Esta remake del clásico film de 1961 adaptado de un musical de Broadway respeta la trama original pero modifica algunos aspectos claves. Y cuenta con la maestría del director y el elenco para armar una experiencia extraordinaria.
Es curioso –y no lo es, al mismo tiempo– que a lo largo de más de 50 años de carrera cinematográfica un conocedor de la historia y los géneros del cine clásico como es Steven Spielberg jamás haya intentado hacer un musical. Curioso porque lo ha probado todo: dramas, films de suspenso, de época, de ciencia ficción, comedias, thrillers, aventuras, animación y varios etcéteras. Y todo lo ha hecho bien, con «conocimiento de causa». Y a la vez no es curioso, creo yo, por dos motivos. Uno, porque tras una serie de sonoros fracasos comerciales a fines de los ’60 que prácticamente derribaron al viejo Hollywood, el musical en sí fue un género al que se dio por muerto justo antes de la aparición del realizador de E.T. en el universo del cine. La generación de Spielberg –la del Nuevo Hollywood a la que él pertenecía de un modo un tanto lateral– se dedicó más bien a demoler la lógica del musical, apostando por un realismo callejero a años luz de, digamos, HELLO, DOLLY!, fracaso comercial que se estrenó, quizás no casualmente, el mismo día que EASY RIDER, dejando en evidencia ese recambio generacional.
El otro motivo es que, a su modo, todos los films de Spielberg son musicales. No le hace falta hacer uno de modo específico. En la manera en la que organiza los elementos en el espacio y en el tiempo, en cómo mueve la cámara, en la fluidez con la que sus historias viven y vibran, y en la manera ágil, inquieta, movediza pero no apresurada ni frenética en la que sus películas se desarrollan, Spielberg siempre ha hecho musicales. O películas que se mueven con la gracia y ligereza que debería tener el cine musical. Hay escenas de la saga INDIANA JONES que podrían casi ser cantadas y bailadas. E.T., ATRAPAME SI PUEDES o JURASSIC PARK bien podrían incluir piezas de baile y no se verían fuera de lugar. El suyo es un cine armado mediante melodías y coreografías, aún cuando nadie cante y nadie baile.
Es por eso que no sorprenderá a nadie la fluidez, la elegancia, la destreza y la potencia de su remake de AMOR SIN BARRERAS. A los cinco minutos de película lo primero que uno piensa es lo que acabo de analizar: «¿Por qué no hizo esto antes si no hay nadie más dotado para hacerlo que él?«. La cámara y los protagonistas se mueven con una energía desbordante, contagiosa, que envuelve al espectador de entrada. Solo tómense el trabajo de ver el inicio del film original de 1961 para entender la diferencia. No solo es una cuestión de tempo y estilo, es una de conocimiento y facilidad con el lenguaje cinematográfico. Si hay un motivo para que esta remake exista es que, más allá de la fama del musical original (más el de Broadway que su adaptación cinematográfica), el film de Robert Wise le debía demasiado al escenario, a sus técnicas, a sus espacios, a sus modos de organización de las escenas y los actos. Era, literalmente, una puesta en la «calle» (terrazas, balcones, gimnasios y salones, fundamentalmente) de lo que se veía en el teatro. Aquí es otra cosa bastante diferente, sin por eso echar por tierra el original.
El complejo gambito de Spielberg pasa por el lugar en el que se ubica en el mapa cinematográfico. Nunca fue un cineasta disruptivo ni revolucionario sino que su carrera se apoya en la idea, en lo formal al menos, de una renovación del clasicismo. No se opone ni intenta derribar sus mitos ni sus tropos (no hay revisionismo posmoderno acá ni nada parecido), sino actualizarlos cinematográfica y, en los últimos tiempos, también políticamente. Es por eso que su WEST SIDE STORY es fiel a la original desde lo básico y central –la historia es casi idéntica, las canciones son las mismas, no se ha actualizado la época ni se han hecho grandes retoques a nada–, pero a la vez la renueva en un montón de cosas que tal vez no se notan tanto a primera vista. Lo primero, ya dijimos, su maestría del lenguaje cinematográfico la coloca en otro nivel. Y luego aparecen otros retoques: coreografías, arreglos musicales, alteración de escenas y de su orden, actuaciones menos «teatrales» y, fundamentalmente, castear a latinos para los personajes latinos y hacerlos hablar bastante en castellano, algo que no sucedía en la película de 1961.
No se trata, simplemente, de un asunto de corrección política. Es una trama que habla de los problemas de integración de los latinos (puertorriqueños, específicamente) en los barrios bajos de la Manhattan de los ’60, sus peleas con los blancos (hijos de inmigrantes europeos, específicamente) y la marginación de ambos grupos de clase baja de lo que entonces empieza a ser la gentrificación de la ciudad: en el barrio en el que transcurre la película hoy está el Lincoln Center, que entonces se empezaba a construir. Y ya no tiene nada que ver con el barrio de pandillas violentas de la época. Salvo por Rita Moreno y algunas excepciones, no había latinos en el film original, lo cual volvía horrendos los acentos (parecen descendientes de italianos y ni siquiera eso) y estaba lleno de clichés que ya estaban pasados de moda entonces. A eso hay que sumarle que muchos de los actores no cantaban (como la protagonista, Natalie Wood, cuya voz en las canciones es de otra mujer) ni eran grandes intérpretes en el sentido cinematográfico de la palabra.
En AMOR SIN BARRERAS 2021 todo o casi todo eso fue subsanado. La película se mueve al ritmo de un film de acción –en algún sentido lo es, coreografía y acción van de la mano–, todos los actores son expertos en esto de actuar, cantar y bailar como si fuera algo muy fácil de hacer, la trama se ha liberado de algunos de los problemas que la tornaban un tanto burda y, más que nada, Spielberg ha creado una experiencia cinematográfica que tiene más «calle» real que la original sin por eso dejar de lado ciertos juegos con lo escénico. La película parece incorporar colores y formas propias del teatro musical y sumarlas al mundo un tanto más realista en el que existe la trama, dejando en claro que Spielberg (y su gran DF Janusz Kaminski) concede que ese espacio musical/coreográfico necesita una estilización formal para ser creíble en estos tiempos.
La película sigue siendo una adaptación de Romeo y Julieta a la Nueva York de fines de los ’50, con las mismas canciones (muchas de ellas, clásicos) cuya música compuso Leonard Bernstein y con letras del recientemente fallecido Stephen Sondheim, solo que con arreglos diferentes y renovados (Gustavo Dudamel dirigió la orquesta de la nueva versión). Las coreografías de Jerome Robbins –el alma del proyecto original en más de un sentido– han sido alteradas y modificadas, pero sin distanciarse del todo de las originales, respetando algo esencial de su estilo. Y algo parecido pasa con el guión de Tony Kushner que reemplaza al del legendario Ernest Lehman: hay cambios en el orden de las canciones, en los lugares en dónde suceden, en cómo se integran al relato y aún mayores alteraciones en los diálogos. Pero, en esencia, la historia es muy similar.
Los Jets son una pandilla blanca del «West Side» neoyorquino que tiene en la mira a los inmigrantes de Puerto Rico, que llegaban en esa época en grandes cantidades a Nueva York. Su líder es un tal Riff (Mike Faist, excelente), el más agresivo y virulento de todos ellos. Los Sharks son la pandilla de los boricuas, liderados por Bernardo (un intenso David Alvarez), que en esta versión es además boxeador. En el curso de apenas unas 48 horas, el mundo de todos irá a cambiar. La misma noche en la que ambas pandillas se amenazan y desafían en la calle habrá un baile en el que todos se cruzarán. Y allí aparecerán las amigas María (Rachel Zegler) y Anita (Ariana DeBose), la hermana menor y la novia de Bernardo, que son el corazón real de la historia en esta versión, la relación que le da su vibración emocional más allá de la trama amorosa que desatará los trágicos acontecimientos.
Esa noche María conoce a Tony (Ansel Elgort), un chico blanco que supo ser miembro de los Jets pero hoy está alejado de todo eso tras pasar –otra novedad de la nueva versión– un tiempo en la cárcel. De hecho, hoy trabaja para Valentina (Rita Moreno), dueña de un almacen y el rol más cambiado respecto al original, ya que allí el personaje era un amable señor judío que trataba de calmar los ánimos de «los chicos». Hay amor instantáneo entre Tony y María y planes de escape juntos que se complicarán cuando las bandas se enteren de ese cruce «ilegal». Y una serie de enredos –evitables en la época de los teléfonos móviles, digamos– llevarán a otro enfrentamiento, más violento, entre las bandas en cuestión, uno que involucrará a los protagonistas de este romance prohibido.
Lo central, tanto antes como ahora, no pasa necesariamente por el desarrollo de la canónica trama sino por los condimentos musicales que le dan vida y, de un modo secundario, por el subtexto socioeconómico y racial en el que la historia transcurre. Se trata de un film con más de una docena de números musicales que van desde los más enérgicos y coreográficos («Jet Song», «America», «I Feel Pretty», «Cool») a los más románticos y personales, como los inolvidables «Tonight» o «Somewhere«, otra canción que aquí aparece de otra manera –y en boca de otro personaje– en relación al film original. Y en esos aparentemente módicos pero inteligentes cambios, las letras de varias canciones se resignifican, insertándose de un modo aún más claro en los conflictos de la época.
Es una película que crece, también, en función al talento de su elenco. Y allí se lucen Zegler y DeBose, dos actrices desconocidas en cine que seguramente tendrán nominaciones a Oscars y un gran futuro. El más conocido Elgort, por su parte, está un par de pasos atrás de los otros protagonistas –incluyo aquí también a Faist y Alvarez–, lo cual daña un poco la potencia de la historia de amor. El actor de BABY DRIVER no está mal –de hecho canta muy bien–, pero se nota que la película pasa más por los otros personajes que por el suyo. Lo cual, en definitiva, tampoco está mal. Lo que se pierde en lo que respecta al drama romántico se gana en función del retrato coral y del universo en el que se mueven. Convengamos, también, que la historia de amor siempre fue el hilo más tenue del relato (no voy a spoilear, pero se darán cuenta con el desarrollo de los acontecimientos que está un tanto sobredimensionada) y que es más un disparador literal del conflicto que un romance creíble en sí mismo.
La idea de Spielberg de no actualizar WEST SIDE STORY al día de hoy es, finalmente, bastante sensata. Si bien uno puede pensar mientras ve la película que, quizás, un traslado a la actualidad podría ser una buena idea, con el correr de los minutos queda claro que la elección de mantenerlo en los ’50 es la correcta. Por un lado, porque IN THE HEIGHTS, el musical de Lin-Manuel Miranda, ya tocó estos mismos temas en una versión más cercana al pop latino del siglo XXI. Y, por otro, porque una «modernización» del film solo subrayaría de manera obvia las diferencias que ya son visibles en el musical original y Spielberg entiende que eso sobra, que no hace falta. Cualquiera que lea su versión desde 2021 entenderá las conexiones con los problemas raciales, sociales e inmigratorios de hoy, que se han mantenido y, en ciertos casos, empeorado.
Pero más allá de todas las lecturas y análisis posibles, el AMOR SIN BARRERAS de Spielberg se disfruta como un espectáculo audiovisual fascinante, la prueba de que el director de LA GUERRA DE LOS MUNDOS puede dirigir cualquier género, filmar lo que se proponga y hacerlo siempre con el talento y la creatividad visual que lo caracterizan y que lo han convertido en el cineasta más «natural» de la historia, un dotado para esto. Como dije antes, todas las películas de Spielberg son, en el fondo, musicales, solo que no tienen canciones ni coreografías como tiene esta excelente remake. La musicalidad está en lo melódico de sus movimientos y lo poético de sus formas. El suyo es cine como arte total.