Syracuse es un pescador irlandés que atrapa con sus redes a Ondine, una misteriosa criatura mitológica con cuerpo de mujer que va a cambiar su vida y la de quienes lo rodean.
Syracuse, un Colin Farrell más cómodo que de costumbre, pesca con su red a una misteriosa mujer que se hace llamar Ondine (Alicja Bachleda), y relata este acontecimiento en forma de cuento de hadas a su hija Annie (Alison Barry). Sumando las numerosas referencias a otros relatos como Alicia en el país de las maravillas o Blancanieves, Amor sin límites funciona así como un cuento dentro de un cuento. Padre e hija llegan a la conclusión de que la joven es una mitológica criatura del mar, una selkie. La leyenda cuenta que hay focas que pueden abandonar su piel animal y convertirse en humanos por un corto período de tiempo, a menos que encuentren el amor de un hombre de tierra, lo cual les permitiría permanecer fuera del agua durante siete años. El pescador irlandés por primera vez se encuentra afortunado en el trabajo y el amor, su enamoramiento de la joven se profundiza a la vez que los cantos de esta permiten que atrape con sus redes incontables cantidades de peces y langostas. Es en el cruce entre la realidad y la fantasía donde la historia se desarrolla hasta el final, en el que una de las facetas es abandonada y Neil Jordan decide borrar con el codo lo escrito con la mano.
Si hay un aspecto en el que Ondine se “destaca” es la gran cantidad de golpes bajos a los que se recurre durante el transcurso de la historia, básicamente enfocados en Annie, la hija que sufre de fallas renales y se ve obligada a movilizarse en silla de ruedas. Si lo que se busca es empatía, esta surge desde el primer contacto, después de todo se trata de un personaje carismático y dulce, demasiado joven para sufrir así. Entonces que un grupo de chicos le tire la silla al agua, que se la haga reflexionar durante las sesiones de diálisis, que le pida a la selkie que por favor la cure, parecen un abuso, pero que la madre borracha de vueltas con la silla alrededor de un bar, ya es tortura.
La película plantea el valor de las segundas oportunidades y de lo que se cree por encima de lo que se ve, no obstante a pesar de las buenas intenciones se ve afectada por una serie de elementos que le juegan en contra. En primera instancia el mito de estas criaturas marinas es flexible, parece irse acomodando según las necesidades de la trama. En segundo lugar el director parece no saber qué faceta del relato privilegiar, si la historia fantástica o la realidad de enfermedades, adicciones y muerte en la que esta se inserta. Hacia el final Neil Jordan decide por un realismo crudo que no hace más que ocultar un inocente optimismo, introduciendo una explicación vinculada al mundo de las drogas a la que se le da una rápida resolución, bastante simplista como para ser tomada en serio. Si bien los personajes cuentan con un grado de realismo y complejidad mayores, la estructura corresponde a la de un cuento típico, con el padre bueno redimido, el padrastro malo y un hada que trae sanación. Todo su planteo tiende a reforzar la fantasía en cuanta oportunidad tiene, la pesca abundante, la mujer emergiendo del agua, el hombre de negro que busca a Ondine comiendo sardinas (para entender la referencia, son peces menores), pero cuando el director decide dejar todo eso atrás en busca de un nuevo rumbo, la historia se ve perjudicada porque no se puede liberar totalmente del componente fantástico. De esa forma concluye Ondine, dejando la sensación de que se debería haber continuado en las vías de la fantasía pura para hacer un film más digno, en vez de optar por una conclusión fantasiosa disfrazada de realista.