La opera prima de Lizarazu arranca, como tantos otros filmes nacionales recientes, presentando una situación en un tono naturalista, casi neutro, dedicado a los detalles más que a los grandes pronunciamientos. Una pareja acaba de mudarse a un departamento en el que deben lidiar con algunos problemas con los vecinos. Dib (Alberto Rojas Apel) toca la batería y no tardan en golpearle la puerta para hacerle bajar el volumen, una vecina canta y pone cumbia a alto volumen, mientras que a Lisa (María Canale) la afecta emocionalmente recibir llamados telefónicos buscando a una tal María Eugenia –anteriora moradora del lugar– a quien su familia no encuentra. Y está la cuestión de la humedad…
Esa acumulación de problemas –uno, previo, es que la madre de Lisa no soporta a Dib– va afectándolos y, un poco misteriosamente, Lisa empieza a tomar distancia de Dib, que se va poniendo cada vez más ansioso y violento. Una confusa situación los lleva a un hospital –la película sale muy poco del departamento de ambos durante la primera mitad– y ahí la película empieza a perderse y a enredarse en sí misma, saliendo de ese minimalismo previsible y casi costumbrista pero reconocible a transformarse en una especie de versión telenovela de sí misma. La pareja toma distancia, ella empieza a salir con otros, el “caso María Eugenia” desaparece del mapa y él comienza a entrar en una agonía propia de rock-star del suburbano con ataques de pánico.
Lo poco que había construido la película se desbarranca a partir de una situación con la madre de Lisa y ni hablar de las posteriores que le siguen a eso. Pero más allá de la endeblez de su guión, hay claras limitaciones de dirección y puesta en escena que redundan en una película chata, gris, poco agraciada visualmente. No es un problema de actuación –al menos no de los protagonistas, que hacen lo mejor que pueden– sino uno de tono, de organización narrativa, de credibilidad del relato. Tras un comienzo aceptable, la película –como los protagonistas– pierde el rumbo y no lo recupera jamás.