La infancia ocupa un lugar de privilegio en las películas de Steven Spielberg. En algunos casos de forma directa, con niños protagonistas y conflictos familiares en primer plano, como en E.T.: El extraterreste o El imperio del sol; en otros, como una fuente inspiración, plasmando intereses que el director cultiva desde que era chico, como son los films de Indiana Jones y casi todos sus acercamientos a la ciencia ficción. Sin embargo, hasta ahora, Spielberg no había dedicado una película a contar la historia de su propia infancia y adolescencia. Los Fabelmans tienen un apellido distinto al del director, pero no hay ninguna intención de esconder que estos personajes de ficción están moldeados en base a su propia familia y que Sammy Fabelman es su alter ego. La nueva película de Spielberg es una mirada honesta a las tribulaciones y alegrías con las que creció, pero mediada por un filtro de fábula. Tiene la lógica de los recuerdos de la propia vida, en donde el dolor por un hecho del pasado puede sentirse igual de punzante muchos años después y aún así estar teñido por la melancolía que genera esa época perdida y las personas que la vivieron junto a uno. Es una combinación extremadamente difícil de plasmar en la pantalla. Una jugada arriesgada y ambiciosa, con muchas posibilidades de fracasar… al menos que detrás de eso esté Spielberg. Hay algo casi tonto y repetitivo en admirar la puesta en escena de uno de los cineastas contemporáneos más importantes. Pero la verdad es que Spielberg logra despertar esa admiración una y otra vez; dejando al espectador con la boca abierta como la primera vez que vio Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, Jurassic Park o Rescatando al soldado Ryan. Con Amor sin barreras demostró que podía hacer una película musical sobresaliente y un año después presenta un film íntimo y personal, con el mismo grado de sofisticación estética. Cada elección de plano y sus elementos, cada movimiento de cámara (esos acercamientos hasta un primer plano que tanto le gustan), el ritmo del montaje: todo tiene un sentido narrativo claro y busca una reacción del público, que por supuesto siempre consigue. Spielberg volvió a convocar a varios de sus colaboradores habituales, entre ellos el compositor John Williams y el director de fotografía Janusz Kaminski, cuyos trabajos son clave en la construcción de una consistencia en su obra, aún con la diversidad de sus exploraciones temáticas y de géneros. Tony Kushner tuvo la complicada tarea de escribir el guion sobre la propia vida de Spielberg junto con el director. El talentoso guionista de Lincoln y Amor sin barreras parece haber sido la elección acertada como mediador entre el recuerdo y las necesidades narrativas para convertirlo en una película. Es en especial destacable la forma en la que los guionistas manejan los cambios de tono, que van desde el humor desatado al drama familiar. Esos cambios se producen de una forma orgánica, dictados por la construcción precisa del punto de vista de Sammy, en constante transformación a medida que va creciendo y que ese idílico mundo familiar se va descubriendo como más complicado de lo que aparenta, aunque siempre amoroso. El amor es un tema central de la película, desde el familiar hasta el romántico y ese siempre demandante que es la pasión por el cine. Cada uno de los personajes tiene que lidiar con la forma en la que sus sentimientos y los de los otros confluyen o chocan. Los distintos tipos de amor compiten entre sí y también se retroalimentan. En Los Fabelman queda claro que Spielberg creció rodeado de amor, aun en momentos difíciles como el final del matrimonio de sus padres. Y también que el amor por el cine fue una fuerza arrolladora, que se convirtió en mucho más que un escape de la realidad. Las actuaciones de Michelle Williams y Paul Dano como los padres de Sammy están en un tono que se aleja del realismo para adaptarse a las necesidades particulares del punto de vista desde el cual se cuenta la historia. Los actores interpretan a personajes que ocupan una posición tan idílica como difícil de comprender para un niño como son sus padres. Williams, que se entrega con intensidad a su rol, y Dano, quien toma prestados gestos del propio Spielberg para su personaje, van calibrando sus trabajos a medida que la historia se va desarrollando y la humanidad de ambos queda en evidencia ante los ojos de Sammy. Gabriel LaBelle tenía el desafío más complicado de todos: interpretar a Spielberg bajo la dirección de Spielberg. El realizador debería estar más que satisfecho con el trabajo del joven actor, que lleva adelante la película con soltura y navega con comodidad por todas las complicadas emociones, tan bien delineadas en el guión. LaBella convence al público de que en Sammy está el potencial de convertirse en Spielberg. No es difícil inferir el cariño y cuidado con el que fueron elegidos cada uno de los actores secundarios que interpretan a la familia y amigos del director, que cumplen con creces su misión. A Seth Rogen le toca hacerse cargo de un personaje que resulta un poco opaco, solo porque así lo ve Sammy, y que pasa de ser el mejor amigo gracioso del padre al catalizador de la separación del matrimonio Fabelman. El legendario comediante Judd Hirsch se come la pequeña secuencia en la que aparece, interpretando a un tío excéntrico que llega a la casa y le habla a Sammy sobre lo que implica estar atado al arte para siempre. Jeannie Berlin le da un toque de humor ácido al personaje de una de las abuelas y Julia Butters, la niña revelación de Había una vez en Hollywood, interpreta a una de las hermanitas de Sammy, demostrando que su brillo en la película de Quentin Tarantino no fue casual. Los Fabelman es una película muy conmovedora, no porque sea un efecto buscado de manera cínica, sino como una emoción genuina que surge cuando un enorme contador de historias narra su propia vida. Los temas sobre la familia y el matrimonio tendrán eco en la mayor parte del público; pero la forma en la que está planteada la relación de Sam/Spielberg con el cine es emotiva para los que admiran la obra del director y para quienes aman al cine en su totalidad. El realizador se dio el gusto de recrear los cortos en Súper 8 que hizo cuando era chico, con sus hermanas y compañeros de los Boy Scouts como reparto y equipo técnico; y en esas recreaciones, ahora con mayores recursos, se ve que nunca perdió el entusiasmo por filmar. Asistir a la evocación de los inicios y la evolución de uno de los grandes directores de la historia, en una película hecha por él mismo, es una experiencia que pega directo al corazón cinéfilo. Tal como lo hace la última escena del film, repleta de humor, con un personaje inolvidable que es mejor no revelar, y cerrando con un chiste visual que resume lo que ya sabíamos: en lo que respecta al cine, Spielberg entendió todo.
La idea de recuperar el sentido perdido de la identidad propia, mediante un viaje al lugar de origen, tiene una fuerte presencia en el cine argentino. La vuelta al perro, dirigida por Nicolás Di Cocco, trabaja sobre esa idea, pero lo que la diferencia de muchas otras películas es que la búsqueda de su protagonista se extiende también a un impulso creativo, que se convirtió en una sombra de lo que alguna vez fue. Ricardo Darring (“como Darín pero con dos erres y una g al final”, según explica el protagonista), interpretado por Daniel Di Cocco, es un actor, director y dramaturgo que supo tener éxito, pero ahora es reconocido por su participación en la publicidad de un banco. Acosado por las deudas y con pocas perspectivas, vuelve a Salto, su ciudad natal, en donde el intendente le ofrece financiar la puesta de la obra que lo consagró. Allí se reencuentra con viejos amigos, su amor de la juventud y varios conflictos sin resolver. La vuelta al perro tiene un planteo inicial atractivo, que pierde algo de fuerza en el medio, cuando se concentra en las aventuras del director y sus amigos por la ciudad, con una comicidad un tanto forzada. Pero ese interés original se recupera cuando el foco regresa a lo que el teatro significa para este personaje abatido y sus amigos, que encuentran en la obra una oportunidad para redescubrirse, en lo individual y lo colectivo. Otro aspecto notable de la película es el planteo en torno a la complejidad de las relaciones entre el arte como expresión creativa y el uso que la política, teñida por la corrupción, pretende hacer de él.
Ya no se hacen películas como La ciudad perdida. En las últimas décadas, Hollywood dejó de lado la comedia romántica de aventuras con estrellas como protagonistas, al estilo de La joya del Nilo, un gran éxito de los 80. La fantasía para adultos dejó de ser rentable, dentro de un esquema industrial basado en los superhéroes y las franquicias. La ciudad perdida recupera esa tradición hollywoodense de la mejor manera, con una dupla protagónica que desborda carisma y belleza. Sandra Bullock y Channing Tatum tienen todo lo necesario para llevar adelante una historia de romance y aventuras, con una trama mínima que funciona como excusa para desplegar el talento cómico de ambos actores. Bullock interpreta a una escritora de novelas histórico-románticas, que está pasando por el duelo tras la muerte de su esposo y no tiene ganas de seguir escribiendo. Menos ganas tiene de hacer una gira promocional de su última novela. Su agente, interpretada por Da’Vine Joy Randolph, la empuja a realizar un evento promocional junto con Alan, el atractivo modelo de las portadas de su libro, encarnado por Tatum. Las aventuras de ficción se tornan reales cuando la escritora es secuestrada por un millonario delirante, interpretado por Daniel Radcliffe, que está en búsqueda de un tesoro y cree que ella puede ayudarlo a encontrarlo. La química entre Bullock y Tatum es perfecta, pero lo que es aún mejor es cómo ambos equilibran el ridículo suficiente para hacer reír al espectador, sin que sus personajes pierdan la dignidad o queden perdidos detrás de los chistes. Pocas estrellas pueden entregarse tan completamente a los tropiezos de todo tipo que requiere la comedia y mantener intacta la magia glamorosa que construyó Hollywood. Los grandes de la screwball comedy, como Katharine Hepburn y Cary Grant, fueron los maestros en ese arte; Bullock y Tatum son herederos dignos. Lo que se siente en falta son directores con una visión estética más sofisticada, como aquellos que trabajaban con Hepburn y Grant en la época de oro de Hollywood. Solo por momentos los directores Aaron y Adam Nee logran escapar a una estética estandarizada de la aventura en el cine actual, que se acerca más al videojuego que a una película de Indiana Jones, por elegir un referente con mayor potencia cinematográfica. Claro que la estética queda en un segundo plano detrás de la gran cantidad de muy buenos chistes, algo que se extraña en muchas comedias recientes, y el timing impecable del elenco que acompaña a los protagonistas. Brad Pitt y Daniel Radcliffe no solo están perfectos, sino que dan la impresión de estar divirtiéndose de verdad y lo contagian. Da’Vine Joy Randolph, que se destacó en Dolemite is My Name y la serie Only Murders in the Building, brilla con la comicidad perfecta en cada escena, pero merecería una subtrama que estuviera a la altura de su talento. La ciudad perdida es una prueba de que todavía se pueden hacer buenas películas que propongan un escape hacia una fantasía en la que lo que no se juega el destino del universo, sino la posibilidad del amor después del amor y de una vida más emocionante.
La era de la supremacía de las adaptaciones de cómics al cine implica una forma nueva de entender los géneros cinematográficos. No todos los cómics son iguales, ni sus protagonistas corresponden a un mismo tipo de superhéroe o villano. Esto le permite a los estudios hacer películas de distintos géneros, manteniéndose dentro de ese universo de los superhéroes que atrae al gran público. Spider-Man es el personaje ideal para una comedia adolescente sobre las dificultades de crecer y Batman para un film noir. El público abraza estas películas, tal como sus taquillas lo demuestran, siempre que vengan junto con un nombre y una figura reconocibles. Y que tengan superpoderes o habilidades que rozan lo sobrehumano, claro. Morbius, basada en un cómic de Marvel, podría ser una película de terror sobrenatural, más específicamente, “una de vampiros”, con condimentos de “una de científico loco”. Porque son esos arquetipos del terror clásico en lo que se convierte Michael Morbius, interpretado por Jared Leto, menos escondido en el maquillaje y vestuario que de costumbre, un hombre que sufre desde su infancia una enfermedad de la sangre, que lo mantiene en un estado general debilitado y le garantiza una muerte temprana. Como tantas otras películas basadas en cómics, Morbius es una historia de origen del personaje. El film, dirigido por Daniel Espinosa, presenta a su protagonista en su infancia, en una clínica en Grecia, donde conoce a otro chico que tiene la misma enfermedad, al que apoda Milo. Michael tiene una inteligencia extraordinaria, por lo que el médico que cuida a ambos niños, encarnado por Jared Harris, lo envía a estudiar a Nueva York. Así, se convierte en médico y dedica su vida a encontrar una cura para su enfermedad, con la ayuda de la doctora Martine Bancroft (Adria Arjona) y el apoyo financiero de Milo (Matt Smith). La creación de una sangre artificial parece acercarlo a la solución, pero, por supuesto, todo se complica. “No crees en estas cosas, ¿no?”, le dice Martine a Morbius, luego de leer un libro sobre vampiros. Tal vez esa línea sea un guiño para despegarse del terror sobrenatural, aunque la explicación “científica” sobre lo que le sucede a Morbius sea tan improbable como las historias de vampiros. Sin embargo, lo mejor de la película es cuando sigue las pautas del género de terror y fantástico: una escena en un pasillo con la luz titilando escondiendo un peligro inminente; la transformación física de hombre a monstruo; hasta la referencia a Murnau, director de Nosferatu, en el nombre de un barco. Morbius pierde cuando intenta ser una película de superhéroes grandilocuente, con sexualidad contenida y una investigación policial conducida por un agente latino “gracioso” y Tyrese Gibson haciéndose el serio. Mientras es un poco ridícula y humilde en sus pretensiones, la película ofrece algo con que divertirse. Pero cuando llega la hora de las peleas con efectos visuales poco efectivos y planos en los que literalmente no se entiende lo que se está viendo, acecha el aburrimiento y deja al descubierto la vacuidad de todo el proyecto.
“¿Cuando supiste que querías ser Indiana Jones?”, le pregunta Nate Drake a Chloe Frazer, en una escena de Uncharted, fuera del mapa. La mención al arqueólogo más famoso de la historia del cine llega justo en el momento en el que muchos espectadores estarán pensando cuanto les recuerda esa secuencia a Indiana Jones y la última cruzada. Nombrarlo es una forma de decirle al público que la referencia es voluntaria y con el debido crédito reconocido; un homenaje, no una copia. Y, sí, las virtudes de Uncharted, fuera del mapa son lecciones aprendidas de las películas de Indiana Jones. Un protagonista encantador, con un interés por la historia y aptitudes para la aventura que vienen desde chico; una tensa pero cómica relación de “padre e hijo”; la mezcla de datos históricos con fantasías clásicas de tesoros perdidos; el humor constantemente colándose en la aventura. Hasta la decisión de empezar la película en medio de una secuencia de acción, en la que el protagonista corre un peligro extremo (ok, eso se lo “robó” Indiana Jones a James Bond). Claro que Uncharted, fuera del mapa tiene otra fuente de inspiración más directa, el videojuego homónimo, que tiene como protagonista a Nate Drake, interpretado en el film por Tom Holland, aprovechando al máximo su encanto arrollador. Luego de dejar en suspenso la suerte de Nate en la primera secuencia, la película de Ruben Fleischer muestra el origen de la obsesión del muchacho con el supuesto tesoro perdido de Magallanes, una historia que le cuenta su hermano mayor y compañero de aventuras. Ya en la actualidad, con su hermano perdido desde hace tiempo, Nate conoce a Victor “Sully” Sullivan (Mark Wahlberg), con quien se asocia para encontrar al tesoro y averiguar qué le sucedió a su hermano. En el camino, tienen que lidiar con otras personas que quieren lo mismo que ellos: Chloe Frazer (Sophia Ali), quien puede ser una socia confiable o no; Braddock, una temible mujer que amenaza los planes de Nate y Sully; y Santiago Moncada, interpretado por Antonio Banderas, un millonario dispuesto a todo para encontrar el tesoro que considera que le pertenece a su familia. Algo de las relaciones familiares sustitutas y la desconfianza que aparecían en otra película de Fleischer, Zombieland, están presentes aquí. La dinámica del trío formado por Nate, Sully y Chloe es divertida, como también lo es la de Nate y Sully en un principio. Pero los caminos por los que lleva la trama a los personajes dinamitan esa fortaleza y la película sufre por eso en el último acto. Lo construido en la primera parte se diluye en ese último trama debido a lo que sucede con los personajes, pero también por el exceso de CGI y escenas de acción que no logran transmitir una sensación de peligro real. El sentido del espectáculo propio del cine mainstream actual está lejos de aquellas puestas en escena diseñadas como un juego entre el suspenso y la sorpresa, que mantenían al espectador en vilo. Al final, la referencia a Indiana Jones se queda en eso y Uncharted, fuera del mapa termina siendo una película que entretiene pero también decepciona.
Cásate conmigo es una comedia romántica sobre las complejidades de la fama y la persistente fe en el amor, etcétera. Pero, más que nada, es un entretenimiento audiovisual pop, con un anclaje fuera del cine. Tiene partes de video musical y partes de infomercial para una marca de licuadoras preferida por los famosos de Hollywood; con un ¿solapado? ajuste de cuentas con célebres novios infieles (hola Alex Rodríguez) y miembros de las academias que dan premios (hola votantes del Oscar que no supieron reconocer el magnífico trabajo de la actriz en Estafadoras de Wall Street). Sobre todo, es la celebración de la figura pop que JLo construyó para sí misma. La película dirigida por Kat Coiro ofrece poco más que esos relatos azucarados producidos por un canal de cable y ahora también por las plataformas de streaming. Lo que los diferencia son dos elementos esenciales, unidos de forma inextricable: mayores recursos de producción y el protagonismo súper carismático de Lopez. Nadie más en el mundo podría interpretar a Kat Valdez, una cantante cuya vida está expuesta al mundo, a través de los medios y de las redes sociales, donde casi todo está esponsoreado. Si alguien sabe de qué se trata todo eso, con divorcios y relaciones complicadas vividas en público incluidos, es JLo. Y quiso aportar su perspectiva de ese universo en una película producida por ella misma, ¿quién puede culparla? El espectador que esté dispuesto a no pedirle demasiado a una trama sencilla, sin ninguna sorpresa, podrá disfrutar de otros aspectos de la película, que comienza cuando Kat está a punto de casarse con su novio Bastian, encarnado sin mucho brillo por Maluma, en uno de muchos guiños al público latino. En pleno mega show/casamiento público, la cantante se entera de que su novio la engañó y elige a un fan de la audiencia para casarse con él en ese mismo momento. El elegido es un amable, aunque algo aburrido, profesor de matemática, interpretado con encanto por Owen Wilson, que fue arrastrado al concierto por su mejor amiga y su hija. Ambos llegan a un acuerdo para salvar la imagen de Kat, presentándose juntos en entrevistas y eventos. Pronto surgen sentimientos detrás de la fachada, como cualquiera que haya visto una comedia romántica en su vida podrá adivinar. Lopez y Wilson se ven bien juntos en la pantalla, jugando con la diferencia entre los niveles de glamour de sus personajes. Pero el romance resulta tibio y sufre por una subtrama de película familiar, que incluye un baile del colegio y una competencia de matemáticas. Sin embargo, Cásate conmigo tiene otras virtudes. Uno de los grandes aciertos es la elección de los actores secundarios, como Sarah Silverman, que logra momentos de comedia afilados, y Michelle Buteau, quien desde Quizás para siempre se perfila como una buena compañía para protagonistas de comedias románticas. Ellas y el resto del elenco crean una especie de ruido festivo que distrae de las limitaciones de la trama y de una puesta en escena estándar. El diseño de producción también se luce. En especial, el vestuario, trabajado con una idea sencilla: increíbles vestidos y looks de diseñador para la imagen pública de Kat; divinos sueters de colores en la gama de los rosas para la Kat íntima, verdadera. Cásate conmigo tiene una cantidad exhorbitante de publicidad de productos integrada a la trama y escenas que funcionan como videoclips para “vender” una canción. Algunas escenas son una versión menos sofisticada de otra película exitosa; las comparaciones con Notting Hill son inevitables. Pero mientras en aquella película suena un tema de soul clásico y Hugh Grant no puede escapar a la imagen de Julia Roberts en el cine, aquí la propia Lopez canta una canción olvidable y su imagen aparece en la vidriera de un negocio de productos para el hogar, promocionando la bendita licuadora. Pero esos mismos tropiezos, una desvergonzada inclinación por lo cursi y el carisma de los protagonistas hacen que sea divertido ver la película. Y hay que admirar a Lopez por saber lo que sus fans esperan de ella y coquetear con su vida real, para ofrecerles el entretenimiento que buscan sin preocuparse por satisfacer a otros públicos. Es un excelente negocio, claro, pero sobre todo es otra página en la narrativa que la productora Lopez escribió para su alter ego en la vida real: JLo, la estrella pop.
Las carreras de varios directores de cine consisten en tocar los mismos temas una y otra vez, utilizando los mismos recursos estilísticos. Woody Allen es uno de esos autores cinematográficos que han dedicado su obra a la construcción de un universo propio, centrado en un personaje que funciona como alter ego del director y en el que los problemas amorosos se mezclan con cuestionamientos filosóficos, todo bajo una mirada humorística. Con su régimen de escribir y dirigir una película por año, la repetición en los films de Allen resulta aún más acentuada. Casi que pareciera que el público asiste a la proyección de múltiples borradores de una futura película, mejor que la que está viendo en la pantalla. Esta sensación creció en los últimos años, en los que films más sólidos (como Medianoche en París o Café Society) son una excepción entre muchos otros que parecen copias deslucidas de la obra del autor, que alcanzó su cenit en los 70 y 80. Alejarse de Nueva York, escenario principal de ese universo alleniano durante 30 años (apenas un puñado de las 30 películas que hizo hasta principios de este siglo fueron ambientadas en otros lugares), le abrió nuevas oportunidades estéticas y narrativas. Pero Allen se convirtió en un turista cinematográfico, llevándose su universo neoyorquino a Europa, donde le resulta más fácil conseguir financiación para filmar y está alejado del escrutinio de la prensa por las acusaciones de abuso sexual de su hija. La nostalgia de Nueva York se siente especialmente en Rifkin’s Festival, una nueva incursión del director en varios de los temas que le interesan: los enredos amorosos, la búsqueda del éxito profesional y la cinefilia. La belleza natural, la elegancia edilicia de San Sebastián y el glamour del festival de cine, subrayados por la fotografía de Vittorio Storaro, ofrecen un contrapunto con la situación del protagonista, Rifkin (Wallace Shawn), un escritor sumido en una crisis personal y profesional que lo hace extrañar aún más Nueva York. Mientras su esposa publicista (Gina Gershon) se acerca demasiado a su cliente, un joven y admirado director de cine francés (Louis Garrel), Rifkin se entrega a su hipocondría. Los síntomas lo llevan al consultorio de Jo (Elena Anaya), una médica que tiene sus propios conflictos. Hay varias puntas interesantes en Rifkin´s Festival que Allen no explora demasiado, ciñéndose a lo que está acostumbrado. El director sigue los pasos propios de su estilo de comedia, alimentando el diálogo de Rifkin con sentencias humorísticas, una detrás de la otra. Pero los chistes no consiguen el impacto deseado. Tal vez se debe a que hay una tristeza y melancolía inherente en la historia del protagonista que no logra borrarse con un comentario gracioso. Hay una pulseada de tonos entre lo que emana de la historia y la forma que Allen elige para contarla. Rifkin está en crisis con su profesión y con la idea de alcanzar un éxito literario, que tal vez ni siquiera le interesaba tanto. Al mismo tiempo, ve cómo su matrimonio se hace pedazos. A través de una serie de sueños nocturnos y ensoñaciones diurnas, moldeados, según sus preferencias cinéfilas, con citas a Bergman y Buñuel, analiza su pasado para poder encontrar su futuro. Claro que esta crisis puede presentarse en forma de comedia: Allen filmó obras maestras a partir de situaciones similares, pero aquí los intentos del director –incluidas las parodias de films clásicos– no son suficientes. El espectador mira y escucha pasar los intentos de comicidad, apenas sonriendo con alguna escena. La melancolía termina ganándole a la comedia y Allen no parece ignorarlo del todo; incluso la elección de Shawn como alter ego es una apuesta por un actor con un sentido cómico brillante pero también dueño de una sensibilidad que le aporta suavidad a sus papeles. Una fuente de comedia desaprovechada es el festival de cine, sus personajes y situaciones, que pueden resultar curiosas para quien no suele asistir a ellos y un chiste interno para los que conocen bien sus secretos. Sin embargo, el guionista y director apenas ensaya algunos gags superficiales, más cercanos a los prejuicios que existen sobre este tipo de eventos y sobre los cineastas, que a una mirada aguda que descubre las falsedades del mundo del cine. Detrás de todo esto hay una posición de Allen sobre el cine actual, desconectada y desilusionada. A través de Rifkin, Allen reafirma que su cinefilia está asentada en Bergman y Godard y nada nuevo puede sorprenderlo y satisfacerlo. Tal vez por eso, cada vez le cuesta más lograr esos objetivos con sus propias películas.
Steven Spielberg cierra un curioso círculo histórico con su primer musical. El director pertenece a la generación que revolucionó Hollywood a fines de los 60 y principios de los 70, cuando parte de la crisis de los grandes estudios se materializó en el fracaso de taquilla de los musicales tradicionales, que pretendían ser la clave para competir con la TV (medio en el que él comenzó su carrera). Apartándose del drama pesimista y con crítica social de sus contemporáneos, el realizador demostró con Tiburón (1975) que sabía cómo complacer al público sin traicionarse a sí mismo, inaugurando la era de las películas de grandes presupuestos, pensadas para todo público. En pleno 2021, con un cine popular copado por superhéroes y franquicias, Spielberg toma una decisión que puede parecer reaccionaria y la convierte en revolucionaria: rehacer Amor sin barreras, digna representante del viejo Hollywood, utilizando el lenguaje del cine clásico, pero revitalizado. Desde la primera escena del film se instala esa sensación confusa de estar viendo algo viejo que resulta completamente nuevo. En esta Amor sin barreras los personajes cantan, bailan y actúan como en un musical clásico; mientras que los decorados destilan una realidad mágica, recreando aquella Nueva York que existió en la pantalla como un reflejo mitologizado de la ciudad. Spielberg no copia a la película de Robert Wise y Jerome Robbins: la homenajea y le imprime su marca, sin renegar de la expresa artificialidad del género. La adaptación que Tony Kushner hizo de la obra de Arthur Laurents ofrece una nueva perspectiva sobre el material original, que actualizaba a Romeo y Julieta a fines de los 50. En la nueva versión no se trata de traer la historia al presente, sino de hacer una relectura de ese pasado de mediados del siglo XX. Un barrio y una ciudad en plena transformación, los conflictos raciales entre sus habitantes latinos y los hijos de inmigrantes europeos que se consideran los verdaderos norteamericanos, la forma en la que la policía trata a unos y a otros, el problema de la vivienda que se va encareciendo y expulsando a parte de la población; son todos temas que estaban presentes en el original, pero aquí se los representa de una manera que implica una reflexión sobre su persistencia y la imposibilidad, al menos hasta ahora, de superarlos. Si por esta razón la flamante Amor sin barreras se ve como novedosa, en su clasicismo formal está la magia y belleza del viejo Hollywood. El sobresaliente trabajo del director de fotografía Janusz Kaminski (habitual colaborador de Spielberg), en sintonía con el diseño de producción de Adam Stockhausen, recuerda el esplendor que puede alcanzar una película de Hollywood, una carencia de los últimos estrenos más populares. El montaje a cargo de Sarah Broshar y Michael Kahn es un prodigio de ritmo, una edición pensada como una composición musical en sí misma, punteada por las acciones de los personajes y por las melodías de las inoxidables canciones de Leonard Bernstein y el recientemente fallecido Stephen Sondheim. Aunque su talento está más que probado, sorprende la capacidad de Spielberg para crear números musicales inolvidables, dándoles una vuelta de tuerca a algunos como “I Feel Pretty”, que cobra otro sentido y vuelo en esta versión; y “Gee, Officer Krupke”, que adquiere mayor profundidad y comicidad. Los cambios de “Somewhere” le dan una utilidad narrativa renovada y gran emotividad. La elección de incluir actores con raíces latinas y diálogos en castellano son otras formas de actualización de uno de los aspectos más criticados de la película de 1961. La debutante Rachel Zegler hace un trabajo impecable como María, el rol que tuvo Natalie Wood en el film original, mientras que Ansel Elgort, el único nombre reconocido entre los actores principales, demuestra talento musical pero ofrece una interpretación un tanto apagada. La urgencia del amor entre los protagonistas no consigue expresarse de forma tal que ciertos giros de la trama shakespereana convenzan al espectador, algo que tampoco sucedía en la original. Aún así, la enorme potencia expresiva del film barre con todos estos reparos. Los jóvenes enamorados quedan opacados por las arrolladoras actuaciones de Ariana DeBose como Anita, David Alvarez como Bernardo y, en especial, Mike Faist, quien profundiza la figura trágica de Riff, el líder de los Jets. En un mundo cinematográfico más justo los tres tendrían destino de estrellas. Rita Moreno, quien supo robarse el foco en el film original (y ganar un Oscar), lo hace de nuevo, con un personaje icónico, que cierra el círculo de su ilustre carrera.
Fernando Spiner suele explorar dentro de los géneros: en la ciencia ficción, con películas como La sonámbula y Adiós, querida luna, o con una versión criolla del western en Aballay, el hombre sin miedo. Inmortal marca su regreso al cine fantástico, con una historia sobre la vida, la muerte y cómo el amor las traspasa. Belén Blanco encarna a una fotógrafa que vuelve a su Buenos Aires natal para ocuparse de trámites pendientes tras la muerte de su padre (Patricio Contreras). Allí descubre que el científico, interpretado por Daniel Fanego, quien llevó a su padre a la bancarrota, tuvo éxito con su experimento para viajar al más allá. La actriz ancla la película con una interpretación de expresividad sutil, que insta al espectador a acompañar al personaje en un proceso de duelo atravesado por un hecho fantástico. Cuando ese tono misterioso cambia, ante la aparición de las explicaciones y algunos efectos visuales que no terminan de funcionar, la película pierde un poco el rumbo tonal, a pesar de que el guion mantiene la trama ajustada por una estructura muy clara. Inmortal construye un suspenso intrigante y plantea ideas sobre el duelo. Entre todo eso, propone una mirada singular sobre la ciudad de Buenos Aires, materializada en distintas secuencias, como la recorrida de un pasillo de hotel que parece infinito o la simetría del plano de un bar. Y su contracara en el más allá, un reflejo presentado en tonos amarillos pálidos, que subraya el valor de esa vitalidad, a veces abrumadora, de la ciudad de los vivos, frente a la quietud aplastante de la que habitan los muertos.
Las películas sobre ladrones de arte que huyen de la ley, viajando por hermosas locaciones internacionales, son fáciles de disfrutar. Ofrecen escapismo a fuerza de una combinación imbatible de suspenso, acción, romance, glamour y toques de humor. En sus mejores versiones pueden ser verdaderas obras maestras, como sucede con Para atrapar al ladrón, de Alfred Hitchcock. O, por lo menos, muy buenas películas que dan ganas de verlas una y otra vez, como El caso Thomas Crown, de John McTiernan. Alerta roja se inscribe en este subgénero, con un poco más de énfasis en la acción, y llega respaldada por algunos factores clave que parecían asegurar el éxito del proyecto. Dwayne Johnson, Ryan Reynolds y Gal Gadot son estrellas del Hollywood actual, tres de los poquísimos nombres que pueden “vender” al público una película. Son atractivos, carismáticos y tienen sentido del humor. En los papeles son el equipo ideal para un film de este tipo. En la práctica, no son suficientes. El guionista y director Rawson Marshall Thurber tiene en su haber comedias exitosas como Se dice de mí, con Emma Stone, y Un espía y medio, con Dwayne Johnson y Kevin Hart. Más allá de las diferencias entre las películas, la constante es el buen uso de los talentos de cada intérprete. En Alerta roja está ausente esa capacidad que había demostrado Thurber para sacar lo mejor de actores que tienen mucho para ofrecer. Cada uno está en un carril distinto y hay cierta desconexión entre estos personajes que deberían sacarse chispas. Hasta el innegable encanto de Reynolds sufre por la elección de convertir a su personaje en una ametralladora de chistes con poca puntería. El guion no tiene mayor originalidad, pero no es eso lo que se espera de una película de este tipo. Una trama complicada que a nadie le importa realmente suele ser una característica de estos films que combinan suspenso, comedia y aventura. Lo imprescindible son personajes bien delineados, diálogos ingeniosos, escenas de acción vistosas. Apenas hay rastros de eso en Alerta roja, que se esfuerza por sorprender con algunas vueltas de tuerca en esta historia de dos de los mejores ladrones de arte del mundo en busca de unos huevos decorativos que pertenecieron a Cleopatra y el agente del FBI que los persigue. La utilización en la trama del robo de tesoros históricos por parte del nazismo resulta banal, aportando nada más que otra excusa narrativa y a la que le falta un verdadero sentido, como la justicia poética que tenía su inclusión en las películas de Indiana Jones. Alerta roja tiene algunos momentos logrados y un ritmo adecuado, pero llama la atención la poca sofisticación de su estética. Parte del encanto de las películas de intriga internacional es sacar provecho de la belleza y elegancia de las locaciones, construyendo un mundo de ficción del cual disfrutar junto con los personajes. El abuso de la utilización de drones, efectos CGI que se notan demasiado y una fotografía con poco vuelo juegan en contra de las mejores escenas y los momentos en los que los actores pueden lucirse, dándole el aspecto de una película con menores recursos de producción.