Volver a construir la realidad
Una vez más, Hollywood reúne juventud y enfermedades terminales. Esta vez, para contar la historia de Marley (Kate Hudson), una chica con un sentido del humor muy particular que, de repente, debe hacer frente a un cáncer de colon. Cuando Julian (Gael García Bernal) llega a su vida, el temor a enamorarse se volverá tan intenso como el de morir. Lo mejor de Amor por siempre es algo aún más meritorio que el haber podido despegarse –y aunque sea al cabo de treinta minutos de duración– del peso de un título mediocre y un trailer soso y con poca gracia. La redención de la película de Nicole Kassell llega, más bien, en el preciso momento en que la memoria hollywoodense se atrofia y el realismo de una enfermedad mortal como tema se vuelve prioridad. Así, la emoción genuina que constantemente se produce y que además se mantiene hasta el final es, en parte, el resultado de una conjunción de elementos que son funcionales a la idea de un verosímil realista.
Es notable, en este sentido, el trabajo tanto sobre el maquillaje como el vestuario, que complementan perfectamente a una Kate Hudson rellenita, casi a cara lavada y con muy poco del glamour que suele acompañarla. Así, la sencillez en el aspecto de su protagonista (y también, por qué no, de la manera en que se la filma), juega como un pilar narrativo incluso antes de que la palidez de su rostro y sus ojos cansados tomen la ineludible iniciativa. Kassell no pasa por alto que hasta el más mínimo detalle puede influir en el universo que está intentando moldear, y por eso es que se inclina antes por el realismo que por la fidelidad al cúmulo de posibles construido por el género y la industria.
Otro resultado de esa concepción toma su forma en Amor por siempre a través del manejo de tiempos exteriores y/o anteriores a lo que se narra. Es como si, de alguna forma, los personajes dieran cuenta de que sus vidas preceden a esta película, como si delataran a propósito las elipsis del relato que los incluye. En ese aspecto, la escena en la que Marley le pide disculpas a uno de sus mejores amigos es clave. Aquí, mientras se parodia a sí misma citando sus frases corrientes, Marley menciona lo mucho que últimamente habla de Vinnie, el stripper con quien hace unos días mantuvo una profunda charla. En ese momento nos enteramos del impacto que había tenido sobre ella ese encuentro de varios minutos atrás, ya que nunca hasta ahora habíamos vuelto a oír de éste. Luego, Marley le pide a su amigo si puede concederle “ese” baile, retomando una situación de la que no se tiene registro y que se asume como parte de la vida cotidiana y oculta de estos personajes. Lejos de querer revelar la inexistencia que la define por fuera de lo que duran sus tomas, Amor por siempre parece dejar abierta la posibilidad de que haya partes de ella que nunca se filmaron.
Finalmente, y si bien todavía conserva algunas mañas (especialmente en esos primeros treinta minutos mencionados anteriormente), la mayor parte del film de Kassell enseguida hace olvidar sus defectos. Es que, en superposición, aparece el esfuerzo por situarse lejos de las marionetas en las que a veces Hollywood impone vestidos y peinados impecables y resistentes a todo clima –o clímax– desafiante; objetos y personas alienados del ambiente que los condiciona. En definitiva, la inquietud del realismo en Amor por siempre hace viable la emoción con pocos elementos y la convierte en prueba de que, para contar nuevas historias, es necesario hacer un ajuste en los estrictos manuales de cómo vivir y morir mientras la cámara está encendida.