En un par de semanas (más precisamente el 18 de diciembre), Steven Spielberg cumplirá 75 años. Su carrera como director ya supera largamente el medio siglo y en esas más de cinco décadas había filmado de todo... menos un musical. Esa cuenta pendiente queda saldada con la remake de Amor sin barreras (West Side Story), que lo encuenta cumpliendo lo que al parecer es un viejo sueño (la película está dedicada a su padre).
Cualquier cinéfilo podrá preguntar(se): ¿Por qué? ¿Para qué volver a filmar esta historia de amor, de locura y de odio que ganó diez premios Oscar, incluido el principal a Mejor Película? Uno podría bucear en sus declaraciones, en su amor por el cine clásico y los géneros populares, pero podríamos responder también con otra pregunta: ¿Y por qué no? O, simplemente, porque puede, porque tras 50 años detrás de cámara tiene los pergaminos y el poder suficiente como para hacer lo que se le dé la gana.
Sumamente respetuosa de la historia original (el show de Broadway es de 1957 y la película dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins con Natalie Wood, Richard Beymer y Rita Moreno a partir de la música de Leonard Bernstein y las letras de Stephen Sondheim es de 1961), pero al mismo tiempo con innegables resonancias actuales (sobre todo de la era Trump), se trata de una notable incursión en el género que no hace otra cosa que ratificar la maestría y la ductilidad de unos de los grandes directores de la historia del cine desde los años '70 hasta hoy.
Lejos del glamour, la estilización cool o el regodeo pop de los Lin-Manuel Miranda, los Baz Luhrmann o los Rob Marshall, Spielberg opta por un musical más austero, más contenido y -sí- más clásico: no es que a Amor sin barreras, que no es otra cosa que una adaptación de Romeo y Julieta a las calles de la Nueva York de los años '50, le falte a espectacularidad (ya el plano secuencia aéreo del inicial con la cámara apostando a un encuadre cenital para mostrar el derruido Hell’s Kitchen en un Upper West Side que parece zona de guerra es portentoso), pero sin traicionar el espíritu del género lo suyo es siempre funcional a la historia principal. Nada de caprichos, florituras o desbordes accesorios, superfluos e innecesarios.
El Romeo y la Julieta de la película son Tony (un Ansel Elgort que merece ser reivindicado en plan Marlon Brando) y María (Rachel Zegler). Y el amor es prohibido porque está amenazado por el odio del entorno, ese que enfrenta a los Sharks de origen puertorriqueño con los Jets, una pandilla de jóvenes estadounidenses de familias que en muchos casos provienen de Europa (el personaje de Elgort tiene raíces polacas). Sí, el racismo, el nacionalismo, el orgullo, la identidad y esa supesta “pureza” que no hace otra cosa que alimentar el odio y la violencia.
Las canciones, las interpretaciones, las coreografías están -vaya novedad- muy bien filmadas, pero jamás resultan ostentosas. En ese sentido, Amor sin barreras corre incluso el riesgo de no ser lo suficientemente demagógica con los consumidores habituales del género y que tampoco interese demasiado a los spielbergeanos que odian el musical y solo la verían por seguir la filmografía de su director favorito.
Quizás una de las mayores audacias de Spielberg haya sido no solo elegir unos cuantos intérpretes latinos sino hacerlos hablar en muchos casos en español (y, según leí, sin doblar ni subtitular sus diálogos). El resto -no menor- pasa por el brillante trabajo de su habitual DF Janusz Kaminski y los aportes expresivos y vocales de Rachel Zegler como la Maria que interpretara Natalie Wood, la extraordinaria Ariana DeBose como Anita, David Alvarez como un boxeador llamado Bernardo que lidera los Sharks y la legendaria Rita Moreno, a sus 89 años, volviendo a la historia que coprotagonizó hace medio siglo, ahora en el papel de Valentina. Como ella, vale la pena regresar a Amor sin barreras de la mano de ese excelso narrador llamado Steven Spielberg.