Fotogenia publicitaria
Hay películas cuyas ideas sobre el mundo son tan básicas que obligan a calificar más que a argumentar. La carencia de sustantivos de una reseña puede ser directamente proporcional a la ausencia de sustancia, a la pobre mirada de un director que no puede más que transitar su ombligo norteamericano. Amores infieles reitera la estructura coral de Vidas cruzadas, ese engendro ganador del Oscar por el 2005. En aquella ocasión la excusa argumental para hilvanar las historias era un accidente; aquí, el centro es el universo mental de un escritor que ha sufrido una desgracia e intenta exorcizarla a través de una novela con alter ego incluido. Liam Neeson aparece en un encierro de lujo, una enorme suite de hotel, desde la cual proyecta sus fantasmas en una historia con personajes diversos pero unidos por la desgracia. Filmada en Roma, París y Nueva York, la película ofrece un pensamiento etnocentrista absoluto, tejido sobre la base de que no hay matices sociales ni culturales más allá de la visión pacata y superficial del director. De este modo, los protagonistas son todos iguales y el resto del mundo es una gran postal, similar a la que abre y cierra escenas específicas. Tan uniforme es la incapacidad de observación que da lo mismo encuadrar una mujer durmiendo en una estación que una histérica joven caprichosa y atormentada: los encuadres se repiten prolijamente y su horizonte de expectativas no pasa de la prolijidad irrelevante. Ni hablar de la empalagosa música que acompaña las imágenes ralentizadas para acentuar un dramatismo vacuo.
Haggis nuevamente explota la miseria con fines publicitarios y crea una especie de fotogenia a base de acciones teñidas de poses calculadas, donde la angustia de un personaje en una bañera -por citar sólo un ejemplo- tiene el mismo rango visual que un aviso de jabón. La iluminación y los colores en pantalla están al servicio de tal fin y además resaltan permanentemente el contenido fetichista de los objetos.
Ni siquiera hay pericia narrativa sino un montaje forzado de momentos que se cruzan arbitrariamente a partir de muletillas infantiles tales como olvidos y papelitos, signos mecánicamente puestos para que los espectadores jamás se esfuercen. Este clon malversado de Altman o de Paul Thomas Anderson, plagado de diálogos trillados y elementales, no puede ligarse a la materia cinematográfica sino al peor imaginario telenovelesco. La única revelación posible en esta clase de pacatería sensiblera es la exposición de la fotogenia publicitaria, un signo cada vez más enfatizado por películas disfrazadas de importancia en este Siglo XXI.