La ironía de Austen en la gran pantalla.
Es una película de época, pero no “de qualité”: el realizador de Barcelona toma un relato de la escritora británica para construir una historia en tono de comedia sarcástica.
Una de las protagonistas de Metropolitan, ópera prima (1990) del estadounidense Whit Stillman, estaba encandilada por la obra de Jane Austen, en particular por la Fanny Price de Mansfield Park. Un cuarto de siglo más tarde, Stillman le da el gusto a su heroína y filma una nouvelle de la autora de Sensatez y sentimientos y Orgullo y prejuicio, demostrando que su obra será escasa, pero sus amores no son fugaces. Quinta película del realizador de Barcelona y Los últimos días del disco, Amor y amistad (que para enrevesar un poco las cosas no se basa en el cuento homónimo escrito por Austen a los 14 años, sino en la novela Lady Susan, que la autora de Persuasión habría completado a los 19, pero se publicó póstumamente) es su primera película de época. De época, pero no de qualité: como casi todas las historias de Austen, Amor y amistad es una comedia. En ella no importan nada la platería o los cortinados, sino las tramoyas de los personajes. De hecho, según Stillman su fuente de inspiración cinematográfica fue Dos pícaros sinvergüenzas, aquella comedia de los 80 en la que Michael Caine y Steve Martin estafaban a señoras adineradas en la Costa Azul. Acá, con todas las licencias del caso, los alter egos de Martin y Caine serían, como se verá, Kate Beckinsale y Chloë Sevigny.
Beckinsale es Lady Susan Vernon, viuda muy deseable que al comienzo de la película parte en carruaje junto a su hija, en medio de un pequeño drama familiar de sus ex anfitriones. No está muy claro el motivo de los gritos y las lágrimas, pero más tarde se sabrá que se deben a la excesiva confianza que la dama se habría tomado con el apuesto dueño de casa, Lord Manwaring. De allí, Lady Susan decide prestar una visita a su cuñado y esposa, quienes justo en ese momento se hallan en compañía del joven hermano de ésta, Reginald DeCourcy. Llamativamente, Lady Susan prolonga su visita, prodigándose en paseos en compañía del joven Reginald. Para su sorpresa llega su hija Frederica, expulsada del internado al que concurría, por haber intentado huir de allí. La novedad no le hace mucha gracia a su madre, tal vez porque Reginald podría ser un candidato para ella. Sin embargo pronto llega Sir James Martin, un bobalicón que podría ser perfectamente “colocable” como prometido de Frederica. Mientras tanto, en Londres, Alicia Johnson, confidente estadounidense de Lady Susan (Sevigny) la ayuda a seguir tramando hilos que incluirán convenientes partidas y regresos de Frederica, a quien su madre mueve como a una pieza de ajedrez.
Un dato rotundo del triunfo de la adaptación –a cargo del propio Stillman– es que la novela original está escrita, como Sensatez y sentimientos, en formato epistolar. Salvo una voz masculina que aparece en la brevísima escena inicial (y que de hecho no se sabe a quién corresponde) no hay voz en off en toda la banda sonora de Amor y amistad (título bastante poco apropiado, en verdad, ya que hay algo de lo primero en la historia, pero nada de lo segundo). Stillman da con un recurso de gran efectividad para imponer un tono y una forma de comunicación, al presentar a cada personaje parafraseando una modalidad del cine mudo, con viñetas que los describen de manera generalmente sarcástica. “Buen partido”, por ejemplo. “Algo atolondrado”, para el torombolo de James Martin. El estilo irónico, eventualmente vitriólico de Stillman hace sincro con el de Austen, lo cual permite a la película funcionar como una pista de patinaje del subtexto. Y una montaña de texto: Stillman nunca tuvo ningún complejo de que el cine no tuviera que ser dialogado. Sigue sin tenerlo, así que el espectador deberá afilar sus oídos. En ese sentido hay otra influencia no dicha, aunque sí confesada entre bambalinas por este nativo de Washington, que es la de Eric Rohmer. Influencia que parece extenderse a la puesta en escena, que manifiesta un claro predominio de planos americanos, que imponen una cierta distancia con respecto a un mundo en el que lo aparente y lo real también la mantienen entre sí.