Escenas frente al mar.
A los productos de Neil Jordan los distinguió siempre una moderada destreza fotográfica y un despliegue insincero de golpes de timón cuyo fin es disimular el absoluto vacío que los afecta. Como saben todos, aquella película suya que produjo tanto revuelo inútil, El juego de las lágrimas, venía con sorpresa, pero parte del efecto podía sospecharse sin mucha perspicacia más o menos con una hora de antelación. Se trataba una película gélida e inocua, que ocultaba su intrascendencia bajo un ropaje de noir político que al final se diluía en pos del módico escándalo que terminaba constituyéndose en su verdadera razón de ser. En su otro indudable hit, Entrevista con el vampiro, el director apelaba sin convicción a una dramaturgia inspirada en el gótico sureño, pero su historia de vampirismo exhibía una sensualidad impostada que languidecía entre lugares comunes y planos pasteurizados de sus divos protagonistas. Dividido entre su Irlanda natal y los Estados Unidos, el hombre resulta más un profesional de la industria del cine que un creador de ninguna clase. Decir “Una de Neil Jordan” es no decir absolutamente nada, y su filmografía marcha dando barquinazos como en una tómbola a ver si alguna película le sale con más o menos suerte que otra.
En Amor sin límites las cosas no mejoran demasiado. La película gira alrededor de una criatura marina de índole mítica que los lugareños denominan selkie. El folklore irlandés, como el de cualquier parte, se encarga aquí de ejercer una apelación sentimental con la que lo típico encuentra su justificación universal y lo banal se hace pasar por irreemplazable. De paso, se lo declara patrimonio exclusivo de la clase obrera y así se la puede hacer sufrir como loca para redimirla, falsamente, otorgándole el dudoso beneficio de lo maravilloso. La vibración genuinamente material que engalana unos pocos planos de Amor sin límites se ve rápidamente impugnada por la ternura esencialista propia de la fábula que en realidad le da vida. Los personajes andan cabizbajos y tristes, sojuzgados por el guión y sometidos a una teleología que la película se impone a fin de resaltar el carácter excelso de un amor que se escribe con mayúsculas. La selkie tiene la fisonomía de una mujer hermosa que se confunde con la paisajística de la zona costera donde se desarrolla la película. Que después de todo la criatura no sea lo que parecía sino otra cosa describe el sistema imperante en parte del cine industrial actual, que entrega sin el menor convencimiento varias cosas a la vez con el mismo envoltorio. El misterio raquítico que campea a lo largo de la película y la torpeza de su resolución son una necesidad en el programa conservador de Amor sin límites, que renuncia a toda ambigüedad cinematográfica mientras se consagra a la cursilería propia de una moraleja para adultos.