Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi) son dos intelectuales, profesores de literatura que alguna vez vivieron un apasionado romance, armaron una larga relación, comenzaron a sufrir distintas crisis, se separaron y luego probaron con nuevas experiencias afectivas y sexuales. Nada que no le haya pasado a millones de hombres y mujeres.
El principal problema de Amores frágiles, de todas maneras, no es el qué sino el cómo; es decir, los recursos que utiliza la directora, coguionista y autora de la novela homónima (Amori che non sanno stare al mondo) para narrar esa deconstrucción de un amor. La historia va y viene en el tiempo (los tiempos felices, los momentos turbios), pero el uso de flashbacks y flashforwards es más bien torpe. También es torpe la narración en off a cargo de ella (muchas veces redundante), la musicalización (¡ay, ese pianito!) y las escenas de sexo (parece que a la realizadora de Un giorno speciale le gustó La vida de Adèle).
Los clichés no terminan ahí. Flavio, harto del torbellino de ella, se engancha y se casa con una jovencita, Giorgia (Camilla Semino Favro), que no le exige demasiado. Claudia se la pasa hablando con Diana (Carlotta Natoli), su amiga confidente, y se anima a tener una relación lésbica con Nina (Valentina Bellè), una joven y bella alumna ¿Algún lugar común más? Sí, escenas “intensas” en las que los otrora amantes se dicen las peores crueldades para herirse mutuamente y luego reconciliarse, o incluso a una suerte de realismo mágico con ella observando y comentando la relación de su ex con su nueva pareja.
Tragicomedia de subrayada carga melancólica y nostálgica, Amores frágiles es una exploración de las miserias íntimas, la degradación física, la dificultad de envejecer, la paternidad/maternidad, la pasión que se desintegra y los celos que corroen, pero -más allá de los intentos por empatizar con un público adulto/maduro- el resultado final es bastante decepcionante.