La tercera película de Jason Reitman (Montreal, Canadá, 1977) se anticipa como una reflexión sobre el aislamiento al que llevan ciertos hábitos de la vida moderna y sobre la indiferencia de la sociedad ante el drama de la desocupación, pero, en realidad, no es más que el cruce de una serie de personajes atractivos dentro de una trama vivaz, algo antojadiza y no tan cáustica como parece.
El protagonista es Ryan, profesional especializado en despidos laborales (un exacto George Clooney), displicente, egoísta y con respuestas para todo. Ocasionalmente lo acompaña su amiga, confidente y amante Alex (Vera Farmiga en un personaje de irresistible madurez y sensualidad), en tanto será maestro –y aprendiz– de una muy joven compañera de trabajo (Anna Kendrick saliendo del prototipo de chica segura de sí misma, habitual en el cine independiente norteamericano).
Los primeros tramos se desarrollan con gracia, con planos breves registrando controles en aeropuertos y despliegue de tarjetas, y como fondo sonoro la inquieta música de Rolfe Kent fundiéndose con diálogos filosos y generalmente cínicos. Como director, Reitman aceita las piezas logrando que el engranaje funcione, asomando excepcionalmente algún rasgo de frescura, como cuando Ryan y los demás vuelven descalzos al hotel tras un apagón en el barco, o la charla que se ve obligado a entablar con el afable novio de su hermana menor. Todo esto se alterna con los dolorosos momentos en que distintos empleados son fríamente notificados de que quedan sin trabajo (oportunamente expuestos como una sucesión de dramas desatados en la vida de esa gente).
El mayor problema de Amor sin escalas no es la forzada manera con la que se busca que todo encaje en esa estructura de ficción (sobre todo en un final bastante moralista e inverosímil), sino su perspectiva sobre las mezquinas decisiones empresariales que llevan al desempleo. Cuando Ryan y su joven discípula empiezan a tomar conciencia de su ingrato trabajo, asumen imprevistamente actitudes compasivas, encontrando en ellas alguna forma de redención, mientras que, por otra parte, al ponerse todas las fichas en el terreno de los afectos, como espectadores terminamos afligiéndonos más por la soledad del protagonista (Clooney) que por la situación de los empleados cesanteados.
En La joven vida de Juno (anterior película de este director) resultaba comprensible, por su tema, que se pusiera énfasis en la contención familiar y la necesidad de confianza en los demás, pero en Amor sin escalas, en cambio, el alegato final a favor de la familia suena hipócritamente consolador. Es notable que aquí -más allá de algunas referencias a los artilugios del capitalismo- brille por su ausencia la política: nadie menciona la responsabilidad de los gobiernos (o la complicidad de éstos con las corporaciones en cuestión), ni plantea como posible algún tipo de lucha o reacción de la ciudadanía ante la injusticia de los despidos. Sin dudas, por detrás de los melancólicos enredos de Amor sin escalas hay otra trama, más compleja y siniestra, que permanece fuera de campo.