The Host (2006) y la ganadora del Oscar Parasite (2019), entre muchas otras. Su aporte es fundamental porque representa la perspectiva del espectador promedio y a medida que avanza el guion su compromiso corre a la par sumando incluso algún punto de giro inesperado. Otro actor esencial es el más hierático Lee Byung-hun, que aquí le da vida con exactitud al conflictuado piloto Jae-hyuk. Su desempeño es excelente, así como lo fue en muchas otras producciones como Joint Security Area (2000), A bittersweet life (2005), la obra maestra I saw the devil (2010) o las hollywoodenses G.I. Joe: el origen de Cobra (2009), Terminator Génesis (2015) o Los siete magníficos (2016). El último nombre para destacar es quizás el único punto flojo porque el también cantante y modelo Si-wan Yim se pone en la piel del joven psicópata Jin-seok con profusión de gestos arteros y miradas siniestras quedándose en la cáscara de un rol que daba para más. No supieron o no quisieron desarrollarlo con mayor profundidad. Emergencia en el aire quizás no pueda equipararse con algunas de las mejores obras que nos ha legado la cinematografía surcoreana en tiempos recientes. La vara está muy alta y la película posiblemente no aspire a tanto. Los adeptos al género así lo entenderán y sabrán disfrutarla por lo que es.
Luces y sombras en el regreso de Sam Raimi. Como era de prever, a la fase 4 del Universo Cinematográfico de Marvel le está costando hacer pie, económica y artísticamente, tras el fulgurante éxito de una retahíla de filmes que lograron su punto cúlmine con Avengers: Endgame (2019). Hasta el momento los títulos dados a conocer son Black Widow, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos, Eternals y Spider-man: Sin camino a casa. Ninguna es una mala película, es cierto, pero tampoco han deslumbrado en su conjunción de personajes ya asentados (Viuda negra, Spidey), personajes nuevos (Shang-Chi, los Eternos) y las historias que los contienen en ese tapiz inconmensurable que han concebido el productor factótum Kevin Feige y asociados. Comercialmente la única que demostró poder de fuego en la taquilla fue la tercera entrega de Spider-man que en la Argentina superó los 4.000.000 de espectadores convirtiéndose en la película de superhéroes más vista en la historia de nuestro país. Un gran logro, aunque en lo personal me resultó insatisfactoria. Y algo similar me vuelve a ocurrir con el estreno de Doctor Strange en el multiverso de la locura que incorpora, quizás un tanto tardíamente, a un director de talento como Sam Raimi cuyo opus previo data de 2013 (Oz: el Poderoso). El cine basado en cómics parecía una simple moda pero el surgimiento del UCM le estiró la vida al subgénero por lo menos una década más. La gente respondió volcándose masivamente a las salas y convirtiendo a Marvel Studios en un emporio impresionante con una penetración cultural multimediática que no debe subestimarse. 28 largometrajes después -sí, leyeron bien, ¡28!-, empiezan a notarse vestigios de agotamiento en temas, recursos y personajes. Doctor Strange: Hechicero supremo (2016) fue una excelente carta de presentación del ex cirujano estrella Stephen Strange, que subyugó con su arco de transformación que lo llevó de científico arrogante a aprendiz de las artes místicas hasta adquirir el estatus al que alude el título de este filme de Scott Derrickson. La frescura y originalidad expuestas en esa primera aventura se extrañan bastante en esta mucho más mecánica secuela pese a los esfuerzos conjuntos de Sam Raimi y sus actores. Uno de los problemas reside en esa cosmogonía a gran escala que pretenden implementar los ejecutivos de Marvel con cada nueva película, agregando capas y capas un tanto forzosamente. Nunca se había hecho, quizás no vuelva a repetirse jamás, y eso merece respeto y reconocimiento. No obstante, no puede negarse la realidad: más temprano que tarde la calidad empieza a decaer. Demasiadas propuestas de un tenor similar han erosionado esos cimientos tan sólidamente construidos por Kevin Feige y un puñado de escritores y directores entre los que podemos mencionar a Jon Favreau, Joss Whedon o los hermanos Anthony y Joe Russo. Mientras el público no les dé abiertamente la espalda, estas historias continuarán sucediéndose sin solución de continuidad, aunque las ausencias de Iron Man (Robert Downey, Jr.) y Capitán América (Chris Evans) son casi imposibles de paliar. La falta de carisma de los actores y/o personajes de Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos y Eternals auguraba un futuro negro que para ser sincero no fue tal, más o menos disimulado por unas recaudaciones discretas, empero suficientes, considerando lo ignoto que le resultaba el material de estas adaptaciones a la audiencia no especializada. Se supone que Doctor Strange en el multiverso de la locura sería el título con el que el UCM daría un paso más allá de lo habitual coqueteando con el horror e incursionando en esos mundos paralelos que Spider-man: Sin camino a casa no pudo o no quiso profundizar. Era una elección lógica que Scott Derrickson retome su lugar como director de la secuela -recordemos que es un apasionado del género con antecedentes valiosos como El exorcismo de Emily Rose, Siniestro o Líbranos del mal-, pero diferencias creativas lo alejaron del proyecto que terminó en manos de otro experto como Sam Raimi. El creador de Darkman, el rostro de la venganza cumplía con todos los requisitos para el trabajo: fue el responsable de la mega exitosa trilogía de Spider-man con Tobey Maguire, y también fue el artesano que amorosamente pergeñó esa trifecta de culto que responde al nombre genérico de Evil Dead. De todas las opciones disponibles no cabe duda que el perfil de este superhéroe creado por los legendarios Stan Lee y Steve Ditko en 1963 era por el que más afinidad sentía Raimi. El tono terrorífico aplicado en Doctor Strange en el multiverso de la locura es muy light para quienes consumen ese tipo de filmes y es poco probable que conforme a nadie en ese aspecto. Lo que sí debe decirse es que para ser un producto con el sello Marvel, por lo general amigable, familiar, hay aquí elementos fuera de la norma tanto en su búsqueda de climas tenebrosos como en la irrupción de cierta crudeza inédita. La mano de Raimi se observa en los mejores pasajes de la película, en particular de la mitad hacia adelante. Se hacen presentes sus guiños, humor y hasta bufonadas con el aporte de su actor fetiche Bruce “Ash” Campbell que tiene una breve participación y roba cámara como suele hacerlo cada vez que colabora con su viejo socio. Son destellos aislados que revelan la presencia de un autor, algo que rara vez logra percibirse en una superproducción de esta envergadura. En mi opinión, el tema de los universos múltiples abre una cantidad interminable de atajos y excusas argumentales para que Feige/Marvel manipulen a conveniencia a su público. Es condescendiente y en el fondo hasta hipócrita como encaran la “sorpresiva” eliminación de algunos personajes a sabiendas de que pueden volver multiverso mediante. Como diría Miguelito, el amigo de Mafalda, en alguna de sus tantas salidas graciosas: “puede ser fácil, pero es anti-deportivo… váyanlo sabiendo”. En esta obra se observan las virtudes y defectos que los críticos venimos señalando sobre el UCM desde hace años: hay mucho chiste tonto que en lugar de descomprimir la tensión trivializa sin ningún criterio cualquier situación, una nula creación de personajes tridimensionales, un afán desmedido por complacer con el fan service, una trama insustancial fuera de la pirotecnia visual -muy cuidada como de costumbre- y a eso habría que sumarle un dudoso intento por adherirse a las agendas de corrección política y de género. Por ejemplo: la ex de Strange, Christine (Rachel McAdams), se casa con un afroamericano; y la joven América Chávez (Xochitl Gomez), se nos revela como hija de dos lesbianas. Todo esto muy al paso y sin otro objetivo concreto que dar una señal de aceptación nada creíble porque son decisiones que no nacen de la naturaleza del relato o de sus personajes sino como algo plantado ad hoc. Se nota a la legua. La set piece con la que abre el filme, con ese monstruo que parece estar inspirado en el Dios Cthulhu lovecraftiano, es espectacular y conlleva una rémora: ni siquiera el final logra opacarla. Esto es opinable, desde luego. Sucedió también con Piratas del Caribe: La venganza de Salazar y en algunas entregas de James Bond. Es una particularidad que debería evitarse a toda costa. Lo mejor debe reservarse siempre para el final. O eso pienso yo. La historia es simple, aunque se enmarañe por la proliferación de mundos paralelos, y está relacionada con la llegada a nuestro universo de la adolescente América Chávez que es perseguida para utilizar su gran poder: es capaz de crear portales interdimensionales y desplazarse voluntariamente adonde lo desee. Como aún no lo domina del todo pide ayuda al Doctor Strange que a su vez invita al grupete a Wanda Maximoff, también conocida como Bruja escarlata, que muy pronto se revela como una feroz antagonista por motivos que no haré mención aquí. Es de una torpeza absoluta el truco de guión con el que se explicita que Wanda tiene otros planes para América Chávez. Un buen guionista hubiese encontrado otra forma de desencadenar el conflicto. No es el caso de Michael Waldron. Con respecto al elenco, Benedict Cumberbatch vuelve a ser Doctor Strange con la prestancia y el ángel que ya le conocemos. Además, con la ayuda de maquillaje y caracterización, compone a varias versiones de Strange con distintas características de acuerdo al mundo al que pertenezca. El bonachón Benedict Wong cumple sin estridencias su parte como el sidekick Wong, Rachel McAdams no da la sensación de estar muy comprometida y aporta sólo oficio (en su defensa, el papel que le tocó tampoco es gran cosa), y Xochitl Gomez luce espontánea como América Chávez. La actuación más destacada, no obstante, es la de Elizabeth Olsen que aquí juega a villana desatada sin caer en la sobreactuación. Expresiva, conmovedora, aterradora, esta Bruja escarlata 2022 es la gran oportunidad que esperaba una actriz perennemente subestimada. Con luces y sombras, esta Doctor Strange en el multiverso de la locura representa un regreso digno e imperfecto de Sam Raimi al cine de superhéroes. Distinta suerte ha tenido el compositor Danny Elfman que suscribe aquí su trabajo más excelso en por lo menos dos décadas. El año pasado editó su disco en solitario Big Mess y ahora nos obsequia con este hermoso score. Lo único que falta para hacerla completa es que resucite a Oingo Boingo. Se agradece, Little maestro.
La odisea de una madre. Con la llegada de la telefonía móvil o la internet, el cine ha encontrado un recurso narrativo válido para aggiornar temáticas muy transitadas con un presupuesto por demás ajustado y sin resignar eficacia. Algunos títulos que usufructuaron esto son Celular (2004), Enterrado (2010), Searching… (2018), Locke (2014) y con más plata, la futurista Oxígeno (2021), entre otros. En un registro similar acaba de sumarse a la lista el filme Desesperada (The Desperate Hour, 2021), una producción que con toda su modestia a cuestas ha logrado colarse entre los estrenos en salas de cines. En esta oportunidad el peso de la historia recae en la británica/australiana Naomi Watts quien encarna a una viuda reciente que debe lidiar con esa pérdida mientras trata de contener a su hija menor, de unos diez años, y a su hijo mayor adolescente que no logra superar la ausencia del padre. La rabia, dolor y depresión del chico son descritas en unas pocas pinceladas con mano sabia tanto por el guionista John Brawley como por el director Phillip Noyce (Terror a bordo, Cerca de la libertad) que vuelve a la cartelera argentina después de unos cuantos años. La trama puede pecar de básica y poco original pero el oficio de un veterano de mil batallas como Noyce y un auténtico tour de force a cargo de Watts evitan que el filme caiga en la absoluta mediocridad. Se podrá vislumbrar que no estamos en presencia de una gran película, ni mucho menos, pero cumple con los propósitos planteados: mantener al espectador atornillado a la butaca por ochenta intensos minutos. El guionista tuvo la ocurrencia de generarle un conflicto a Amy (Naomi Watts) mientras se encuentra en su sesión diaria de jogging en una zona boscosa alejada de todo contacto humano. Puede parecer sospechoso que nunca tenga problemas para conectarse vía celular estando en medio de la nada cuando, en ocasiones, en plena ciudad debemos hacer la vertical para obtener señal y atender un llamado. Pero claro, nosotros vivimos en el Tercer Mundo. Conviene no olvidarlo. Amy, sin dejar de trotar, recibe y hace llamadas de todo tipo hasta que se produce la situación desencadenante de la película: un aviso a la población de la oficina del sheriff del condado que informa sobre un incidente en curso por el que se ha puesto bajo encierro a las escuelas de Lakewood, el pueblito donde transcurre la acción. A partir de esta novedad se irán suscitando una serie de “beats” en el guión hasta el descubrimiento de que el hijo de Amy podría estar involucrado en el ataque con armas de fuego a un grupo de alumnos en su colegio. ¿Pero es el agresor o una potencial víctima? Brawley mueve con astucia los hilos de la trama, minimalista como pocas ya que tenemos a Naomi Watts sosteniendo el filme sola por más de cincuenta minutos, y toca algunos temas urticantes para la sociedad de los EE.UU. pero sin ánimo de profundizar en ninguno de ellos. Como diría Micky Vainilla: “es sólo pop, pop para divertirse”. Si este thriller convence o no, dependerá mucho de las expectativas puestas por cada espectador: si esperan un drama veraz, verosímil y realista convendrá apuntar para otro lado. Desesperada es claramente un producto superficial y pasatista que pese a sus limitaciones entrega lo que promete. Ni más ni menos. El segmento más destacado del filme son esos cincuenta y pico de minutos en los que Amy está aislada en el bosque, tratando de averiguar si la vida de su hijo corre peligro e intentando comunicarse con gente que le pueda conseguir información de primera mano mientras ella es indagada por una operadora del 911 así como por un oficial de policía que se encuentra investigando el suceso. La expresividad de Naomi Watts es perfecta, nunca da un paso en falso, jamás sobreactúa, su angustia de madre se transmite en todo momento al espectador que se conmueve y empatiza con el personaje gracias al fenomenal desempeño de la actriz. Phillip Noyce, por su parte, conoce de sobra el género y entrega una puesta en escena prolija, austera, y con varios pasajes dramáticos que generan un nerviosismo tan logrado que uno quisiera que el material de John Brawley presentara algo más de profundidad para aprovecharlo a fondo. El último acto de Desesperada no está a la altura del desarrollo, es un problema de guión y no algo atribuible al director o al elenco. Cuando merodeamos la zona del clímax Brawley toma algunos atajos argumentales que banalizan todo lo que se venía gestando hasta entonces. En una película sin muchas ideas creativas el final nos deja un tanto frustrados por su resolución de manual. Faltó ingenio, inspiración y sorpresa. El tema daba para más. Con todo, no es una mala propuesta. Eso sí, más apta para streaming que para pantalla grande.
Michael Bay no aprende más. ¿Qué se puede esperar de un burro sino una patada? El director Michael Bay toma un concepto que en la película danesa original Ambulancen (2005) duraba 80 minutos y lo anaboliza fiel a su forma de entender el entretenimiento audiovisual (el cine es otra cosa) en esta remake que dura casi una hora más. La extensión adicional suma disparates argumentales, absurdos de todo tipo, escenas de acción desmesuradas metidas con fórceps y un desarrollo de personajes tan penoso como para dejar expuesto en sus limitaciones a un actor apenas discreto como Jake Gyllenhaal cuyo papel oscila, incoherentemente, entre la estupidez -que gana por demolición- y ciertos rasgos de inteligencia. Yahya Abdul-Mateen II, el coprotagonista, sale un poco mejor parado de esta experiencia que difícilmente vaya a encontrar un espacio relevante en su filmografía. La mexicana Eiza González es por lejos quien más se destaca en su rol de paramédica badass. No obstante, debo señalar que su elección es un cliché hollywoodense porque luce sexy y provocativa hasta ribetes contraproducentes. Llegados a este punto es conveniente volver a recordar que estamos frente a una obra de Michael Bay… detalles como estos son lo mínimo que hay que aceptar para completar el visionado de esta frenética y muy tonta Ambulancia 2022. La historia: Danny (Jake Gyllenhaal) y su hermano adoptivo Will (Yahya Abdul-Mateen II) han lidiado toda su vida con un padre delincuente de la peor calaña (¿les parece algo creíble que este ladrón y asesino tenga el gesto humanitario de adoptar a un niño?, ¿se puede adoptar teniendo antecedentes penales?), para salir de su sombra y no caer en la ilegalidad Will se enrola en el ejército. Una vez concluida esa etapa retoma su vida de civil pero no consigue trabajo y para colmo su esposa padece de una enfermedad grave que requiere de una costosa cirugía experimental. Con un bebé de pocos meses a cargo, un Will desesperado acude a su hermano Danny que ha conservado el oficio de papi: ladrón de bancos y a mucha honra (no demuestra vergüenza al menos). La misma mañana que se vuelven a ver después de muchos años, Danny le propone sumarse al equipo que ha formado para un “golpe” que resolverá para siempre todos sus problemas económicos. Nada de pensarlo mucho: el plan empieza en minutos… ¡YA! Así arranca Ambulancia. Las inverosimilitudes están a la orden del día, a Michael Bay no le importan porque apuesta todo al ritmo y a la acción hiperbólica que patentó a mediados de los 90’s (recordemos Dos policías rebeldes, La Roca, Armageddon, Pearl Harbor y la interminable e insoportable saga de Transformers). El objetivo es un banco y el botín de 32 millones de dólares que se supone un trámite no lo será tanto cuando un policía enamoradizo meta la nariz donde no debe y desencadene la catástrofe: con su banda aniquilada, Danny y Will deben escapar del banco como sea. La aparición de una ambulancia en la zona será en principio el salvoconducto ideal para alejarse del lugar. La presencia de la paramédica Cam (Eiza González) y de un policía malherido será esencial para el juego psicológico planteado con el capitán Monroe (gran trabajo de Garret Dillahunt), el responsable del operativo. Y esa sería la sinopsis: una ambulancia en fuga con dos ladrones y dos rehenes, y toda la policía de Los Angeles que los persiguen atraviesan la ciudad de Los Angeles pulverizando las calles con disparos, explosiones, autos que chocan y gente que vuela por el aire. Básicamente, el repertorio habitual en los filmes de Bay. El guión adaptado de Chris Fedak es de lo peor que se haya conocido en mucho tiempo en Hollywood. Las auto referencias explícitas a otras películas del mismo director son patéticas y los toques de humor -como el gigantón perro Nitro, el miembro de la banda rubio que se presenta en sandalias y vestido como hippie o el personaje de un colaborador de Danny que fracasa como relevo cómico- francamente no funcionan nunca. El uso y abuso de drones para hacer tomas aéreas con recorridos y angulaciones imposibles delatan a Michael Bay como un chico caprichoso con un aparato enorme de producción a su disposición y muy pocas ideas reales sobre cómo aprovecharlo sin caer en sus gratuitas ampulosidades que algunos consideran estilo. Mucho para tan poco.
¿Mandinga o mondongo? El cine de terror funciona bien y goza de buena salud en todo el mundo -al menos desde el aspecto comercial-. La Argentina no es la excepción: el público local siempre fue muy receptivo al género y convirtió en éxitos a producciones modestas que, simplificando un tanto, es en cierta forma la razón por la que se siguen haciendo hoy día: baja inversión, alta rentabilidad. Una ecuación redonda. Los motivos por los cuales los espectadores necesitan ver estos relatos en una sala oscura exceden estas líneas. Pensemos que el terror cinematográfico es muy poco permeable a los finales felices y tranquilizadores. Por el contrario, es habitual que sus protagonistas sufran lo indecible y en la mayoría de los casos terminen muertos. El terror es básicamente pesimista y lo seguirá siendo como parte constitutiva de ese ADN que ayudaron a cimentar los grandes directores con los que solemos asociarlo. Hablamos de artistas de todas las épocas como James Whale, Jacques Tourneur, Terence Fisher, Val Guest, Freddie Francis, Roger Corman, George A. Romero, Herschell Gordon Lewis, Mario Bava, Dario Argento, Tobe Hooper, Wes Craven, John Carpenter y David Cronenberg, aunque la lista es aún más extensa. En la actualidad puedo mencionar a James Wan y quizás a Guillermo del Toro, aunque su inquietud cinéfila fusiona géneros y estilos. No pueden obviarse algunos títulos emblemáticos de cineastas que no estaban encasillados en este género como pueden ser Alfred Hitchcock (Psicosis y Los Pájaros), Michael Powell (El fotógrafo del pánico), Roman Polanski (El bebé de Rosemary) o William Friedkin (si tuviera que votar elegiría a El exorcista como el mejor filme dentro de este rubro). Son muchas las historias que se han ido encadenando con el tiempo hasta llegar a este presente donde ya no alcanza con lanzar algún que otro título para estrenar en pantalla grande: streaming mediante, son múltiples los proyectos que se cristalizan para Netflix, Amazon Prime, o cualquiera de las plataformas pagas que se siguen sumando al pelotón. Con este panorama de fondo… ¿qué puede aportar el estreno en cines de una película tan chiquita y limitada como La llamada final (The Call, 2020)? Para ser sinceros es apenas un título más, de relleno incluso diría, para acrecentar una cartelera que la viene peleando como puede desde que empezó el drama de la pandemia por Covid-19. La producción dirigida por el ignoto Timothy Woodward Jr. invirtió un millón y medio de dólares -un vuelto para los estándares de Hollywood- y recaudó un tercio de esa cifra en el mercado de EE.UU. y Canadá. Con lo ingresado en el resto del mundo salvó el presupuesto, pero no ganó un centavo. Viendo la película se entiende el porqué. Lo más astuto que hicieron los productores fue contratar a dos figuras muy vinculadas a este tipo de propuestas: los actores Lin Shaye y Tobin Bell. Dicho así puede que el común de la gente no los identifique por lo que hay que ampliar la información: ella es la médium Elise en la franquicia de Insidious, y él el no menos popular Jigsaw de esa otra usina de éxitos que fue la saga de El juego del miedo. Sin estas dos presencias, La llamada final directamente no tendría razón de ser. El problema es que con sus nombres no alcanza: acá lo imperdonable no es que se trate de una clase “B” sino de la falta de ideas para atrapar a un target que es conocedor del material, y es improbable que apruebe esta incursión en la temática de brujería y satanismo (ponele, siendo generosos). Al margen de la escasa disponibilidad de recursos, la película carece de climas y los momentos de “terror” brillan por su ausencia. Demasiado ATP para el género, La llamada final apunta su mira a un nicho del mercado con más especulación que inspiración o vuelo artístico. La trama, ambientada en 1987, refiere a la venganza de ultratumba que lleva a cabo una anciana recientemente fallecida (Lin Shaye) contra un grupito de adolescentes que la acosaban en su domicilio por considerarla responsable de la desaparición de una niña años atrás. Tobin Bell interpreta al viudo de esta mujer y es quien les propone un trato fáustico a los chicos: si cada uno de ellos efectúa un llamado telefónico de un minuto a cierto número que él les brinda pueden obtener 100.000 dólares de premio. Absurdo como suena, la proposición es aprobada (no habría filme de otra manera) y cada miembro del grupo, de a uno por vez, debe pasar a una habitación de esa casa siniestra desde donde marcar el fatídico número. Lo que les sucede a continuación abreva un poco en Línea mortal (con la cuestión de los pecados y la culpa a flor de piel) así como en tantos otros relatos que van más o menos por una senda similar. La condena moralizante sobre los personajes es de una chapucería alarmante. Por otra parte, la imaginería visual desplegada a partir de la mitad del segundo acto es pobre con ganas. Timothy Woodward Jr. no demuestra especial talento y el trabajo del guionista Patrick Stibbs no lo ayuda en nada. Sí es cierto que los actores jóvenes no están mal -no aparentan la edad que se supone deberían representar, pero no es algo atribuible a ellos- y aún con sus flaquezas la narración fluye, con un ritmo de montaje adecuado y una duración que, la verdad, debería ajustarse porque le sobran unos buenos quince minutos. Lin Shaye y Tobin Bell aparecen en pocas escenas y han sido usados como cebos para aquellos incautos que al ver sus nombres se imaginen que se encontrarán con un plato fuerte equivalente a aquellas obras por las cuales se los recuerda. El famoso gato por liebre sigue vigente en pleno siglo XXI. Como aquel chiste en que un hombre encuentra al diablo revolviendo en una olla con una cuchara de madera. El asustado individuo, buscando confirmación, inquiere: “¿Mandinga?”. Y su respuesta: “No, mondongo”. Y eso es La llamada final. Un chiste malo.
Terror psicológico con un enfoque actual. De los Monstruos clásicos de la Universal el hombre invisible debe ser uno de los personajes con menos apariciones en las últimas décadas (esto podría dar pie a alguna humorada pero mejor dejémoslo ahí). En los 90’s tuvimos Diario de un hombre invisible, híbrido sin hallazgos que dirigiera con evidente desgano el gran John Carpenter como vehículo para un Chevy Chase que ya había iniciado un declive artístico innegable. A principios de los 2000 le tocó el turno a El hombre sin sombra, película también fallida pero mucho más jugada en tono: no podía ser de otra forma estando el holandés Paul Verhoeven a cargo de la dirección. Veinte años después, el rentrée de tan icónico personaje de la era de oro del cine de terror llega de la mano de un realizador sin tanto nombre pero con algunos buenos antecedentes como guionista: se trata del australiano Leigh Whannell, conocido gracias a su asociación con James Wan en la saga de El juego del miedo. Vale aclarar que la Universal intentó reeditar su Universo de monstruos y villanos a partir de La momia (2017), pero el filme con Tom Cruise resultó un fiasco de taquilla y el proyecto de plasmar El hombre invisible fue cambiando no sólo de protagonista (se suponía que sería Johnny Depp) sino de argumento y, especialmente, de enfoque. Whannell sacó provecho de una temática actual tan urticante como la violencia de género para articular un relato que construye un buen protagónico para esa excelente intérprete que es Elisabeth Moss (premiada actriz de la serie El cuento de la criada) y abandona a su suerte al resto del elenco que no logra evitar caer en la unidimensionalidad. Ejemplo: el antagonista no sólo es un ser detestable sin redención sino también plano, maniqueo, sin matices. Por cierto, que lleve el título del filme es una cuestión meramente de marketing. Supongo que La ex del hombre invisible no parece una alternativa muy comercial que digamos, ¿no? Esta nueva versión sobre un científico (loco o no) que descubre la fórmula de la invisibilidad no demora nada en presentar a Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen) como un abusador sádico y manipulador, aunque el maltrato nunca se muestre explícitamente con la sola excepción del comienzo donde es utilizado como golpe de efecto. El escape desesperado de Cecilia Kass (Elisabeth Moss) de la aislada mansión frente al mar en la que convive junto a este millonario experto en tecnología aplicada a la óptica, expone con suma claridad el tipo de relación tóxica que tenían y, desde ya, el rol que ocupaba cada uno en la misma. La fantástica expresividad de Moss nos permite imaginarnos con lujo de detalles el padecimiento de un personaje que se arma de coraje para cambiar el estado de cosas sin por eso dejar de sentir un miedo terrible. Lo más destacado de El hombre invisible hay que buscarlo en la primera mitad de una trama que apela al minimalismo y a la sugestión para transmitirle incertidumbre y tensión al espectador. Whannell no es un director creativo como su amigo James Wan pero se las rebusca para que el interés no decaiga nunca sin excederse en el usufructo de recursos artificiosos para alcanzar su objetivo. El gran logro, qué duda cabe, es la actuación de Elisabeth Moss que es el centro y corazón de una historia en la que es imposible no empatizar con su Cecilia. El arco de transformación de esta mujer joven es bastante drástico, y aún cuando el guión se desboca al ponerla en situaciones donde el verosímil tambalea, la actuación de Moss es siempre creíble y sostiene el conflicto hasta un final no del todo satisfactorio. Contundente, sí, convincente… no tanto. Leigh Whannell se reserva algunas sorpresas y un par de vueltas de tuercas sabiamente ejecutadas durante el desarrollo de esta película de mediano impacto que se eleva del montón gracias a una interpretación femenina electrizante (seguramente merecedora de un material dramático más inspirado). Sin ser una maravilla, El hombre invisible está por encima del promedio que ofrece el género hoy día.
La temática de King, la impronta de Kubrick y el talento de Flanagan. Los desencuentros entre Stephen King y Stanley Kubrick fueron casi tan legendarios como la poderosa obra cinematográfica concebida en 1980 por el genial creador de 2001: una odisea del espacio a partir de la novela El resplandor. Si bien se trata de medios de expresión totalmente distintos, sería una necedad no reconocer que el filme, con el tiempo, ha opacado por completo al libro publicado en 1977 por el gran narrador estadounidense. Las modificaciones sustanciales realizadas por Diane Johnson -que para empeorar las cosas habló mal públicamente del trabajo de King- y el mismo Kubrick sobre la novela siempre le resultaron indigeribles al autor de Carrie. Hasta tal punto fue esto así que en 1997 King emprendió su propia versión del libro con la soporífera y, obviamente más fiel al texto, miniserie de TV. homónima que hoy día nadie recuerda. La película de Kubrick hacía muchísimos años que no se proyectaba en cines de la Argentina cuando se programó una función especial en la edición 2012 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Con el Auditorium -la sala más grande de MDQ- explotando de un público ansioso por ver El resplandor por primera vez en cines, la experiencia resultó un fraude colosal: la copia estaba hecha jirones y era propiedad de un coleccionista privado. Para más datos, era la misma que fuera censurada durante la época del proceso (ver aquí la nota sobre el censor Miguel Paulino Tato donde se explica este tema con mayor detalle). Tan deteriorado se encontraba el celuloide que faltaban escenas enteras y nadie de la organización había salido a aclarar que se pensaba exhibir en estas lamentables condiciones. Pocos años después llegaría a los cines de nuestro país una remasterización impecable del film que mucho hubiésemos querido poder apreciar en esa frustrada función. Volviendo a MDQ, la idea era complementar el visionado del sorprendente documental Room 237 (Rodney Ascher, 2012), que toma las teorías de varios fans de El resplandor que creen haber dado en el clavo sobre el subtexto craneado por Kubrick, y las desarrolla con mucho humor y amor por el cine. Hubiese sido espectacular poder verlas en continuado pero no pudo ser… Doctor Sueño es la muy demorada secuela de El resplandor escrita por Stephen King en 2013. La temática de gente dotada de poderes paranormales es ya un clásico en su profusa e irregular obra (a Carrie y El resplandor habría que agregarles también La zona muerta y Ojos de fuego). A esta altura es imposible pedirle originalidad a un artista que, siendo sinceros, nunca lo fue: lo suyo pasó por aggiornar conceptos caros al género como el vampirismo, los zombis, los extraterrestres y unos pocos más. Empero, no se discute su calidad literaria y su capacidad para entretener al “lector constante” (así llama King a sus seguidores). Doctor Sueño retoma al personaje de Danny Torrance, que fuera un niño en El resplandor, y lo sitúa en su edad adulta donde arrastra todos los traumas generados en el Hotel Overlook. Como el final del libro y de la película de Kubrick difieren en un par de detalles importantes, la novela Doctor Sueño continúa el relato sin tomar en cuenta los cambios usufructuados por su adaptación fílmica. ¿Existirá una forma de conciliar estos dos universos sin traicionar al autor y a la vez rindiéndole un homenaje al filme de 1980? Mike Flanagan, el director especializado en terror más destacado del cine en la actualidad, parece haber conjugado con éxito ambas vertientes en la flamante Doctor Sueño (2019) que viene a cerrar la grieta con inteligentes decisiones creativas. No podía esperarse menos de Flanagan cuyos antecedentes hablan por sí solos (Ausencia, Oculus, Somnia: antes de despertar, Ouija: el origen del mal, Hush, El juego de Gerald y la sensacional serie de Netflix La maldición de Hill House). La verdad que 2/3 de Doctor Sueño, la película, no genera mucho en un espectador fogueado en estas lides. La trama es bastante genérica y se cuece a fuego lento lo que a la larga deja como saldo una duración de 151 minutos quizás demasiado excesiva para lo que se está contando. Ewan McGregor como Danny está muy contenido por lo que desde lo actoral las palmas se las lleva la villana Rose que, interpretada por la carismática actriz sueca Rebecca Ferguson, luce desatada por completo (en modo cristinista podríamos decir). Las particulares características de la tribu nómade que lidera Rose no disimula analogías de la mitología vampírica. Y de hecho hay quienes han trazado una línea directa entre Doctor Sueño y la obra maestra de Kathryn Bigelow Cuando cae la oscuridad (Near dark, 1987). La historia levanta un poco a partir de la irrupción de la niña Abra Stone (buena actuación de Kyliegh Curran) en la hasta ese entonces algo rutinaria existencia de Danny. La película toma a estos escasos personajes y los enfrenta en varias escenas violentas donde se aprecia el buen hacer de Flanagan en la elaboración de climas y la introducción de algunas vueltas de tuerca módicamente ingeniosas. Hasta aquí, sin ser ninguna maravilla, la adaptación del realizador aprueba sin sobresalir. Pero Flanagan se reservaba lo mejor para el clímax, un auténtico show de horror que le rinde pleitesía al filme de 1980 sin por eso dejar de ser creativo desde su concepción estética. Podrá parecer desmesurada la cantidad de referencias, guiños y recreaciones de distintos momentos de la película de Kubrick, pero no cabe dudas que están utilizadas con criterio y coherencia. Flanagan entrega su trabajo más inspirado en ese último acto, y no deja afuera ningún aspecto esencial del original para que el fan service -que se rumoreaba desde mucho antes del estreno- alcance su máximo gozo y esplendor. Doctor Sueño no es original y no sorprende demasiado, pero esas rémoras no deben minimizar la notable factura técnica de un thriller de una eficacia apabullante.
Variaciones sobre lo mismo. El Universo Cinematográfico impulsado por James Wan para New Line Cinema/ Warner Bros., a partir de la notable acogida de crítica y público que tuviera El conjuro (2013), agrega con La Maldición de La Llorona (2019) un nuevo título a una saga que sólo levanta vuelo cuando detrás de cámaras se encuentra el realizador de Aquaman (2018) y aquella original primera entrega de El juego del miedo (2004). Tanto El Conjuro como su secuela, estrenada en 2016, deslumbraron a los admiradores de esta clase de relatos por el ingenio y la gran variedad de recursos que manifestara en su puesta en escena el malayo creador de La noche del demonio (2010). Wan sabe obtener el máximo rédito explotando con talento un minimalismo muy propio del género, aunque pocas veces tan aprovechado como en su obra. Con los filmes que vinieron tras el éxito de aquella posesión que narrara El Conjuro, la caída resultó indisimulable: la falta de buenos guiones sólo puede maquillarse con grandes directores. Michael Chaves, que debuta en el largometraje con La Maldición de La Llorona, no es uno de ellos y su película aporta un eslabón muy débil a esta hábil cadena comercial que pese a los altibajos continúa proporcionándole millones de dólares a sus responsables. Tanto Annabelle (2014) y su secuela Annabelle 2: la creación (2017) como La Monja (2018) intentaron darle un mayor desarrollo a esos personajes que causaran tanto impacto en sendas entregas de El Conjuro. Empero, no lograron replicar en un largometraje la sensación generada en el público en los escasos minutos de pantalla que tuvieran la muñeca y la religiosa (tan parecida a Marilyn Manson ella) en su primigenia aparición en la gran pantalla. La Maldición de La Llorona cuenta con una muy breve aparición de Annabelle, aunque tan forzada que resulta injustificable. Se entiende: quisieron dejar explicitado que coexiste en el mismo universo que el resto de los personajes de la película sin que se les caiga una idea sobre cómo hacerlo. Y ése es uno de los problemas que James Wan y su equipo no han logrado superar hasta el momento: no existe un conocimiento profundo del género de terror, apenas la implementación de fórmulas probadas que se quedan en la cáscara más superficial convirtiendo a esta serie de filmes en un descartable use y tire. La leyenda de La Llorona cuenta con su propia versión en varios países, pero esta vez el guión de Mikki Daughtry y Tobias Iaconis adapta básicamente la mexicana que asume la figura de un espectro doliente por toda la eternidad por haber matado a sus hijos como venganza a su marido infiel con el intolerable arrepentimiento posterior. En el filme de Michael Chaves esta presencia sobrenatural se cruza en el camino de la asistente social Anna (Linda Cardellini), viuda de un policía y con dos hijos pequeños, luego de un intento infructuoso por ayudar a otra madre (la actriz de La Momia, Patricia Velásquez) cuyos niños terminan siendo víctimas de ya sabemos quién. La película no tiene una historia que la sustente mínimamente ni tampoco personajes atractivos como para compensarlo. Con respecto a La Llorona en sí, queda la sensación de que no supieron integrarla de la mejor forma al guión. Quizás por esa visión sesgada propia de los estadounidenses a quienes se les escapan las sutilezas del folclore mexicano… o quizás por algo mucho más sencillo como la falta de inspiración. El último acto de La Maldición de La Llorona apuesta por la unidad de espacio para concentrar el suspenso y jugar a fondo las cartas de las que disponen. El lugar elegido es la casa de Anna con La Llorona atacando una y otra vez. El equivalente al sacerdote, médium o especialista en lo paranormal de turno es el ex cura Rafael (Raymond Cruz), quien en primer término no quiere ayudar a la pobre mujer para acceder luego sin oponer mucha resistencia. Caso contrario no tendríamos un clímax, ¿verdad? En este tramo final Michael Chaves saca de la galera todos los trucos que conoce para asustar… fracasando casi en su totalidad. A diferencia de James Wan, no hay aquí auténtica creatividad sino sólo la aplicación mecánica del sobresalto audiovisual que está a años luz del terror psicológico quedándose en la comodidad del copy/paste más ramplón. La Maldición de La Llorona no asusta, no emociona y no entretiene. A lo sumo se la puede tomar como un déjà vu de tantas otras producciones igualmente limitadas que al menos tuvieron el mérito de haber llegado antes.
Una familia muy normal. La fundacional The Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974) fue una película inédita en tierra argenta durante casi dos décadas. Imposible de ser estrenada durante los años del proceso, se convertiría en una cuenta pendiente para el seguidor fiel del género que recién sería saldada -muy a destiempo y sin poder apreciar la obra en su correspondiente contexto histórico cultural- a comienzos de los ‘90s con la edición en VHS por el sello Transeuropa Video Entertainment, y con el marketinero título de El loco de la motosierra. También conocida como La Masacre de Texas, esta magistral exploración de algunos de los miedos más atávicos del ser humano generó un impacto notable en su época y fue una influencia innegable para toda una generación de cineastas que siempre alabó el tono realista cuasi documental de un relato tan conciso como horripilante… y para el que contó con un presupuesto prácticamente inexistente. Tobe Hooper sólo dirigió la secuela de 1986 -de Masacre en el infierno se puede decir que está más jugada al grotesco, humor negro mediante, y tiene el apoyo de una verdadera legión de fans-, pero ya era más que suficiente con la original para dejar su marca en los anales no sólo del género de terror sino del cine en general. Le guste a quien le guste. Y hasta acá llega mi amor por esta saga. Todos los títulos que siguieron a continuación buscaron la explotación descarada de una temática que engendró… ¡cinco! filmes más entre secuelas, precuelas, remakes o reboots (si así lo prefieren). Lo mismo podría inferirse de otras franquicias como Halloween, Martes 13 o Pesadilla. Y es cierto. Pero en lo personal me parecen mejor construidos villanos como Michael Myers, Jason Voorhees o Freddy Krueger. En mi consideración Leatherface viene bastante más atrás que estos titanes de ultratumba. Es curioso cómo a casi todos ellos se los asocia con un arma en particular: Jason con su eterno machete, Freddy con su guante con garras y Leatherface con su iconográfica motosierra. Michael, por su parte, se adapta a lo que encuentre (aunque en un punto nadie le hace asco a cualquier elemento que sirva para matar). Podría analizar estos filmes uno por uno, pero ¿para qué prorrogar la agonía? Como dato de color se puede mencionar que en La Masacre de Texas III (Jeff Burr, 1990) tuvo un papel nuestro querido Viggo “Guido” Mortensen y en El regreso de la masacre de Texas (Kim Henkel, 1994) asomaron sus frescos y jóvenes rostros Renée Zellweger y Matthew McConaughey mucho antes de forjarse un nombre en Hollywood. La remake de 2003 dirigida por Marcus Nispel era sumamente prolija y no estaba nada mal por tratarse de una producción de Michael Bay (que, eterno baboso, contrató a las infartantes Jessica Biel, Erica Leerhsen y Lauren German para que sufran los vejámenes habituales en estas películas). En La Masacre de Texas: El Inicio (Jonathan Liebesman, 2006) se despacharon con un festival de gore para pintar con brocha gorda los comienzos del Leatherface quizás más brutal que hayamos visto hasta ahora. Si algo le faltaba a la saga era debutar con el 3D y ese momento no se hizo esperar con Masacre en Texas: Herencia maldita (John Luessenhop, 2013), penúltimo eslabón que contó con la pulposa presencia de Alexandra Daddario. Quien supuso que el silencio de los últimos años era indicativo del final de Leatherface y su familia caníbal no podía estar más equivocado. Y arribamos a la flamante La Masacre de Texas: El origen de Leatherface (2017) que no es tan terrible como uno intuía y sin embargo tampoco da para recomendarla… a menos que el estimado lector quiera experimentar algo “novedoso” como la necrofilia. Nunca había visto una escena tan explícita con este tópico en cines. Al margen de lo desagradable, realmente ya no hay límites a la hora de plantear una situación efectista. Si la idea era sorprender a su público con recursos shockeantes no cabe duda de que lo han logrado. Semejante audacia en un realizador estadounidense era llamativa. Hete aquí que no es uno, sino que son dos los directores. Y franceses ambos. Julien Maury y Alexandre Bustillo vienen trabajando codo a codo desde hace unos cuantos años con proyectos por lo general chicos. Su producción más destacada sigue siendo su ópera prima, la hiper traumática Inside: La venganza (2007). ¿Qué gratificación puede tener este dúo al apropiarse de una saga ya en decadencia y con escasas posibilidades de innovar cuando prácticamente está todo dicho? Estos cineastas todavía jóvenes han querido dejar su sello en una franquicia que es parte de su ADN (recordemos que son fanáticos del género). Ese amor no alcanza para redimir un filme sin una historia que lo sustente. No obstante, se le pueden rescatar algún que otro acierto aislado. Luego de un prometedor prólogo donde nos dejan vislumbrar la atroz educación a la que es sometido el niño Jed (años después devenido en Leatherface) por su madre (Lili Taylor) y demás parentela, la acción se permite una elipsis de una década. Durante ese lapso, y a través de argucias legales que lo han separado de su familia, Jed permanece encerrado en un psiquiátrico donde los pacientes son tratados con métodos barbáricos por el Dr. Lang (Christopher Adamson), el tirano director del establecimiento. Estamos en los 60’s en plena era del flower power, el hippismo, Vietnam y la contracultura. Pero El origen de Leatherface no apunta a brindar un fresco de época sino a darle una ambientación que potencie la antinomia entre los ideales que fluían por ese entonces con la carnicería estilo Grand Guignol que es moneda corriente en esa familia de una zona rural cuyas características tuvieron su fuente de inspiración en Ed Gein, el mismo personaje que Robert Bloch utilizó para darle forma al Norman Bates de Psicosis. Tras una rápida presentación de los personajes principales, el guionista Seth M. Sherwood no pierde el tiempo en generar una excusa para que varios desequilibrados se den a la fuga con una enfermera de rehén. Quien sale a tratar de capturarlos es el oficial de policía Hartman, quien se la tiene jurada a la familia de caníbales por razones que omitiremos contar aquí. Hartman (interpretado por el otrora joven rebelde Stephen Dorff) no tiene interés en cumplir con las leyes, su credo está más bien fundado en el ojo por ojo y así las cosas la fuga para él es un regalo del cielo. El tipo está más motivado que Charles Bronson sumando todas las películas de El vengador anónimo. Este enfrentamiento propicia instancias de gran violencia donde aúnan una saña absoluta con un sadismo reflejado con lujo de detalles por la fotografía de Antoine Sanier. Los realizadores no temen sumergirse en lo revulsivo -recordemos el pasaje necrofílico- y no les tiembla el pulso a la hora de sacudir al público con las imágenes más feroces que puedan concebir en 87 minutos que transcurren con cierta agilidad. El guion se guarda un par de sorpresas para el último acto que si somos buenos podemos calificar como ingeniosas (si somos malos apenas previsibles). Como suele suceder en el género el final es impiadoso y, en este caso puntual, poco original. La intensidad ayuda a disimular sus flaquezas: entre tantas mencionaré que, con la excepción de la enfermera, todos los demás personajes resultan detestables. Si mueren o no, no le importa a nadie. Siendo así, El origen de Leatherface cae de lleno en un terror mecánico, burdo, desalmado, al que no podría salvar ni el director más talentoso.