Una sirena que no tiene mucha cola
Un pescador irlandés tira su red al mar y recoge... una chica. Que apenas hable y menos sobre su pasado, que ni siquiera diga su nombre y tenga un acento extraño, hace pensar que la chica pasó por algún trauma, vaya a saber en qué tierras o mares. ¿O será acaso una sirena o la clase de ninfa acuática a la que la mitología celta llama “selkes”? Con un guión tirando a escuálido, escrito por él mismo, la película más reciente del alguna vez interesante Neil Jordan (¿o habrá sido un espejismo, generado tal vez por la repercusión de El juego de las lágrimas?) combina aire de realismo social, drama familiar, un “gancho” fantástico (o anzuelo, siendo el caso), amagos indecisos de love story y elementos de thriller, tanto como para darle al asunto aunque sea una tímida aceleración final. Amor sin límites queda sin embargo a media agua de todo ello, con perdón por la insistencia en símiles acuáticos o marinos.
El realismo social está dado por el ambiente general del pueblito de pescadores donde vive el hombre al que llaman Syracuse (Colin Farrell), así como por su pasado alcohólico, que es también el presente de su ex. Allí entronca el costado drama familiar, agudizado por el hecho de que Annie, hija de ambos, padece de una insuficiencia renal, se desplaza en silla de ruedas y se dializa a diario. A dializarla la acompaña Syracuse, con lo cual se percibe que es un buen hombre (en ciertas películas, los dramas le suceden sólo a la gente buena). Es allí que Syracuse pesca a Ondine (ése es el nombre que le pone, a falta del real), su mala suerte para la pesca se vuelve buena y Annie, curiosa por la aparición de una potencial nueva candidata para papá, se pone a investigar sobre mitología marina en la biblioteca pública.
En algún momento, Ondine se baña desnuda, cuestión de generar algún interés en el espectador macho (tal vez evocando las escenas de baño de la Coca Sarli, la polaca Alicja Bachleda hace buena cantidad de gestitos y morisquetas). Protagonista de El juego de las lágrimas e infaltable actor fetiche del realizador, Stephen Rea aporta una vez más su mejor expresión de can apaleado, esta vez en el papel del cura al que el torturado protagonista recurre como consuelo (ya se sabe que Irlanda es uno de los últimos rincones del mundo donde el catolicismo sigue firme). El australiano Christopher Doyle, célebre director de fotografía de Wong Kar–wai, cambia por un rato de aires y de tonos, trocando dorados crepusculares por brumas del Mar del Norte. El final es del estilo “de todo eso que sugerimos durante una hora y media, nada”. Nada es una buena palabra para referirse en su conjunto a Amor sin límites, Ondine en el original.