La maestría de Steven Spielberg se ratifica en esta versión de Amor sin barreras (West Side Story) que supera ampliamente a la original, mostrando qué la genialidad del realizador está a la altura de los más grandes maestros. El musical de Leonard Bernstein, Stephen Sondheim y Arthur Laurents, música, letra y guión, respectivamente, merecía una mejor adaptación cinematográfica, una que se desprendiera de su raíz teatral y explotara las posibilidades que esas canciones extraordinarias le daban. Steven Spielberg hizo exactamente eso y creó un nuevo clásico del musical, con algunas secuencias que ya nacieron para instalarse en la memoria cinematográfica.
Esta versión muy libre de Romeo y Julieta está ambientada en la Nueva York de la década del cincuenta, en el West Side de la ciudad. Al inicio se ve que se están haciendo demoliciones para construir el Lincoln Center y es en esa zona que parece territorio de guerra, es donde transcurre la historia. A Steven Spielberg le alcanza y le sobra el comienzo para mostrar que la teatralidad del film anterior acá no se está. El director se atreve a construir nuevamente la ciudad, como si estuviera filmando en aquellos años, algo que otorgará algunos momentos tan deslumbrantes como asombrosos. Qué fácil es para Spielberg entrar en el mundo del cine, que sencillo se ve en sus manos el oficio de cineasta. No hay una sola escena que no sea puro cine.
La versión de 1961 tenía demasiados artífices. El estudio, la censura, el coreógrafo genial y el director-productor mucho más práctico. Es sabido que Jerome Robbins fue echado del rodaje porque su minuciosidad era inaceptable. Y fue Robert Wise quien completó la película. Ambos ganaron el Oscar, aunque en realidad fue un premio al musical de Broadway más que a la película. Nueve premios, en una ola de amor por el musical que marcó el final de la edad dorada de Hollywood. West Side Story tenía música y letras modernas, aunque se veía como de la década del cincuenta. Las escenas filmadas por Robbins son un ballet espectacular, pero el estudio tenía razón, no iba a poder sostener eso por dos horas y media. Wise era más práctico y las coreografías de Robbins seguían allí, el problema era que fuera de los números musicales todo se veía muy acartonado, falso, definitivamente no cinematográfico. Las canciones eran irresistibles, algunas de una perfección jamás igualada.
Ahora Spielberg usa esas canciones, las explota perfectamente, realiza cien cambios que no alteran el corazón de la historia y entrega una película completamente nueva. Aun conociendo el film original, lo que se ve acá es definitivo. Es verdad que una remake en manos de un genio es como tomar un primer borrador y corregirlo, pero Spielberg hace más que resolver tres o cuatro escenas imposibles de la versión de 1961. El director entiende que hay conflictos que fueron postergados y le agradece a la versión anterior adelantarse con algunas cosas, como el personaje de Anybodys, que acá recibe el espacio que con mucha osadía intentaban ubicar en la década de sesenta. Si la primera película respetó los paradigmas de esta época, la nueva también lo hace, con más aciertos que la original, consiguiendo un resultado intachable.
Las coreografías del inicio de Amor sin barreras (1961) eran perfectas. Spielberg decide ser mucho más cinematográfico y que todo fluya de manera más realista, aun siendo un musical. Prefiere dejar los momentos coreográficos para más adelante. Sabe que la teatralidad ya no es aceptable. El punto es que todo en el director está coreografiado. Su cámara siempre se mueve con un ritmo y el montaje, siempre con su antiguo colaborador Michael Kahn (acá junto a Sarah Broshar, parte del team desde hace años), tiene la perfección milimétrica de todo su cine. Ver su trabajo es ver cine. Cómo consigue que cada posición de cámara sea perfecta y funcional, como narra con una claridad y un ritmo únicos, como si fuera el único capaz de entender de que se trata el cine. Parece exagerado, hasta que uno ve el resto de lo que se hace actualmente. Otro de sus colaboradores, el director de fotografía Janusz Kaminski, hace magia. Los exteriores se ven como los de un film de la década del cincuenta. Sí, con efectos especiales, vestuario y dirección de arte, pero se sienten de aquellos años por la luz, un trabajo aun más sorprendente.
La historia es la misma, no hay que contarla. El final es mucho mejor, sin tampoco anticiparlo, y el elenco claramente está mejor que su antecesor. Spielberg hace que los actores parezcan nuevas estrellas, aunque algunos ya tienen experiencia, y que uno los imagine nacidos para el papel. Están bien en las partes musicales, pero también fuera de ellas, lo que también le hace ganar distancia con los de hace sesenta años atrás. Una escena, sin embargo, se lleva todos los laureles, aún en este conjunto magnífico. La canción América, una de las más sofisticadas y divertidas de todas, tiene una puesta en escena que tiene todo el impacto de la película original y la nueva en un solo número. De pronto, como suele ocurrir en Spielberg, toda la pantalla cobra vida, todo es posible, las imágenes se adueñan del mundo y pasamos a un nivel como espectadores que nadie más consigue hoy. Su cine es uno de los pocos que logra emocionar por la construcción visual, no porque la escena sea para llorar o dramática. Dan ganas de aplaudir cuando termina esa escena. Si alguna vez en esta era de streaming nos olvidamos del cine, de nuestro amor por la pantalla grande, ver Amor sin barreras será el antídoto perfecto. Aun se me pone la piel de gallina al recordar ese número. Ese es el cine. Y ese es, sobre todo, el cine de Steven Spielberg. Gracias por tanto, maestro.