Sobre el egoísmo y las apariencias
Lejos de ser la comedia romántica que sugiere el título en castellano, la película gira alrededor de las ambiciones personales y la ruptura de lazos sociales. El director evita los guiños más obvios, pero sucumbe a la tentación condenatoria, con moraleja incluida.
Nada más engañoso que el título en castellano de esta película, apuntado a venderle al público una comedia romántica, cuando si algo no es Up in the Air es eso. Por suerte no es eso. Aunque en algún momento, allá por los dos tercios de metraje, da la impresión de que el director y coguionista Jason Reitman se apronta a pisar ese palito reparador. Lo cual hubiera representado una solución tipo “conejo de la galera” para una ficción que gira alrededor del egoísmo, la ruptura de lazos con los demás, la nube ombliguista en la que el protagonista se deja flotar. Que esa resistencia de Mr Reitman a la opción más facilista sea loable no libra el remate elegido del pecado contrario, el de la condena. Con lo cual el romanticismo oportunista –propio del Hollywood menos “serio”– se trueca por un moralismo de castigo, al que el Hollywood más “serio” es afín.
Más que a la anterior La joven vida de Juno, la película de Reitman a la que Amor sin escalas más se parece es su ópera prima, Gracias por fumar. Curiosamente, en ningún caso se trata de guiones propios, sino de adaptaciones de novelas. Sujeto aborrecible, el protagonista de Gracias por fumar, lobbysta de empresas tabacaleras, era capaz de hundir sin piedad, en el curso de un talk show televisivo, a un chico con cáncer terminal, producto de su exposición al humo de cigarrillo. No mucho más encomiable, el Ryan Bingham de Amor sin escalas es uno de los profesionales más brillantes de una empresa especializada en despidos laborales. Lo de vivir en el aire es consecuencia de eso. Bingham se la pasa viajando de Dallas a St. Louis, de St. Louis a Wichita y de Wichita a Florida. De allí que para él aviones, escalas y aeropuertos sean más su casa que el departamento semivacío que lo espera en Omaha, cada vez que se ve obligado a pasar allí unos días.
Si en Gracias por fumar el personaje de Aaaron Eckhart seducía al espectador con su brillante labia, en Amor sin escalas el de George Clooney queda escrachado en la secuencia inicial, en la que les deja, a una decena de pobres tipos y tipas, sólo lágrimas, furia o un silencio absorto. De allí en más, y aunque despliegue su completo repertorio de sonrisas ladeadas, miraditas pícaras, susurros y acerados one liners, el espectador no dejará de sentir frente a él una acentuada molestia estomacal. Molestia que tiende a desaparecer en cada uno de sus encuentros con Alex Goran (Vera Farmiga, de Los infiltrados y La huérfana). Viajera impenitente también ella, tan desligada de las cosas de la tierra como Ryan, Alex es su doble exacto. Para decirlo con sus palabras, “soy vos, pero con vagina”. O eso parece.
De parecer se trata. Las escenas entre Clooney y Farmiga, llenas de cócteles, jueguitos de seducción y lenguas afiladas son como debieron haber sido la películas del Clan Sinatra, si a las partenaires femeninas se les hubiera dado más lugar que a un jarrón. Por una astucia de guión, la molestia que Bingham despierta se disipa por completo ante la aparición de un personaje que es, en apariencia, aún más abominable que él. Se trata de Natalie Keener (la recién llegada Anna Kendrick, que en la serie Crepúsculo cumple un rol casi invisible). Típica arribista, Natalie acaba de venderle al gerente de la firma (Jason Bateman, que había estado en La doble vida de Juno) un nuevo y más perfecto sistema: el de despidos por teleconferencia. Si el sistema se adopta, Bingham deja de viajar, algo que en su caso equivale a un 11-9-2001 personal. De allí en más el espectador puede experimentar, en relación con él, un violento volantazo, que lo lleve del asco a la piedad. Eso es bueno para una película a la que, más que la identidad, le interesa el espejismo de las apariencias.
Vira también el personaje de Natalie hacia zonas inesperadas, conmovedoras incluso. Habrá que tomar nota de la asombrosa ductilidad de Mrs Kendrick, una de las dos grandes revelaciones de Amor sin escalas. La otra es la más veterana (pero igualmente desconocida) Amy Morton, extraordinaria como durísima hermana del protagonista. Como por otra parte Clooney y Farmiga están a la misma altura de ellas dos, Amor sin escalas termina pareciendo una versión con cuerpo de Gracias por fumar. Allí todo empezaba y terminaba a la altura de la boca, órgano emisor de labia. Aquí, el resto del cuerpo se integra. Está claro que esa ampliación de lo humano no hubiera sido posible de no haber existido, entre una y otra película, ese minitratado sobre la apariencia que fue La doble vida de Juno.
La diferencia es que más allá de un remate redondamente tranquilizador, los personajes de La doble vida de Juno gozaban de una libertad que en el caso de Clooney es sólo condicional. Desde el comienzo pende sobre él una condena moral que, es clavado, tarde o temprano hará sentir su dureza. Más allá de que en cine ninguna condena es buena, en este caso queda la duda sobre el motivo. ¿Es acaso la condición de Bingham, peón del capitalismo más salvaje, lo que merece el castigo que el guión le aplica? ¿O tal vez lo que un bolero definiría como “incapacidad de amar”? ¿O el no haber sido fiel a la familia, quizás? En cualquier caso, Reitman cierra con una moraleja lo que en el transcurso del relato evitó que se pareciera a una fábula, haciendo lugar al libre juego de los personajes.