Balada para una selkie
En la vasta mitología de pueblos como el escocés y el irlandés hay un lugar importante reservado para las selkies. ¿Qué son estas curiosas criaturas que han inflamado la imaginación de Neil Jordan como para concebir este bello filme con nombre de mujer en el título original (Ondine) y horriblemente traducido al español como Amor sin límites? Se trata de unas míticas ninfas acuáticas con torso y rostro de mujer y cuerpo de foca en lugar de piernas. Dice la leyenda que una selkie puede enamorarse de un hombre de tierra ya que al salir del agua se les desprende la piel de foca y lucen exactamente como cualquier fémina. El problema es que eventualmente sienten la necesidad de regresar a su elemento y no dudan en abandonar a su amante pese a los años de convivencia y amor juntos.
En su decimosexto filme el autor, productor y director Neil Jordan explora una línea argumental no muy vista en su respetable filmografía. El realizador de En compañía de lobos y Mona Lisa se ha jugado por una idea temática cuyo eje rector está sostenido por una deliberada ambigüedad. Ondine (lograda caracterización de la polaca Alicja Bachleda) es atrapada moribunda por la red del pescador Syracuse (un Colin Farell más contenido que lo habitual) quien la salva dándole respiración boca a boca, la protege y le brinda un lugar donde esconderse ya que la muchacha muestra una conducta hacia la gente un tanto aversiva. La pequeña hija de Syracuse, Annie (Alison Barry) proclama que la dama en cuestión es una selkie que ha venido a cambiar la mala suerte crónica de su papá. Y en verdad que la Diosa Fortuna comienza a sonreírle a este pescador alcohólico cuyas redes se llenan de pescados y langostas cuando antes brillaban por su ausencia. La pregunta, no obstante, sigue estando allí: ¿es Ondine una ninfa cantarina o un ser humano común y corriente que oculta algún terrible secreto?
Neil Jordan escribió un guión sin grandes alternativas dramáticas –lo cual no significa que no pasen cosas interesantes- poniéndole especial énfasis a la faceta intrigante de la historia. La relación amorosa entre Syracuse y Ondine está narrada sin exceso de sentimentalismo procurando siempre no caer en la melosidad. Lástima que por buscar ese delicado equilibrio, en el camino quizás se haya perdido algo de la clásica pasión romántica. El devenir emocional del personaje de él también presenta algunos reparos que hubiesen sido fácilmente subsanados durante el desarrollo de la trama. Aunque esto es claramente opinable, así como la resolución del misterio que puede llegar a decepcionar o entusiasmar de acuerdo a la sensibilidad de cada espectador.
Más allá del discreto trabajo de Jordan como guionista si hay algo que debe rescatarse en esta película es su riquísima pátina estética en la que confluyen los notables talentos de Christopher Doyle (el director de fotografía australiano que detesta la Argentina de acuerdo a las anécdotas originadas durante el caótico rodaje de Happy Together), la escenógrafa Anna Rackard y el director de arte Mark Lowry, más el invalorable aporte del compositor islandés Kjartan Sveinsson cuyas melancólicas melodías de guitarra revisten a este moderno cuento de hadas de un inspiradísimo hálito poético. La hermosa península de Beara –localizable en la costa suroeste de Irlanda- ha sido embellecida aún más por un equipo técnico de desempeño extraordinario. Por su parte Jordan como director aprovecha con sapiencia los recursos de producción puestos a su disposición y entrega un producto filmado como los dioses que desde lo conceptual podría haber sido notoriamente mejor.