Steven Spielberg cierra un curioso círculo histórico con su primer musical. El director pertenece a la generación que revolucionó Hollywood a fines de los 60 y principios de los 70, cuando parte de la crisis de los grandes estudios se materializó en el fracaso de taquilla de los musicales tradicionales, que pretendían ser la clave para competir con la TV (medio en el que él comenzó su carrera). Apartándose del drama pesimista y con crítica social de sus contemporáneos, el realizador demostró con Tiburón (1975) que sabía cómo complacer al público sin traicionarse a sí mismo, inaugurando la era de las películas de grandes presupuestos, pensadas para todo público.
En pleno 2021, con un cine popular copado por superhéroes y franquicias, Spielberg toma una decisión que puede parecer reaccionaria y la convierte en revolucionaria: rehacer Amor sin barreras, digna representante del viejo Hollywood, utilizando el lenguaje del cine clásico, pero revitalizado. Desde la primera escena del film se instala esa sensación confusa de estar viendo algo viejo que resulta completamente nuevo. En esta Amor sin barreras los personajes cantan, bailan y actúan como en un musical clásico; mientras que los decorados destilan una realidad mágica, recreando aquella Nueva York que existió en la pantalla como un reflejo mitologizado de la ciudad.
Spielberg no copia a la película de Robert Wise y Jerome Robbins: la homenajea y le imprime su marca, sin renegar de la expresa artificialidad del género. La adaptación que Tony Kushner hizo de la obra de Arthur Laurents ofrece una nueva perspectiva sobre el material original, que actualizaba a Romeo y Julieta a fines de los 50. En la nueva versión no se trata de traer la historia al presente, sino de hacer una relectura de ese pasado de mediados del siglo XX. Un barrio y una ciudad en plena transformación, los conflictos raciales entre sus habitantes latinos y los hijos de inmigrantes europeos que se consideran los verdaderos norteamericanos, la forma en la que la policía trata a unos y a otros, el problema de la vivienda que se va encareciendo y expulsando a parte de la población; son todos temas que estaban presentes en el original, pero aquí se los representa de una manera que implica una reflexión sobre su persistencia y la imposibilidad, al menos hasta ahora, de superarlos.
Si por esta razón la flamante Amor sin barreras se ve como novedosa, en su clasicismo formal está la magia y belleza del viejo Hollywood. El sobresaliente trabajo del director de fotografía Janusz Kaminski (habitual colaborador de Spielberg), en sintonía con el diseño de producción de Adam Stockhausen, recuerda el esplendor que puede alcanzar una película de Hollywood, una carencia de los últimos estrenos más populares.
El montaje a cargo de Sarah Broshar y Michael Kahn es un prodigio de ritmo, una edición pensada como una composición musical en sí misma, punteada por las acciones de los personajes y por las melodías de las inoxidables canciones de Leonard Bernstein y el recientemente fallecido Stephen Sondheim.
Aunque su talento está más que probado, sorprende la capacidad de Spielberg para crear números musicales inolvidables, dándoles una vuelta de tuerca a algunos como “I Feel Pretty”, que cobra otro sentido y vuelo en esta versión; y “Gee, Officer Krupke”, que adquiere mayor profundidad y comicidad. Los cambios de “Somewhere” le dan una utilidad narrativa renovada y gran emotividad.
La elección de incluir actores con raíces latinas y diálogos en castellano son otras formas de actualización de uno de los aspectos más criticados de la película de 1961. La debutante Rachel Zegler hace un trabajo impecable como María, el rol que tuvo Natalie Wood en el film original, mientras que Ansel Elgort, el único nombre reconocido entre los actores principales, demuestra talento musical pero ofrece una interpretación un tanto apagada. La urgencia del amor entre los protagonistas no consigue expresarse de forma tal que ciertos giros de la trama shakespereana convenzan al espectador, algo que tampoco sucedía en la original. Aún así, la enorme potencia expresiva del film barre con todos estos reparos.
Los jóvenes enamorados quedan opacados por las arrolladoras actuaciones de Ariana DeBose como Anita, David Alvarez como Bernardo y, en especial, Mike Faist, quien profundiza la figura trágica de Riff, el líder de los Jets. En un mundo cinematográfico más justo los tres tendrían destino de estrellas. Rita Moreno, quien supo robarse el foco en el film original (y ganar un Oscar), lo hace de nuevo, con un personaje icónico, que cierra el círculo de su ilustre carrera.